“El guarrillo” temblaba de ira e indignación. Costaba, pero se podía ver su cara enrojecida tras la capa de mugre, es decir, más enrojecida de lo que se la dejaba el vino barato que trasegaba cuando conseguía algunas monedas. Su boca desdentada se movía, desordenada e incontrolable
-Hombre, señor Juan, ¿qué le pasa, que está tan mosqueado? –el cabrón del Barea podía poner unas increíblemente convincentes caras de compasión e interés por el prójimo, como si realmente sintiera algo de afecto por el viejo apestoso que recogía del suelo cartones empapados de orín mientras las maldiciones salían de su boca, enroscadas en el vaho hediondo de su aliento . Sí señor, un pedazo de hijoputa, el tal Barea. Sus amigos (sus “colegas”) callaban tras él, ensayando también caras de compasión con mayor o menor fortuna.
“El guarrillo” dejó por un instante de intentar reunir los cartones que parecían huir de él, resbalando una y otra vez de sus sucias manos. El Barea conseguía ese tipo de cosas. Un crío de 11 años apaciguando con una frase amable al viejo loco que recorría las calles de la ciudad mascullando por lo bajo, recuperando quizás piezas incompletas del irresoluble puzzle en que se había convertido su mente, sufriendo punzantes fogonazos de tiempos perdidos, cuando aún intentaba mantener la guardia y cubrirse del intenso aluvión de hostias que le había propinado la vida, inexplicablemente obsesionada con él, ensañándose en él con la metódica insistencia de un matón a sueldo. Mujer, hijos, trabajo, todo se le fue escurriendo entre los dedos hasta que el señor Juan dejó de existir, cesó de manotear, de rebelarse, sus manos cayeron laxas a sus costados, se soltó del último cabo que le ataba a la razón y comenzó a flotar lánguido por una corriente de vino barato, vómito y orín, y de pronto “el guarrillo” se encontró durmiendo en zaguanes, cajeros de banco, en el metro, en la puta calle, y no le importó una mierda, porque ya nada le importaba una mierda. Bueno, sí, había algo que le importaba una mierda, y era la insistente y despiadada letanía de los chavales de los barrios por donde pululaba, un cántico burlón y cruel que hacía aflorar de un remoto fondo de su alma pequeños retazos de dignidad y amor propio heridos: “¡Guarrillo, guarrillo, guarrillo!”, le gritaban a distancia, y la cara del “guarrillo” hervía como una caldera, lágrimas de indignación formaban pequeños ríos en la máscara de porquería de su cara, y el guarrillo los maldecía a gritos, los insultaba y les tiraba piedras que jamás alcanzaban su objetivo, y ellos salían corriendo, muriéndose de la risa. Eso era lo único que alteraba al corcho humano en que se había convertido el que antaño fue el señor Juan, o Juan a secas. Y eso lo sabía, de manera inconsciente, con la crueldad innata del que nació para herir, el hijoputa del Barea, dispuesto alegremente a dar una vuelta de tuerca más a la desquiciada mente de aquel desecho humano, de aquella víctima fácil que recogía cartones, robaba calzoncillos y camisetas de los tendederos y empapaba su hígado y su corazón con botellas de vino con tapón de plástico cubierto de la hojalata que tantas veces le cortaba los dedos temblorosos de frío y vejez.
-Ay, hijo, que yo no me meto con nadie, y mira esos cabrones de críos, la madre que los parió, como coja a uno le voy a cortar los huevos.
-Venga, señor Juan, tranquilo, que no todos somos así, pase de ellos –el Barea saboreaba el momento con delectación, notando en su corazón de cabronazo vocacional el malsano placer que inunda al verdugo que disfruta con su trabajo, que lo haría gratis, que pagaría por hacerlo.
-Ya lo sé, hijo, ya lo sé, gracias –entre los negros pelos que cubrían las orejas del guarrillo se filtraban como melodías celestiales las palabras, “señor Juan, “señor Juan”, “señor Juan”, y su desdentada boca intentaba componer una sonrisa imposible, porque el frío, el desprecio, el viento, las burlas, todo eso esculpe el mismo gesto de estupor y demencia en la cara de todos los viejos borrachos enloquecidos del mundo, y cuando intentan componer una sonrisa sólo consiguen dibujar una mueca de bufón humillado. –Gracias, chavales, vosotros sí que sois buena gente.
