Sin duda alguna, el personaje de don Juan Tenorio ha sido y es uno de los más llamativos y más estudiados, no sólo literariamente sino también, por ejemplo, en cuanto a su psicología (hay un estudio de Marañón bastante interesante: para llamar su atención sobre esta obra del médico, les diré que dice que es homosexual; el título no lo comento porque, como supongo prevén, no me acuerdo).
Es más que meritorio que Zorrilla consiguiese que su personaje alcanzase la cima que ha logrado. Autores como Tirso de Molina (posible origen), Molière, Unamuno, etc. no consiguieron llevar al mismo extremo lo que este dramaturgo sí: la teatralidad. Don Juan piensa, siente, habla, escribe, vive… teatralmente. Esto es lo que ha hecho que la obra se represente tantas y tantas veces. Su tradicional aparición el Día de los Difuntos se debe probablemente a un intento moralizador, para mostrarnos qué ocurre cuando jugamos con lo que no debemos.
Este drama, que debemos encasillar en el movimiento romántico, está dividido en dos partes y cinco años, es decir, ambas partes transcurren en una noche existiendo una diferencia de cinco años entre una y otra (una de las características del drama romántico es la ruptura con las reglas neoclásicas). La acción es dinámica, concentrada en las noches, sin vacío escénico, sin dejarnos respirar, apoyándose la acción y el personaje.
En la primera parte, dividida en cuatro actos, encontramos las aventuras donjuanescas uniendo el pasado italiano con el presente de don Luis Mejía y una nueva apuesta, que ganará. La preparación del rapto de doña Inés, símbolo de virtud e inocencia (quizá tomó Torrente Ballester para uno de sus personajes el nombre de Inés de aquí en Los gozos y las sombras) y su consumación y triunfo viniendo los enfrentamientos en los que triunfa y la transformación interior por caer enamorado perdídamente.
El paréntesis entre ambas partes tiene una clara función, como no, dramática y teatral: en primer lugar se puede justificar el cambio de escena, ahora viajamos a un cementerio de muertos bien relleno que impida el respirar (como diría Espronceda), en segundo y último lugar somos testigos de que el amor que siente es capaz de vencer al tiempo, uno de los más grandes adversarios.
El héroe romántico se enfrenta a todo y a todos, su yo es enaltecido y busca la libertad. Si en la primera parte tal enfrentamiento se produce con la sociedad, con la moral y con la religión, en esta segunda (dividida en tres actos) lo hará con su conciencia, con los muertos y con, por supuesto, Dios. Digo por supuesto porque el Romanticismo “adorará” a Lucifer o a Prometeo (bastante relacionados ambos); su grito de guerra será el “Non serviam”, el no te serviré porque, demonio o ángel caído es preferible a no ser libre, puede que me equivoque pero quiero poder hacerlo. Prometeo, recordemos, es el Titán que se enfrenta a los dioses y entrega el fuego a los hombres, les da la sabiduría y la libertad, y los dioses lo castigan por ello. Esto será una constante, al igual que el resultado: si nos enfrentamos a Dios, a los dioses o a la sociedad perderemos, la lucha es desigual y fracasaremos pero no importa porque lo que perseguimos es ser libres y somos derrotados en libertad.
Mientras que el ritmo en la primera es vertiginoso, en la segunda es mucho más pausado. El orden de la obra, el orden del mundo, no lo impone ningún rey ni ningún dios, sino que viene del interior, de la conciencia.
Don Juan se salva por intercesión de doña Inés y de su arrepentimiento en el último instante, cuando su vida y su tiempo están acabando, y levanta su mano libre de la estatua del Comendador hincado de rodillas al cielo. La piedad de Dios es demasiado grande para condenarlo; su arrepentimiento y el amor de y para doña Inés, son decisivos para conseguir que no se condene, aunque quizá no tanto como el Don Giovanni de Mozart..
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