¿Cuál era la solución entonces? El tiempo se estaba agotando y Aída continuaba corriendo, humillada, con lágrimas que fluían de sus ojos, lágrimas, pensaba, que nunca llegarían a desembocar en un mundo que la comprendiera, lágrimas en las que se ahogaba, lágrimas que perturbaban su frenética mente, en la que aparecían imágenes que la cegaban, imágenes que le causaban más lágrimas y que la hacían renegar de cada uno de los momentos que conformaban lo que se había convertido en su realidad. Porque su vida nunca había sido más que una farsa, murmuraba, mientras empezaba a detenerse, sudorosa, radiante en su informalidad. Cada vez que la humillaba, que la golpeaba, ella quería exculparlo de esa forma tan peculiar, tan instintiva e irracional en que tendemos a excusar a la persona que amamos del daño que nos causa, incluso cuando ese daño puede ser irreparable, hasta quizás psicológica y físicamente. ¿Por qué esa atracción por el dolor, cuando quien nos lo causa es tan poderoso? Pero hoy sería distinto. Ya no habría una próxima vez. Caminaba distraídamente, absorta en sus pensamientos, sin reparar en los rostros de personas a las que esquivaba y empujaba para abrirse paso en aquella calle ajetreada, desconocida, en aquella tarde de abril; aunque los ojos de las personas a las que empujaba sí se detenían en ella, en su aspecto extravagante, excesivamente desarreglado: vaqueros ceñidos, desgastados de viejos, la camisa por fuera, el rímel corrido por la acuosidad de las lágrimas, que contorneaba sus turbios ojos negros y los oscurecía aún más, y el pelo desordenado que caía en jirones sobre su cara, entredejando ver una lánguida faz… Conforme andaba se iba orientando en una ciudad en la que ella era extranjera, advenediza, a la que había llegado hacía poco más de una semana, por lo que aún desconocía los misterios que toda ciudad se guarda, y al torcer la esquina advirtió que había llegado al lugar. La brisa del mar revolvió su pelo ondulado y rubio, y antes de abrir la puerta del portal, dirigió la vista hacia la playa, quedando deslumbrada por débiles rayos del sol poniente que aún sobrevivían al ocaso, proyectados en las olas del mar.
Aída cerró la puerta enérgicamente, y el fragor del golpe absorbió por unos instantes el continuo rumor de susurros y ruidos procedentes de la calle y de los apartamentos contiguos. Inmediatamente volvió el silencio, tan solo acompañado por lejanas notas musicales procedentes del piano del estudiante que ensayaba en el ático. Miró de reojo la botella de Coñac, pero decidió abstenerse, por el momento. Descolgó el teléfono: la indecisión a marcar detenía sus dedos cautos, dedos de una fragilidad estremecedora. El nítido pitido del auricular a una distancia de pocos centímetros de su oído la abrumaba. Dominada por los nervios fue acercando el aparato a su lugar de origen muy pausadamente, sintiendo que se traicionaba al oír el chasquido del teléfono al colgarse, un sonido apenas perceptible, pero que en el desasosiego de su soledad la hastió hasta casi marearse. Sentía náuseas a causa del pavor que la sobrecogía. Se echó en el obsoleto sofá, agotada, tan abstraída de la realidad en la soledad de aquel lugar que no escuchó cómo la puerta se abría.