-Pase de ellos, señor Juan, que no vale la pena, hombre. Y qué, ¿cómo va con los cartones? –sonaban ahogadas risotadas detrás del Barea, sus colegas ya casi no se aguantaban-.
-Bueno, hijo, vamos tirando, pero esto no da para más, es mucho trabajo y me dan cuatro duros. Esto es una mierda.
La cosa ya no daba para más. El Barea sabía, por experiencia, que si prolongaba la cosa el viejo comenzaría a divagar y a contar lejanas y polvorientas batallitas de sus años mozos, y el Barea no quería escucharlas, así que cortó por lo sano y dio la estocada final.
-No se preocupe, hombre. Bueno, nosotros nos tenemos que ir –el Barea hizo un gesto a sus colegas y, echando a correr, gritó con todas sus fuerzas- ¡¡¡ADIÓS, GUARRILLO!!!.
El viejo trastabilló como si un puñetazo hubiese penetrado a fondo dentro de su fofo e hinchado estómago, sorprendido primero, completamente desquiciado después.
-¿Qué? ¿Vosotros también, hijos de puta?¡La madre que os parió, maricones! – el viejo les lanzaba piedras, sin puntería, ciego de ira e indignación, soltando las últimas amarras que le sujetaban a la cordura,
El Barea y sus colegas corrían, aullando de risa, gritando sin parar ¡¡guarrillo, guarrillo!!, y el viejo cayó exangüe entre los cartones, farfullando entre dientes, y su alma se volvió un poco más acorchada. Volvió a recoger lenta, penosamente, sus cartones, goteando lágrimas y mocos sobre ellos.
Así había compuesto yo la historia en mi imaginación, hacía ya más de cuarenta años de aquello y aún recordaba cómo el Barea me la había contado, con frases entrecortadas, interrumpidas por bruscos e irreprimibles ataques de risa. Es curioso. Había olvidado, voluntaria o involuntariamente, años enteros de mi vida, momentos supuestamente importantes habían desaparecido por completo de mi mente o acudían a ella con mucha dificultad, como una confusa amalgama de la que a duras penas asomaban caras borrosas o situaciones imprecisas. Pero, sin embargo, había recordado casi palabra por palabra aquella historia, y estaba seguro de que seguiría recordando ese momento hasta que muriese, por muchas vueltas que aún diese por este apestoso vertedero.
Ahora estoy de nuevo en mi ciudad, tras muchísimos años de huir, de deambular, de vagar por el mundo. He corrido enloquecido sin rumbo, como la bola de acero de una máquina de “pin-ball”, escupida, rechazada, rebotada, y como una bola de acero de “pin-ball” he vuelto a caer en el sumidero de donde salí. Mi ciudad es una vieja puta desquiciada que intenta tapar la vejez, la locura, el cansancio y el hedor bajo capas y capas de maquillaje de hormigón, restañar las heridas de los sucios bloques donde se hacinan decenas de miles de campesinos que, hace ya demasiados años, huyeron hambrientos del olor al polvo de los secos terrones del pueblo, para sustituirlo por el tufo a grasa industrial, a aceite, a hierro, a mierda de casa ajena. Todo es inútil. Bajo las capas de asfalto nuevo, bajo las losas de las duras plazas donde los jubilados vegetan en verano, olisqueando con estéril persistencia los olores de un pueblo que los escupió hace ya demasiados años, la ciudad supura hastío y fatiga, se ahoga con desesperación en sus propios vómitos.
Todavía puedo notar el tacto de su pequeña manita perdida entre la mía, bajábamos los dos las escaleras del metro, yo miraba distraído los carteles de las películas de estreno de aquel año, deteniéndome en los pequeños detalles para dejar que el niño bajara lentamente los escalones que nos conducían al andén. El niño oscilaba dubitativo en el borde de los escalones, concentrado en sus zapatito nuevos, inestable, medio trastabillando, confiando siempre en mi mano que lo cogía suavemente.
