Todo empezó como un juego. Él trabajaba en mi empresa en un puesto de relativa responsabilidad, el tipo de cargo que podía ponernos en el mismo nivel sin que ambos dependiéramos el uno del otro en nuestro trabajo diario, aunque nos cruzábamos con frecuencia por la oficina. Nuestros despachos estaban en el mismo pasillo, y por el tipo de labores que solíamos llevar a cabo era algo muy frecuente el tener que consultarnos algún asunto concreto, pedir consejo, información, algún expediente difícil de ubicar. Era más joven que yo, el típico aspirante a ejecutivo con un expediente brillante, lleno de futuro. Por el tipo de carácter que solía mostrar pudimos conectar rápidamente. Yo llevaba un tiempo en la empresa cuando él entró, y me hice cargo de enseñarle los rincones, las rutinas, las normas no escritas que guiaban la estructura de nuestra pequeña sociedad. Enseguida sentí una fuerte atracción física por él; contaba con
gran parte de los rasgos que me gustan en un hombre: moreno, delgado, algo más bajo que yo, sensible, firme pero al descubierto, como un ligero muro al aire libre, sin techo, de bordes desgastados pero aún duros. Apreciaba su porosidad, e intentaba prolongar los momentos en que, aprovechando un descanso para el café, conversábamos sobre los aspectos más mundanos de la vida en la oficina, la vida que poco a poco y gracias a mi ayuda iba siendo ya su propia vida, su propio marco. Yo le miraba fijamente a los ojos con una sonrisa, transmitiendo confianza, deseando llenar con mi agua todos los pequeños huecos que podía percibir en él, microsurcos con los que ir creando ríos y afluentes que empaparan su roca, impregnándole, penetrando en su interior hasta gozar del placer de horadar una cueva que fuera mía, de los dos, en su cuerpo. Podía notar cómo iba ganando confianza en mí, cómo prefería mi compañía a la de
otros. Aunque fuera de la oficina no éramos más que compañeros, sin opción a formar una amistad, dentro de aquellas paredes, y de ocho a tres, él y yo compartimos una intimidad excluyente, un secreto que fue creciendo hasta que resultó inútil expresarlo con palabras. Era un juego, yo lo empecé; él lo inició queriendo. Nunca hicimos nada que fuera irreparable, nunca hicimos el amor, al menos usando nuestros cuerpos. Utilizaba cualquier pretexto para acercarme hasta su asiento y, acercando mi pecho a su nuca inalterable, tocaba su hombro mientras preguntaba algo, apretando su carne con mis dedos, expulsando el aire de mis labios lentamente, sin mirarnos, jugando con el timbre de mi voz. Él respondía a mi
pregunta sin girarse, diciéndomelo todo con la voz, no con las palabras, interpretando mis deseos con un violín invisible, todo vibración. El momento se estiraba hasta que la tensión amenazaba con romper la cuerda; era entonces cuando me incorporaba y volvía a mi despacho, disfrutando cada segundo de ese breve recorrido de apenas unos metros, aferrado a la moqueta, sin flotar, sabiendo que él estaba detrás mío, siempre a un paso de distancia. Nunca lo hacíamos cara a cara, nuestros ojos rara vez llegaban a encontrarse . Podíamos estar frente al mueble del café, junto a los armarios archivadores, en la puerta de la sala de reuniones, yo alargaba mi mano y la mecía hasta rozar sus nudillos, su cadera, su espalda, jamás la punta de sus dedos. Notaba su respiración como el vapor de un tren a punto de partir, y la mía como un huracán congelado, anhelante. Yo sabía que él deseaba esos momentos, él sabía que solo tenían sentido si llegaban cuando los otros estaban cerca, observando, porque su ignorancia era nuestro único conocimiento, un tesoro inestimable. A medida que pasaban los meses, fuimos alargando nuestro juego, llegando más lejos, más profundo, nadando sin usar los brazos o las piernas, con la simple fuerza motriz de nuestra columna vertebral. Nos amábamos, y empezamos a ser peces de aquel mar. He dicho que nos
amábamos; y era verdad: yo me amaba, y él se amaba, aquellos momentos fugaces y eternos eran capaces de enamorarnos. No podíamos ir más allá de la sorpresa de habernos encontrado. Nunca fuimos más allá, aunque yo no dejaba de buscarlo. Me cansa enumerar sus circunstancias , pero están ahí: los comentarios machistas, las frases vulgares sobre chicas, novias, ligues, deportes, partidas de cartas, coches grandes, un palacio masculino de total normalidad. Un palacio de cristal que yo pulía, sí, lo pulía, y también lo adornaba, usando mis palabras para hacerlo brillar como algo auténtico. A los ojos del resto, éramos dos compañeros perfectos, nos gustaban los mismos chistes, las mismas mujeres, los mismos trajes italianos. Por la espalda, y en paréntesis, bailábamos un vals de caricias y matices. Recuerdo el verano, traspasar con mi mano los límites de la abertura de su camisa, y tocar su pezón, cálido y endurecido, ver con la
piel de mis falanges el brillo perlado y natural de aquel sudor, expandiéndose, contrayéndose, dando vida y regando mis labios, aun estando a una distancia insalvable, algo más de un metro. Nada llegaba a
