I
Al amanecer, la sangre de las amapolas se derrama sobre mi cuerpo exhausto que acaba de iniciar otro pesado peregrinaje. Mi cuerpo, lejos de la voluptuosidad de otros años, se despereza de manera infrahumana, no con el amor de tiempo atrás sino con el apremio de la vida constante. Las largas horas de otrora se convierten en breves pero implacables momentos que destrozan mis entrañas sin ni siquiera tener los escrúpulos de pedirme la venia. Y es que la vida va pasando.
II
Una lágrima cae por mi mejilla, lentamente, en silencio, casi imperceptible. Se desliza creando un camino por si existe una en el futuro próximo, una nueva acompañante signo inequívoco del dolor que siento. Su presencia no me es ajena, sin embargo no puedo siquiera despedirla, no soy capaz de darle un digno adiós. Ella, altanera, sigue su senda como yo nunca supe continuar la mía, con inquina me señala mostrando mi fracaso. Se regodea en mi barbilla, contorsionándose, jugando con un pudo ser y no fue, riendo en una danza macabra que anuncia un final, y cae, lentamente, en silencio, de manera casi imperceptible, como si no tuviese importancia a pesar de que su sola presencia sea signo inequívoco de mi fracaso.
Y yo me pongo en pié, lentamente, en silencio, con un movimiento casi imperceptible, esperando caer pronto, sin senda a seguir, sin futuro, sin que me importe ya nada.
III
Y llegó a la nada y se dió cuenta de que era la media naranja del vacío de su corazón, y allí se quedó.
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