Son los mismos. Carne de cañón. Modernos siervos de la gleba, atados a las fábricas, a la obra, al cuarto de la plancha. Se revuelven inquietos, intuyen que hay algo más allá, pero se les engaña, se les hipnotiza, y nunca dejan la ciudad, jamás, aunque salgan durante semanas, en realidad siguen dentro, agobiados por sus hipotecas, reventándose en la cadena de montaje para fanfarronear los domingos por la mañana conduciendo coches nuevos que la publicidad convierte en viejas tartanas en cuestión de meses. Las caras de la gente con la que me cruzo reflejan el hastío, el cansancio, las catorce horas aporreando, ajustando, sacando, pintando, el mismo tornillo, la misma plancha, la misma pieza que ya ni saben para qué sirve, tan solo un trozo de metal o plástico que parece burlarse de ellos pasando una y otra vez delante de sus idiotizados rostros.
He pasado delante de mi antiguo colegio. Todavía resiste, aunque ya no hay niños, ya nadie estudia allí. Es como un enorme barco medio ruinoso arrumbado en un astillero, esperando una nueva mano de pintura para seguir surcando renqueante los mares. Hay un cartel en la puerta, van a convertir el viejo colegio en un geriátrico, y me pregunto si los mismos niños que entraron por la puerta llorosos hace décadas volverán a hacerlo más de cincuenta años más tarde, y si se separarán de sus hijos como antaño lo hicieron de sus padres, y también los verán partir, tristes y desamparados. Aferro las rejas con ambas manos y, como en una mala película de videntes, los recuerdos surcan enloquecidos mi cerebro, golpeándome con imágenes que se desvanecen al instante, y de nuevo puedo ver la enorme sala donde se colocaban las pilas de libros nuevos al comienzo de curso, y puedo oler el papel y ver las ilustraciones de los libros, y puedo notar el tacto de la áspera chaqueta de mi abuelo cuando venía a buscarme, y me puedo sentir perdido buscando el grupo de niños que configurarían mi clase, y puedo oír la algarabía de decenas de sobreexcitados chiquillos subiendo en fila de a dos por las escaleras, atravesando los larguísimos pasillos, y los cursos se suceden y se entremezclan, y ahora estoy corriendo, intentando de nuevo, vanamente, una vez más, atrapar a la niña que corría más rápido de todo el colegio, una pequeña gacela nerviosa de rizos negros que se nos escabullía indefectiblemente y se reía con los brazos en jarras de nosotros, torpones y resollantes, desafiándonos a una nueva carrera. Y puedo sentir de nuevo el sabor, el olor de los primeros cigarros, comprados sueltos en el quiosco y que encendíamos nerviosos, a escondidas, detrás de los vestuarios, y puedo ver las caras de mis amigos, y recordar que hubo un tiempo en que todos queríamos volar a Australia en un globo, y al final todos seguimos atrapados en la ciudad, incluso los que no viven en ella, porque la ciudad se refleja en otras ciudades, y otras ciudades se reflejan en ella.
El sonido de la música ambiental del andén se entremezclaba con el murmullo de las conversaciones de la gente que esperaba el metro, estudiantes con carpetas, obreros con bocadillos envueltos en papel de plata bajo el brazo, mujeres que parloteaban monotemáticas de sus maridos, de sus hijos, de sus madres, de sus prematuros achaques, rumbo al café con leche en vaso largo y a las montañas de ropa por planchar y las baldosas sucias (“eso sí, Francisca, aquí el suelo se friega de rodillas, queda mejor”). El niño lo miraba todo fascinado, su mente virgen trocaba el cansancio y la miseria en color y diversión. El niño, mi hijo, giraba la cabeza una y otra vez para observar las bocas de los túneles del metro, justo en el lugar donde los raíles se hacían invisibles, devorados por la negrura.
“El guarrillo”, y todos los “guarrillos” habidos y por haber, al final redimensionaron el mundo, lo redujeron y lo ajustaron a su cuerpo como una fina película transparente que sólo cubría lo que podían tocar, comer, vestir o beber, y el mundo al fin se componía de cartones, vino barato, bancos del parque, los harapos que vestían, la andrajosa manta con la que se cubrían para dormir, y más allá solamente había neblina, y entre los jirones de la neblina asomaban máscaras que a veces les daban dinero, otras se reían de ellos, otras los miraban con asco, con lástima, con odio, pero solamente eran matices de las máscaras, blancas, uniformes, mil veces repetidas.