nuestras caras, nadie podía leer qué pasaba en nuestro pecho, yo admiraba el resultado en él cuando me giraba y le veía seguir con su trabajo, podía seguir con la punta de mis zapatos su ritmo, que era el mío,
el ritmo que había instaurado con mi roce, mi presencia, un ritmo que se perdía cuando el aire acondicionado esparcía mi olor, cuando yo volvía a ser para él un sujeto, ajeno, externo a él. Me gustaba controlar su devoción, él siempre me dejaba hacer y yo elegía cuándo y dónde volveríamos a ser uno, cuándo y cómo nos fundiríamos durante unos instantes, cuándo alejarme y volver a la realidad. Su consentimiento era mi más preciada posesión, aquellos días. Y entonces, hicimos aquel viaje de negocios…
Compartiríamos la misma habitación de hotel, camas paralelas, todo un misterio. Reuniones, almuerzos, entonces sí nos atrevimos a mirarnos, con pudor, con miedo: ambos sabíamos, queríamos, temíamos, desconocíamos por completo. Esa tarde fuimos a la sauna del hotel junto al resto de compañeros; entre juegos, algunos probaban a quitarse la toalla, jugando, riendo, retorciéndose de placer infantil. Cuando uno de ellos propuso dejarle desnudo también a él, a Él, yo aproveché las circunstancias y robe la toalla, posando la palma de mis manos en sus muslos, notando el calor de su cuerpo, el vapor. En aquel instante su amor parecía totalmente inasible, escurridizo, se escapaba de mi abrazo como un salmón que remonta la corriente. Sentí que solo podría obtener su cuerpo, aún; o que su cuerpo era todo el amor que su alma era capaz de ofrecer. Mientras los otros se tiraban la toalla, eufóricos, yo miraba aquel cuerpo , interpretando las pistas que él me había estado dando hasta ahora, en una confesión postergada y lacerante: era inocente todavía, impoluto, virgen, jamás tocado por nadie. No sabía si de él emanaba un grito de auxilio o un susurro cómplice de gratitud. Esperé, recordé aquel cuerpo y esperé un
poco. Hasta esa noche. Cansados, nos desvestimos de espaldas, sin mirarnos. Yo apagué la luz, y el se tendió en su cama sobre las sábanas de raso. Hacía calor. Esa noche en particular, hacía calor, aunque no lo suficiente como para dormir encima de las sábanas. Yo le imité. Ambos vestíamos tan solo nuestra ropa interior. Hablamos; le dije cosas que no recuerdo, cosas que nunca pronuncié. Hablamos de él, sin llegar a hacerlo realmente. En voz baja, en silencio, abriendo los labios como telones de una representación sacramental. Hablamos, es decir, hablé. No imagino a nadie que pueda escuchar como él lo hacía. Escuchaba. Latente, casi dormido. Tocaba su oreja, los bordes, el lóbulo, prolongando el tacto por el cuello, su cabello por momentos. Seguí bajando, hipnótico; yo era el verdadero hipnotizado. Seguí bajando, recorrí la llanura de su espalda, su curva, su danza, seguí bajando hasta el final. Penetré en el lecho de la tela, su prenda interior, toqué su nalga, sus nalgas, las compuse con mi tacto, posando la mano sobre ellas. Era regresar a un lecho materno, lleno de instinto. Ignoro si él dormía ya, creo que no. Prefiero creer que no, aunque se, puedo afirmar, que él aún estaba despierto, notándome, sabiéndome, aceptándome, temblándome. Esa fue mi cumbre, mi gran logro, mi conquista, el punto álgido de todo ese amor inasequible. La noche fue de un blanco radiante y apagado, vibrando en stacatto con la oscuridad. Monocorde, improrrogable. Perfecta, al menos. Días después, ya de vuelta en el trabajo, le confesé todo. Todo. Él no quiso confundirme; dijo "no", aunque yo no hubiera formulado ninguna propuesta, ninguna pregunta, nada le había pedido. Pero todo él se hizo "no". Entendí al momento, era lógico. Había pasado. Deje de acercarme, de tocarle, hablábamos lo justo y necesario. Todo era injusto. Nada era necesario. Unos años más tarde me llamo, quería verme, hablar conmigo. Paso a recogerme con el coche. Su
historia: una chica estaba loca por él, deseando amar, se abalanzaba. Todo a favor, y en contra, la casa de los padres estaba vacía y podían intimar, tocarse, amarse, follar. Él no podía follar. No pudo follar. Estaba
tan confuso, nunca destrozado. Quería mi consejo, unas palabras. A mí no me quedaban más palabras para él, así que repetí otras, algunas. Pero seguía diciendo que no quería nada de los hombres, nada más que amistad. Una amistad. Quería retomarlo, ser amigos. Yo no podía; ni siquiera podía decirle que no podía. Mentí. No me arrepiento. Todo y nada era justo y necesario. Nos despedimos, estábamos ya cerca de mi casa. Nos besamos, en la cara, un acto apropiado. No ví ningún sentido. Nunca tuve lo pasado más lejano. Afuera llovía. Eché a correr y volví a verme flotar con los pies en el asfalto empapado, goteante, irregular, tan despacio como el aire y mis pestañas me dejaban. Tan solo logré mirar atrás una vez… Nunca más volví a verle.
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