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Un destino, un viaje

Las olas bramaban contra las rocas que osaban salir al encuentro de los gritos ahogados de los desahuciados marineros que, olvidando horizontes firmes, fueron en busca de cantos de sirena. Sus barcos eran pequeñas y frágiles figuras de papel que intentaban proteger esos diminutos cuerpos los cuales se enfrentaban en un bis a bis con la inmensidad de un océano de aguas turbulentas que, con su dulce fragancia de sueños eternos, atraía hasta al abismo a todos aquellos hastiados del mundo buscadores del suave balanceo de otra existencia en donde la valía y el alma pura sirven para sobrevivir, de esa tierra en la que la posibilidad existe, y hasta la nobleza.?

O. Santonegro: Mi viaje.

Ese mar inmenso, azul o verde, salado de cantos de sirena perdidos en ese inmenso horizonte que se confunde con cielos de esperanza, ese mar amante de marineros y asesino, devorador de mundos y suspiros, de ríos que abandonan su camino, ha traído el cuerpo.

El Sol despertaba de su letargo de aquel duro invierno, la primavera, con sus ansias de belleza, entraba con cautela en las vidas de los aldeanos del pequeño pueblo pesquero. Los hombres salieron en busca de su amante consentida que tantas y tantas veces había engullido sus cuerpos viriles tras practicar con ellos sexo salvaje, la depredadora que necesitaba sacrificios humanos a cambio de un género terriblemente prescindible en la aldea.

Ésta era un pequeño terreno, más que otra cosa, situada en la garganta del océano, como decía el viejo Bruno, que siempre contaba cómo los hombres desaparecían sin ni siquiera haber visto esos terribles colmillos blancos y espumosos amenazadores a cientos de leguas. También contaba que tenía forma de ataúd, lo que es impensable porque no aparece en los mapas.

La brisa que llegaba a la aldea estaba siempre impregnada de un olor putrefacto. Cuando llegué me embriagué de ese aroma; era distinto, como voluptuoso. Más tarde el viejo Bruno me relató que las piras funerarias que se hacían como homenaje a los óbitos cuyas almas habían caído en el edén de Neptuno, resultaban siempre infructuosas porque el viento apagaba aquellos crematorios paganos. En venganza de no se sabe bien qué, dejó aquel hálito otoñal, como le gustaba a la abuela Cecilia llamarlo.

Y es que si en la primavera la abuela Cecilia rejuvenecía y dejaba transcurrir sus días atenta a su huerto y a sus flores, el otoño entumecía sus huesos y devastaba sus meses de trabajo. Abandonada por su marido hace cinco años, ciega por tantos llantos salados, un día dejaba de salir a su jardín y, entonces, todos sabíamos que llegaba el otoño.

El único contacto que mantenía la abuela ahora era con Roberto ?El Vigía?, el cual le hacía la compra. Sólo él había entrado en la pequeña casita blanca, sólo él sabía cómo permanecía la anciana aún entre nosotros. No obstante nunca dijo nada, durante los tres años que llevaba aquí nadie lo escuchó decir ni una sola palabra. Llegó con doce años, quedándole toda una vida por delante. La primera semana se la pasó intentando escapar de la aldea, el séptimo día trepó a un árbol, un viejo olmo que ha estado presente en la llegada de todos nosotros ?el veterano olmo con sus raíces absorbiendo los llantos del mar-, y quedó mirando a lontananza e intentando deshacer el pliegue del horizonte. Bajaba tan solo para ayudar a la abuela Cecilia y para llorar; se acurrucaba y comenzaba un llanto hiposo, sus ojos aguados eran la tristeza y la melancolía unidas de la mano en esos dos ojos verdes detectores de cuerpos, porque cuando esto ocurría, ya sabíamos que, al día siguiente, iba a llegar uno traído por aquella comitiva acuática. Por eso María, con ese humor tan negro, lo llamaba Mar Amor Tajado, con esa dulzura macabra tan janesca que la vida se encarga de enseñar.

Roberto, dicen, estuvo llorando ayer, y hoy esperaban un cuerpo, el cuerpo, mi cuerpo, que, a fin de cuentas, es el que más me importa. Reconozco que al principio tuve miedo cuando empecé a vagar por ese azul vaporoso, azul de ensueños y alma, azul de tierras lejanas. Nunca pensé en que me pudiera ocurrir; el ser humano teme lo desconocido a la vez que anhela lo posterior -los sueños de gloria de una raza mediocre-. La muerte, esa gran señora tan bella para mí en estos momentos, te mece dulce y suavemente en su regazo mientras uno se abandona a la placidez, al éxtasis aéreo en el que nos sentimos flotando en esa frontera entre el ser y el no saber qué será. Sin embargo no ha acudido, por desgracia, a por mí.

Ese primer temor en mi viaje fue tornándose en sorpresa conforme iba conociendo las razones de mi pasaje. Un profundo dolor enlutó mi corazón al saber que mi tránsito era debido a la indeferencia, a la soledad, al olvido.

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