Siempre he sido una persona de costumbres. O, mas bien, una persona de inercias porque, bien pensado, cuando adoptas una costumbre es porque la misma te proporciona una satisfacción constante, aunque ésta sea casi insignificante. Sin embargo, ser una persona de inercias conlleva altas dosis de aburrimiento, hastío y una sensación de dejadez y laxitud, de falta de lucha. Siempre que reflexionaba sobre el tema, me venía a la memoria un párrafo de la magnífica novela de Graves sobre Claudio, en el que el viejo emperador, enfermo, cansado y hastiado de las constantes traiciones y conjuras que a su alrededor se sucedían, se sentía como un viejo leño arrastrado por la corriente de un río, dejándose llevar mansamente hacia el fin. Una sensación parecida era la que sentía yo, al repetir día tras día, noche tras noche, las mismas cosas, no porque encontrara deleite en ellas, sino porque me negaba a luchar contra la corriente, a buscar otra alternativa, a dar un golpe de efecto que cambiara mi vida y me liberara de las ataduras de una vida repetitiva y carente de emociones y alicientes. Podéis llamarlo pereza, falta de energía, espíritu conformista, pero el hecho cierto era que me había dejado atrapar por una serie de múltiples y pequeños compromisos de los cuales no podía o no quería escapar, a pesar de que gran parte de ellos hacía tiempo que habían perdido su interés inicial para mí. Por inercia tomaba siempre la misma ruta para ir al trabajo, por inercia desayunaba siempre con los mismos compañeros, desgranando sin convicción los mismos tópicos que se perpetuaban en nuestras conversaciones desde hacía ya demasiados años. Por inercia leía el mismo periódico, comía lo mismo en el mismo restaurante, bebía la misma marca de vino, la misma marca de licor, y así ad infinitum . Me veía encorsetado por múltiples de pequeñas ligaduras en los momentos en los que presuntamente podía dar rienda suelta a mi imaginación y libre albedrío. Si algún día alguien lee esto, estoy seguro de que pensará que fui la persona más aburrida y poco excitante de mi tiempo, y tendría razón, sólo que ese dudoso honor lo compartía desde hace años con mi buen amigo R., cuya existencia seguía un rumbo totalmente paralelo al mío. Habíamos sido compañeros de estudios desde la primera infancia, después habíamos compartido las nada excitantes diversiones de nuestra adolescencia, y por fin habíamos acabado desempeñando el mismo tedioso y monótono trabajo en una oficina poblada de moluscos humanos como nosotros, que como nosotros también se dejaban llevar perezosos y ajados por la corriente. Y así como la inercia nos arrastraba a desayunar lo mismo desde hacía más de treinta años, nos veíamos arrastrados a la partida de ajedrez de los sábados, partida que, indefectiblemente, tenía lugar en mi casa, por un motivo que se nos escapaba a los dos, si es que en algún momento habíamos llegado a reflexionar sobre él. El ritual, creo obvio contarlo a estas alturas, era siempre el mismo. R. llegaba a las 11 en punto, colgaba su chaqueta y su sombrero en el perchero del recibidor y juntos pasábamos a mi pequeña biblioteca, donde una vieja lámpara proporcionaba a la estancia una luminosidad mortecina y desvaída. Nos sentábamos y jugábamos en silencio hasta las doce o doce y cuarto, dejando casi siempre la partida inacabada, momento en el que apagábamos las luces y nos sentábamos en sendos butacones frente a la chimenea, fumando, bebiendo jerez y charlando de insustancialidades hasta bien entrada la noche.. El sabor del jerez y del tabaco de pipa, las cambiantes sombras en nuestras caras provocadas por el movimiento de las llamas, la pausada conversación, todo proporcionaba a esos momentos un encanto especial, aburrido pero placentero. Sólo en contadísimas ocasiones habíamos renunciado a este ritual, quizás el menos desagradable de los miles que componían el devenir de mi existencia. De hecho, estoy escribiendo esto una hora tan sólo después de haber despedido a un R. Bastante más excitado que de costumbre. Todavía puedo verlo sentado delante de mí, con un leve temblor en la mano que sostenía su copa de jerez. Su conversación de esta noche, mas bien su monólogo, ha supuesto una brusca variación de nuestras habituales charlas insulsas. Sí, todavía oigo su voz.
– Le aseguro, mi querido H., que he tenido una endiablada suerte esta tarde. Circulaba a una velocidad moderada por la carretera que conduce a la costa, cuando he podido esquivar por los pelos a uno de esos condenados turistas de la ciudad que ha hecho caso omiso de una señal de stop. De pronto, me he encontrado frente a mis narices un deportivo rojo, y he tenido el tiempo justo de dar un volantazo y esquivarlo. Créame si le digo que ha sido cosa de centímetros. ? R. hizo un gesto de alivio y sorbió con deleite su jerez- Estas son las cosas, H., que le hacen a uno plantearse el porqué de su existencia. Uno lleva una vida sosegada, tranquila, sin sobresaltos, pretendida y pretenciosamente segura, y un buen día el destino pone en tu camino a unos turistas locos y todo se desmorona como un castillo de naipes, y espero que me disculpe por este símil tan manido. En fin, amigo H., he decidido disfrutar un poco más de la vida, salir más, hacer incluso un viaje por el extranjero. Siento como si el incidente de esta tarde hubiera sido un guiño del destino, un aviso de que una vida aburrida y tranquila no garantiza un final aburrido y tranquilo. Sí, creo que voy a cambiar un poco mis hábitos, salir de la rutina, dar un pequeño golpe de mano en mi vida. En fin, estimado H., creo que ya va siendo hora de marcharme. Todavía me siento un poco aturdido. Creo que un largo y relajante sueño me hará bien.
Sí, todavía me parece verlo levantarse y caminar levemente tambaleante hacia la puerta, bastante presentable para las circunstancias. Y digo esto porque también para mí ha sido un día fuera de lo normal, lleno de incidentes. A media tarde he tenido que ir a identificar el cadáver de mi amigo R., muerto en accidente de circulación, al chocar de frente con un deportivo rojo en la carretera de la costa. Su cuerpo había quedado prácticamente intacto. Sólo una horrible herida en la nuca, la que le había causado la muerte, la misma que yo había visto al girarse para marchar hacia la puerta. En fin, les dejo, he de subir a acostarme. Por cierto, qué cabeza la mía, se me olvidaba algo. Demasiadas emociones para un tipo tan aburrido como yo. El caso es que R. no viajaba solo. Resulta que mañana es mi cumpleaños, y R. tenía que acompañar a mi mujer a la ciudad para comprar mi regalo. Ella ha tenido menos suerte. El impacto del choque la hizo atravesar el parabrisas de coche de R y la lanzó encima del deportivo rojo, segundos antes de que comenzara a arder. Su cuerpo ha quedado totalmente calcinado, un horrible amasijo negro con una espantosa expresión en su rostro. Pobre paloma mía, cuanto ha debido sufrir.. Ahora sí que les dejo. He de subir a mi dormitorio, a nuestro dormitorio. Alguien -o algo- me espera. Y yo lo comprendo. Ella también era lo que podríamos denominar una persona de inercias.
Cornellá, 8 de Junio de 2000
Para Paloma, en pago de una vieja deuda. Felicidades .
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