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La llama de una vela

<p>Sent&iacute;a un inmenso rechazo hacia los fil&oacute;sofos, no soportaba sus dudas y mucho menos sus ansias de saber. Estaba convencido de que no eran m&aacute;s que bobos enloquecidos, v&iacute;ctimas de una enajenaci&oacute;n terriblemente contagiosa que se propagaba por culpa de los incautos. Asquerosos bichos, polillas que surg&iacute;an de la oscuridad para alimentarse de cualquier foco de luz que emitiese calor.</p>
<p>Hab&iacute;a descubierto la manera de evitarlos, pero ya nadie deseaba escapar de una epidemia que iba devorando los sentidos. Por eso lo hab&iacute;an encerrado, priv&aacute;ndolo de la libertad necesaria con la que poder demostrar la raz&oacute;n que le negaban. </p>
<p>Le dec&iacute;an que s&oacute;lo intentaban ayudarlo, pero no era tan est&uacute;pido, hab&iacute;a o&iacute;do con toda nitidez la sentencia del juez. </p>
<p><em>?Le condeno a 5 a&ntilde;os y un d&iacute;a de c&aacute;rcel…? </em></p>
<p>Despu&eacute;s, la apelaci&oacute;n cambi&oacute; la c&aacute;rcel por el hospital psiqui&aacute;trico. Pero continuaba siendo una prisi&oacute;n, lo hab&iacute;an condenado; nada de internarlo para prestarle ayuda, como aquellos animales de bata blanca se empe&ntilde;aban en explicar. No se trataba de una cura, claro que no. Viv&iacute;a encerrado entre cuatro paredes pintadas de cal, un cuchitril de ocho metros cuadrados, enmohecido y amarillento, que apestaba a sudor y ro&ntilde;a. All&iacute; dorm&iacute;a, com&iacute;a y vegetaba aislado del mundo. Salvo las habituales visitas a un retrete hediondo, sepultado por la mierda y los meos de todo un manicomio, no le permit&iacute;an salir a ninguna otra parte. Tampoco recib&iacute;a visitas, excepto la del bruto de turno, que ven&iacute;a todas las ma&ntilde;anas a inyectarle la correspondiente dosis de locura que repart&iacute;an entre los infelices del hospital. Aquel era el &uacute;nico contacto diario con las personas, el pinchazo de un inyectable que le inoculaba un l&iacute;quido que le abrasaba las nalgas. </p>
<p>Una vez al mes tambi&eacute;n ten&iacute;a revisi&oacute;n m&eacute;dica. Un viejo carcamal, que se hac&iacute;a llamar doctor, ven&iacute;a a su pocilga y se esforzaba por mantener lo que supuestamente deber&iacute;a de ser una charla amistosa. Las primeras veces que lo vio le provoc&oacute; arcadas, le causaba tal repulsa que no pod&iacute;a evitar una intensa sensaci&oacute;n de mareo. Nunca supo explicarse aquellas n&aacute;useas, puesto que la apariencia f&iacute;sica del m&eacute;dico no incitaba por s&iacute; misma semejante animadversi&oacute;n. Sin duda, los motivos habr&iacute;a que buscarlos en otro sitio; tal vez en la irritante amabilidad e infinita comprensi&oacute;n que mostraba cuando le hablaba. No soportaba aquella familiaridad, sobre todo expresada desde una situaci&oacute;n de prepotencia, lo violentaba tanta hipocres&iacute;a. En los momentos de m&aacute;s tensi&oacute;n lleg&oacute; a insultarlo directamente a la cara, pero jam&aacute;s logr&oacute; que aquel viejo psiquiatra reaccionara. Su rostro de piedra se manten&iacute;a impasible, dedic&aacute;ndole el mismo gesto de amistad, fr&iacute;a y enlatada, una y otra vez. Tampoco era capaz de entrever en la voz se&ntilde;al alguna que delatara las emociones del galeno. </p>
<p>A pesar de todo, poco a poco, se fue dando cuenta de que aquel cuerpo sin alma era la &uacute;nica puerta que ten&iacute;a para alcanzar la libertad. Con el paso de los d&iacute;as su actitud evolucion&oacute; hacia una conducta m&aacute;s pac&iacute;fica y amistosa. El rechazo inicial a la visita del m&eacute;dico se fue transformando en un encuentro cada vez m&aacute;s agradable, tanto que ya esperaba con impaciencia los d&iacute;as de luna nueva. Jornadas que hab&iacute;an acordado mutuamente para continuar con sus charlas de cada mes. </p>
