Sin darme cuenta comienzo un recorrido interno, por tus calles, me veo entrando una vez más en la iglesia de San Francisco, frente a la plaza de Castro, donde esta el Cristo de Limpias, ese Cristo sufriente, allí frente a esa imagen, la abuela me enseñó a rezar.
Cada vez que he vuelto, me parece estar pidiéndole al Cristo, que proteja a la familia, pero ellos ya no están, han partido al lugar de donde no se regresa. En mi siguen existiendo, como en los mejores días, recuerdo sus risas y sus cantos en las fiestas familiares, como quisiera tenerlos, poder abrazarlos uno a uno, decirles cuanto les extraño y poder contarles mi vida.
Voy alejándome rápidamente, en sentido contrario al sentimiento, los paisajes se confunden, trato de mirar por última vez, los palafitos multicolores de TenTén, cuantas historias de gentes abnegadas, de personas que día a día luchan por mejorar sus vidas, muy rápido veo algunos botes de pescadores que duermen apacibles sobre la arena, después de una larga jornada nocturna, azotados por el viento y la lluvia.
El viaje continúa, mientras van pasando ante mis ojos, árboles quemados, casas plateadas por un sol poco frecuente en esas tierras del fin del mundo, y que interpreto como una despedida alegre que brinda mi tierra frente a la tristeza que ahoga un sollozo.
En lo más profundo, percibo a los elementos confabulados, para gravar en mi mente la increíble belleza de sus parajes.
Repaso lentamente momentos vividos en el hogar de Cristo, con Rosita, Sandra, Gilda, Lucho, Abel, Gladis, compañeros de letras de Santiago, que han quedado prendados de la magia de tu Isla, de los ancianos del hogar de Cristo, quiénes nos despedían con lágrimas en los ojos; presagiando sería la última vez que nos abrazaríamos, tengo presente las caras de Sonia y Juan amigos entrañables, la de una maestra de Chulchui, y de sus alumnos con botas de goma y chalecos chilotes, que nos esperaban con toda una orquesta; interpretando ?El gorro de lana? y ?El Himno a Chiloé?, imposible olvidar sus miradas, inocentes y sinceras, como son las gentes de mi tierra. Fue en esa escuela de Chul-Chui, donde encontramos una verdadera enciclopedia, contada por aquellos niños que conservan intactas las tradiciones de la mitología chilota,
El viaje continúa, allá a lo lejos diviso el humo de unos fogones, me parece estar viendo a la dueña de casa, haciendo, milcaos y chapaleles, para el curanto, preparativos para una fiesta típica, veo llegar a los compadres, la familia en pleno, los que después de unas copas de chicha de manzana, bailan al son de las guitarras, violines y del acordeón. Bendita alegría simple y humilde como es realmente la felicidad del alma.
Todo da vueltas en mi mente. Mi lluvia interna empaña la ventana, por donde veo alejarse esas casas de alerce plateadas por el sol, adornadas con árboles y la tibieza de sus ovejas. Siguen pasando raudamente espinillos, manzanos, eucaliptus, y los kilómetros de pampas en verde degradé, colores que no veré en la capital.
Me duele darme cuenta, que todos mis seres queridos, ya no están, y que alegría pensar que un día partiré más allá de las estrellas, a fundirme en un abrazo caluroso.
Y así demasiado rápido llegamos a Ancud, pronto subiremos al trasbordador, para cruzar el Canal de Chacao, en este instante comienza la despedida de ?pincoyas y duendes, del caleuche, de vuidas que aparecen en noches tormentosas?; de tanta mitología que acompañó mi infancia.
En la cubierta del trasbordador, siempre mirando hacia atrás, tratando de gravar a fuego lento en mi retina, los últimos paisajes que cada vez se van haciendo más pequeños, una brisa helada acaricia mi rostro, intento no llorar… y canto ?fue pescador y lobero en aquellos años mozos, ese chilote lobero que como él no hay otro ni habrá nunca más?… ¿Volveré algún día?
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