El apartamento no era muy amplio, ¿quién puede permitirse hoy día el lujo de ostentar un piso en la zona más céntrica de esta ciudad? Trabajaba sin descanso para cobrar un salario mísero con el que no llegaba a fin de mes, que se le desvanecía cada vez que salía con los amigos a tomarse unos cubalibres en el prostíbulo de turno, en aquellos barrios pordioseros olvidados por todos y donde no se alcanzaba a distinguir un mínimo vestigio de lo que unos años atrás había sido una zona de la ciudad en la que residía gente honrada y trabajadora. Barrios envilecidos por el contrabando y el tráfico de drogas, donde los zagales se le acercaban a uno en su embriaguez y con malévola sonrisa lo despojaban de la chaqueta, la cartera, el reloj… ¡Pero venga hombre! Aquello era un sin vivir. Se maldecía por no haber sido capaz de reconducir su vida, por haber aceptado demasiado dinero fácil y seguir trabajando para una clase de gente a la que detestaba. Entró en el baño y se miró en el espejo. Tenía ojeras y la cara ensombrecida por una barba de varios días. Ni siquiera parezco yo, pensó. Miró el reflejo de sus ojos miopes en el espejo y supo que eran testigos amordazados. Los ojos no pronuncian palabras. No son testigos reales. Sus pupilas dilatadas eran sólo símbolo de su debilidad, porque quizás en algún lugar, en el reflejo vidrioso de otra superficie, otros ojos delatasen lo que nadie debía saber. Lo que él también había visto. Apartó la cara del espejo, miró el reloj y se percató de que era tarde. Decidió salir a la calle. Estaba sudando, lo agobiaba la idea de tener que estar allí mucho tiempo más y aquel tarado para el que trabajaba le había advertido que no podía fallar otra vez, que no le iba a conceder más oportunidades. ?Es simple, amigo?, le había dicho, ?asegúrate de que la matas, porque si no, yo mismo me ocuparé de que jamás recuerdes la tentativa?. Angustiado por la idea, se puso sus gafas oscuras graduadas y salió dando un portazo. Abajo empezaba a hacer calor, un calor húmedo. Eran las seis de la tarde y en aquel país parecía que los rayos del sol se proyectaban con más intensidad de lo normal. Subió al coche, un ford en color gris metalizado, y se dirigió al sur por el paseo marítimo. Conducía despacio, pisando suavemente el freno con regularidad, para poder fijarse en las personas con las que se cruzaba e identificar entre todas la linda carita de la foto. Pero quizás ella estuviera en casa? Su piso no debía de quedar muy lejos de allí, la había visto por aquella zona un par de veces, así que optó por aparcar el coche y caminó por la playa, buscándola. El aroma salobre del mar, el sonido del agua rompiendo en las rocas, que emergían entre la espuma y volvían a sumergirse, y la suave brisa marítima lo apaciguaron y comenzó a relajarse. No había demasiada gente en la playa, pues era día laborable, sólo algunos pescadores probaban suerte lanzando el anzuelo una y otra vez. Se aflojó el nudo de la corbata y respiró hondo. Pensaba en sus hijas, en su mujer… y en Lucía. El nombre de Lucía rebotaba en sus recuerdos como una llama intermitente. Lucía ya no era sólo un juego, sino que empezaba a ser algo más. No deseaba perder a su familia, tenía dos hijas y amaba a su mujer. Pero Lucía tenía algo, una sensualidad exótica, embriagadora? y, o empezaba a controlar sus excesos o ella se iba a convertir en su perdición. Cuando una mujer como ella te da a entender que tú mandas, que tú eres el que actúa con dignidad, finge. Lucía era una de esas mujeres fatales que calculan minuciosamente la jugada antes de mover ficha, y que nunca pierden, porque saben cómo sustentarse en el sufrimiento de hombres como él, confiados e inseguros. Luego el juego siempre está en tu contra y él ya no sabía quién se encontraba en inferioridad.
El nauseabundo olor del pescado crudo lo sacó de sus pensamientos y aguzó la mirada entornando los párpados en busca de Aída. Esa chica le recordaba a Lucía. Pero no por su parecido físico, sino por sus gestos, sus movimientos, su forma de actuar. Para él Aída se reflejaba en Lucía del mismo modo en que su cara aparecía en los espejos, de la misma manera en que sus turbias pupilas reflejaron aquella tarde lo que nadie más debía saber. Había seguido a Aída en dos ocasiones e inexplicablemente, su imagen le evocaba en la mente a Lucía. Esa estética neoyorquina que tanto atraía a Lucía estaba presente en la imagen de Aída, y lo supo desde el instante en que vislumbró su aspecto en una foto borrosa, en blanco y negro, como enfocada por unos ojos miopes, como los suyos, que apreciaban la realidad a través de un filtro de niebla por el que las figuras pierden nitidez y se distorsionan en la lejanía, presas de una atmósfera difusa. Una foto tomada para alguna revista erótica, cuando Aída jugueteaba a ser modelo. Antes de que aquel tipo que le pagaba la hubiera conocido.