<p>Agradec&iacute;a la confianza que el m&eacute;dico deposit&oacute; en &eacute;l, intentaba portarse lo mejor posible, esforz&aacute;ndose por mantenerla. Su bienestar en aquel lugar hab&iacute;a ido mejorando gracias a la comprensi&oacute;n y generosidad con que lo estaba tratando. Un atisbo de esperanza surgi&oacute; dentro de s&iacute; cuando descubri&oacute; que la ayuda ofrecida por el anciano era sincera. </p>
<p>En aquellas charlas mensuales hab&iacute;an hablado de casi todo, pero m&aacute;s que nada, del motivo por el que estaba ingresado en el hospital, de su necesidad de provocar grandes incendios en las noches oscuras y sin luna, de la condena que le hab&iacute;an impuesto por pir&oacute;mano. Fue en una de ellas donde dijo que no soportaba que encerraran el fuego en una botella de cristal. El fuego, aparte de alumbrar en la noche, tambi&eacute;n asustaba y alejaba a las bestias y alima&ntilde;as. Raz&oacute;n por la que cre&iacute;a que no se deb&iacute;a de iluminar la oscuridad sin una hoguera con la que protegerse. Aquel mismo d&iacute;a le retiraron la bombilla de la habitaci&oacute;n y la noche lo escondi&oacute; en la m&aacute;s absoluta negrura. </p>
<p>En ese momento fue cuando comprendi&oacute; que el m&eacute;dico lo escuchaba, cuando not&oacute; dentro de s&iacute; el primer chispazo de luz que iluminaba el t&uacute;nel de su condena. A los primeros indicios de comunicaci&oacute;n y comprensi&oacute;n entre ellos, siguieron otros cada vez m&aacute;s evidentes y esperanzadores. </p>
<p>De la primera habitaci&oacute;n, cerrada y sin un m&iacute;sero ventanuco, no mucho m&aacute;s larga que el ancho de un pasillo, lo cambiaron a la actual. &Eacute;sta, a pesar de que continuaba siendo una pocilga, se pod&iacute;a considerar una suite si se comparaba con la anterior. La raz&oacute;n principal del cambio, seg&uacute;n le dijeron, fue la falta de luz. Sin bombilla, su primer cuarto parec&iacute;a el corredor del infierno, no era extra&ntilde;o que se asustaran todos los que necesitaban ir all&iacute;. </p>
<p>Eso le permiti&oacute; disponer de una ventana, con cristales trasparentes en sus dos hojas, que las pod&iacute;a abrir de par en par. Un verdadero tesoro. Y lo m&aacute;s importante, era una ventana sin trampas, sin verjas, ni la sombra de un s&oacute;lo barrote cuestionaba su confianza. En lo m&aacute;s profundo de aquel viejo carcamal, por muy impenetrable que fuera su rostro, hab&iacute;a indicios de afecto, de sentimientos, de un coraz&oacute;n que reconoc&iacute;a la sabidur&iacute;a de sus actos incendiarios. </p>
<p>Su bienestar hab&iacute;a ido mejorando gracias al ventanal y al psiquiatra que lo atend&iacute;a. El d&iacute;a y la noche se asomaban a su cuarto, consigo tra&iacute;an las vistas, los aromas y bullicios del exterior. Un r&iacute;o cercano le dejaba rumores a su paso. Los animales sin cadenas le transmit&iacute;an su libertad. El sol y la lluvia, por s&iacute; solos, ya supon&iacute;an la mayor de las fortunas. Fuese privilegio, o necesidad, eso le daba lo mismo; el contacto con la vida, aunque s&oacute;lo fuera a trav&eacute;s de un agujero, le resultaba imprescindible. Pero, de todos, el tesoro m&aacute;s apreciado, era la vela que el m&eacute;dico hab&iacute;a accedido a traerle el d&iacute;a de la visita. Desde entonces, todas las noches de luna nueva abr&iacute;a la ventana y dejaba una vela encendida para cazar a los fil&oacute;sofos que se disfrazaban de polillas.

José Antón Contributor

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