Me he cruzado con viejos amigos de la infancia, de la juventud, ellos no me reconocen, pero yo a ellos sí. Siempre he tenido esa facilidad, el tiempo cubre, arrasa los rostros, con capas distintas, hinchazones, arrugas, deformidades, cicatrices, pero yo sé entrever bajo esas capas las facciones moribundas y casi olvidadas del niño, del adolescente, y parece que ellos lo notan, porque advierto un imperceptible (o puede que simplemente lo imagine) rictus de incomodidad en sus rostros al cruzarse conmigo.
Me he sentado en un banco frente al colegio, bajo la alargada sombra de la torre gris que los niños imaginábamos escenario de sangrientos asedios y feroces batallas, y aún recuerdo la excitación que nos produjo el poder subir a lo más alto, un año que tiraron a martillazos la pared de hormigón que cegaba su puerta. Subimos por las ruinosas escaleras de caracol, entre cascotes, hacia lo más alto, imaginarias avanzadillas de un intrépido ejército a la conquista del fortín, y vimos la ciudad a nuestros pies, rendida sin condiciones bajo nuestras armas de guerreros invencibles.. Años más tarde todos supimos que la torre había sido construida por el pequeño aristócrata local, decadente y aburrido, para observar a los pájaros, pero ya nuestra inocencia yacía destrozada y arrumbada en un rincón, y no nos importó demasiado.
No sé exactamente qué es lo que me llamó la atención. Lo he olvidado. Quizás fuera un anuncio con un diseño especialmente original, o un resultado deportivo en un periódico, o las curvas de una mujer, no lo sé. Durante un segundo, mi atención se desvió del niño, y después solamente noté un súbito temblor por todo mi cuerpo, y mi mano vacía de la suya, y cuando me giré ya sólo vi su pequeño cuerpecito bamboleándose hipnotizado hacia las luces y los sonidos metálicos, ensordecedores, que irrumpían en el andén.
Un grupo de adolescentes pasa por mi lado, estridente, vociferante, restallante de arrogancia y chulería. Me miran, hacen algún comentario entre ellos, a mí me parecen más estúpidos que los jóvenes de mi época, pero es posible que no sea así, y alguien como yo pensara lo mismo de mi grupo de amigos hace tiempo. Uno acaba mitificando ciertos recuerdos, y aún las tonterías de su adolescencia acaban cubiertas de una romántica (y falsa) pátina. Una ajada sonrisa acudió a mi rostro cuando, de forma súbita, el banco donde estaba sentado desapareció, volvió a surgir el “montículo”, nuestro punto de reunión y partida, un simple mojón de tierra cuyo único fin era soportar un poste de la luz, y me vi aterido de frío bajo la lluvia (pero entonces no me importaba) observando cómo el plomo derretido burbujeaba en viejas latas, listo para volcarlo en los toscos moldes que esculpíamos en yeso, cruces, puntas de flecha, colgantes que luego lucíamos con orgullo hasta que nos daba por otra cosa. No me doy cuenta, pero cada vez más hablo en voz alta, o más bien mis pensamientos escapan sibilantes por entre mis dientes, hubo un tiempo que repetir mis pensamientos en voz alta me ayudaba a repeler los fantasmas, a sacar por unos breves instantes de mi mente los sonidos, las caras, los olores de aquella fracción de segundo en que mi vida quedó atrapada, manoteando inútilmente el aire en busca de la mano del niño, de mi hijo, pero ya nada me ayuda, solamente el vino me aturde un poco, me he convertido en una esponja que absorbe alcohol y exuda los últimos restos de su cordura.
Aún estoy vivo, dolorosa, punzantemente vivo. Aún puedo notar las lágrimas filtrándose entre los pelos de mi sucia barba. Aún tiembla mi mano cuando alzo la botella, todavía no he logrado dejarme ir del todo inerme, vacío, insensible, pero todo llegará, porque he vuelto a mi ciudad, si es que alguna vez conseguí marcharme, y “el guarrillo”, el señor Juan, dejó un puesto libre para mí.
Cornellá de Llobregat, 14 de abril de 2003
A mi hijo Mario Prófumo Moreno, lo más decente que he hecho en mi vida.
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