Continuó caminando lentamente, dando pasos que parecían estar minuciosamente calculados, dejando las huellas de sus zapatos negros en la arena mojada, hacia unos apartamentos de color amarillento, muy deteriorados por la humedad de la zona a la que se encontraban expuestos día y noche, a ráfagas de viento cálido y helado. Era allí donde la vio por última vez. Estaba casi seguro. Y la iba a esperar en ese lugar, pues no tenía más datos. Ya no sabía dónde seguir buscando. ¡Si no hubiera sido precisamente él el que asistió a aquella depravación! Inmóvil como un maldito cobarde ante aquella injusticia, impotente por el peso de los años sobre su vetusto cuerpo, observando en la penumbra cómo ese hombre la golpeaba. Entonces no estaría allí. Si las cosas no hubieran resultado tan confusamente difíciles sería otro el que ahora la buscaría, y él estaría acostado en la cama de Lucía, jugándose la dignidad en el angustioso juego que tanto riesgo suponía para él, pero que al mismo tiempo lo atraía irremediablemente, cada vez más. Admiraba a ese tipo de mujeres imposibles. Admiraba el enorme edificio en que vivía Lucía, y lo enorgullecía hacerlo en aquel piso, en el número doce, en aquel pequeño dormitorio en el que abundaban fotos en las que Lucía aparecía abrazada a su novio italiano. Una habitación comúnmente ensombrecida por las cortinas echadas, que acentuaban una penumbra azulada, en la que el leve sonido del aire acondicionado se fundía en sus cuerpos después de hacer el amor, cuando, recostados en la cama, mantenían conversaciones difíciles de sostener, por lo irónico del tono de ella y por su tendencia a no aguantarla.
El contorno de una figura femenina ennegrecida al contraluz por débiles rayos del sol poniente que caían en diagonal sobre la superficie de las olas del mar, lo hizo levantarse sobresaltado del banco en que se descubrió sentado, divagando, como un anciano, olvidando lo que había venido a hacer, ofuscado en su vida egocéntricamente, sin pensar siquiera en la vida de aquella mujer. Lucía y Aída en un mismo plano. Se frotó los ojos y se cercioró de que no veía visiones, de que ahora se rehacía en la vigilia y abandonaba vagamente el sueño. La chica parecía asustada. Se detuvo dando la espalda al paseo marítimo, abrió la puerta del portal de uno de aquellos pisos y desapareció en la oscuridad. Justo antes de que la puerta llegara a cerrarse él lo impidió, posando suavemente la mano enguantada en el picaporte.
Aída lo miraba desconcertada, aterrorizada, pero sus labios permanecían estáticos, y no conseguía vocalizar sonido alguno. Él tendría unos sesenta años y permanecía de pie en medio del salón. Qué quieres. Sería una pregunta lógica. Cómo has conseguido entrar en el apartamento. Pero Aída se hallaba desvirtuada por el pánico. Él la observaba, recorriendo su cuerpo de arriba abajo. Podía escucharla respirar, jadear, podía detectar el miedo instalado desaprensivamente en el ambiente, pero no conseguía adivinar qué estaba pensando. Podía dilucidar la expresión de aquellos ojos rendidos al espanto, pero no orientarse en su propio pensamiento, y esto lo irritaba aún más. Un disparo resonó en las ciclópeas paredes del edificio de un modo casi irreal. Luego, el silencio. Una melodía de Chopin llegaba de algún apartamento próximo. Era su primera obra para piano y orquesta. Apartó la vista. La música lo enajenaba. Volvió a mirarla, y ya no vio a Aída. Esos ojos reflejaban mirada inerte de Lucía que yacía echada en el obsoleto sofá neoyorquino.
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