“Ningún objeto se halla tan ligado a su nombre como para no aceptar otro que le convenga mejor”, René Magritte
La discreta Bélgica ha sido siempre una considerable productora de mentes ilustres, entre ellas la escritora Marguerite Yourcenar, autora de las Memorias de Adriano (1951); Maurice Maeterlinck, autor de “Pelléas et Mélisande” (1892), destacada pieza del movimiento simbolista, que sería llevada a la ópera por Claude Debussy; el gramático Maurice Grevisse, autor del Bon usage (1936), tratado titánico sobre lingüística francesa; o el pintor René Magritte, cuya obra surrealista, y versada tanto en el tratamiento de la imagen como en el de la palabra, es mundialmente conocida.
Bastante lejos de Bruselas, concretamente en Kōbe (Japón), nacía en 1967 Amélie Nothomb, hija de un barón y diplomático belga, y cuya memoria, según cuenta en Metafísica de los tubos, comenzó a almacenar escenas narrables desde la edad de dos años, cuando aprende secretamente la lengua japonesa con su nodriza y al mismo tiempo destila con cuentagotas las primeras palabras de su francés materno. Comenzará a redactar su obra en los albores de la edad adulta -cuando ingresa en la Universidad Libre de Bruselas en 1984-, alimentándose de todo el material narrativo que se ha ido sedimentando en su mente desde la infancia; pero sería absurdo desarrollar una noticia bibliográfica más completa, puesto que gran parte de su obra se basa en un biografismo consciente y declarado; contar ahora más detalles sobre su vida es como desvelar el final de una novela.
La cuestión es, precisamente desde el punto de vista de la recepción, averiguar en qué se convierte el texto nothombiano cuando escapa de sus cuadernos rayados y llega hasta el lector en papel mecanografiado. Se dice de la gastronomía belga - la obra de Nothomb es altamente sensorial y además incluye varias tramas que giran en torno al tema del alimento (real o metafórico) y del hambre- que es sencilla pero sofisticada, lo cual es paradójico si se tiene en cuenta la etimología de sofisticación; curiosamente, también la obra de Amélie es una combinación de simpleza y complejidad, y el espíritu cartesiano-barroco de la francofonía se mezcla en ella con las influencias asiáticas. Una novela de Amélie Nothomb se convierte en la exégesis de un haiku; la brevedad de sus obras no es tal, porque en realidad desarrolla en un centenar (o medio) de páginas un motivo principal casi en exclusiva.
Por otra parte, los creadores belgas parecen reunirse bajo una consigna común, un leitmotiv tácito que confiere a sus obras ese realismo con toques de fantasía. El contacto entre la imagen real y su reconstrucción literaria se basa en el contraste de las experiencias vividas, pasadas por el filtro de cierto virtuosismo en el uso de la imaginación. Amélie Nothomb otorga a la mayoría de sus obras biográficas un aspecto legendario, confecciona anécdotas pseudo-míticas: su educación occidental en el seno de la cultura asiática (China, Laos, Blangladesh…) es el principal desencadenante del mestizaje de su imaginario
Por otro lado, el espíritu surrealista, común a numerosas manifestaciones del arte belga, no es un alejamiento de la realidad sino una hiperbolización de la perspectiva; la palabra es su medio expresivo más maleable porque está estrechamente unida al plano de lo abstracto y, al mismo tiempo, al nivel de la materia; es sonido e idea, ritmo y pensamiento: contagiada subliminalmente por el surrealismo y licenciada en filología –en el amor por la palabra-, Amélie Nothomb afirma en Péplum, novela futurista publicada en 1996, que Nommer les choses, c’est leur enlever leur danger, afirmación que recuerda sospechosamente las palabras de Magritte enunciadas más arriba, según las que la labor de nombrar se basa en cierta aleatoriedad –léase creatividad-, donde esa capacidad de metamorfosis e intercambio alejaría la palabra de la angustia de lo permanente: “Que notre vie n’ait pas de valeur artistique, c’est très possible. Raison de plus pour que la littérature en ait une ”, asegura Nothomb en un arrebato de puro afán intelectual: otorga a la literatura el don de redimir la realidad.
La obra de Amélie Nothomb es esencialmente metaliteraria. Más allá del fin supremo de narrar, de construir un archivo poético-narrativo de lo acontecido en la intimidad y de hacer que la historia avance a través de una acción salpicada de cierto lirismo, Amélie Nothomb habla de literatura y de libros : citaciones eruditas y referencias a la literatura contemporánea invaden sus novelas ; teoriza sobre la escritura, la legitima y explica desde su punto de vista, e introduce guiños al lector, al crítico, al teórico, con evocaciones y vocativos defensores y descriptores de la actividad literaria. Por ejemplo, en Robert des noms propres (2002), escribe el siguiente inciso : « L’auteur de ces lignes n’a jamais éprouvé de plaisir à se voir dans un miroir, mais si cette grâce lui avait été accordée, elle ne se serait rien refusé a cet innocent plaisir » ; se transforma en un personaje con entidad creadora y poder de modificación, y al mismo tiempo convierte al lector, ya implícito por el tono de la narración, en una especie de narratario, cómplice algunas veces, sancionado otras.
Se trata una prosa donde las glicinas se personifican, el fin de la infancia se vive como una tragedia raciniana, los genios son una nulidad en Historia y Matemáticas, las máquinas del tiempo conducen a complejas relfexiones sobre la identidad, los personajes arboran extrañas rutinas repetitivas, el misterio se tambalea sobre una vuelta de tuerca y las descripciones físicas se eternizan a la altura de los ojos.
Es el resultado de la constancia y del trabajo, pero también de una peculiar manera de dejarse llevar por una escritura propia y su inconsciente más palpable. La autora se abriga con varios jerseys, se rodea de tazas de té negro, se sienta a escribir, siempre a mano (no en vano se define como grafómana), todos los días, desde las cuatro de la mañana hasta las ocho, cuando el resto de la ciudad despierta.
Amélie Nothomb no pretende ser Balzac ni Simone de Beauvoir. Es simplemente ella misma frente a sus criaturas, y su objetivo es el de provocar el gusto por la lectura sin complicaciones, a parte de sobrevivir gracias a la escritura que, afirma, necesita tanto como respirar.
Tengo un nuevo Nothomb entre manos. En algunos pasajes es exasperante, pueril, vehemente, en otros es extraordinario, sutil, ameno. Sucesivamente, sus personajes caen en la locura o irrumpen en la lucidez. Tendría que leer con mayor urgencia L’Astrée de Honoré d’Urfé, pero el Nothomb está en mi mesa, página 123. La idea era hacer una reseña de esta obra, concreta y reciente, pero convendría más una invitación: pasen y lean.
“Nombrar las cosas es arrebatarles el peligro”.
“Es muy posible que nuestra vida no tenga valor artístico. Razón de más para que la literatura sí lo tenga”.
“El autor de estas líneas nunca ha sentido placer al mirarse en un espejo, pero si esta gracia le hubiera sido concedida, ella no se habría impedido ese inocente placer”.
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