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El hombre

<strong>I </strong></p>
<p>El hombre no se llama de ning&uacute;n modo particular. Tampoco tiene una edad definida. A veces parece atrapado en el tiempo y otras correr veloz casi paralelamente hasta alcanzarlo, hasta verse como cualquier otro. El hombre lleva las manos empu&ntilde;adas dentro de su abrigo porque le gusta y porque lo odia. Ni &eacute;l mismo parece entenderlo. Pero todo lo que rodea al hombre, de cierta forma no es absolutamente verdad. </p>
<p>Cuando se sienta en una silla prueba hacer sistem&aacute;ticamente cinco movimientos. Saca las manos de sus bolsillos, estira sus dedos, desabotona su abrigo, cruza las piernas y tose. No una ni dos veces. Diez veces seguidas en sonidos ahogados y molestos. Cuando el hombre se dispone a observar por primera vez a su alrededor, comienza asegur&aacute;ndose que nadie lo mire, luego se concentra en algo, cualquier cosa, ni siquiera es necesario que le llame la atenci&oacute;n, y comienza a contar mentalmente quince minutos para averiguar c&oacute;mo conseguirlo. A veces ese algo es alguien. La idea es que est&eacute; fijo para diseccionarlo visualmente y conseguirlo despu&eacute;s. </p>
<p>Entonces el hombre estira su mano izquierda hasta alcanzar su cabeza, mueve sus dedos y se peina. M&aacute;s bien mueve de direcci&oacute;n su pelo hasta dejarlo finalmente como estaba en un principio. Traza tres estrategias, o m&aacute;s, si el &aacute;nimo de ese d&iacute;a particular lo permite. La primera es siempre desechada por imposible. La segunda es segura con s&oacute;lo la mitad de probabilidades. La tercera es la con menos errores, o ninguno, si su mente est&aacute; m&aacute;s clara y perspicaz que otros d&iacute;as de la semana. Los mi&eacute;rcoles siempre consigue lo mejor. El hombre no sabe por qu&eacute;, pero he ah&iacute; la demostraci&oacute;n emp&iacute;rica de su procedimiento. Hoy es mi&eacute;rcoles. Cruzando la calle en un &aacute;ngulo de cuarenta y cinco grados a la derecha de donde est&aacute; sentado, el borde de un vestido negro sobre un tel&oacute;n rojo se comienza a mover. </p>
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<p align=»center»><strong>II </strong></p>
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<p>El abrigo ya est&aacute; puesto. Incluso las tres piedras en su bolsillo derecho que insist&iacute;a en hacer girar con sus dedos. Treinta escalones con dos descansos, la puerta de vidrio y la calle. No habr&iacute;a trazos directos ni un seguimiento obvio. S&oacute;lo se trataba de caminar a cierta distancia sin perderla de vista, esperar que se detuviera m&aacute;s de diez segundos en alguna parte y procurar un &aacute;ngulo limpio. Entonces sacar&iacute;a una de las tres piedras y la lanzar&iacute;a directo a su cabeza para que cayera al suelo. La idea era un golpe certero que le impidiera seguir caminando por algunos minutos. Minutos que &eacute;l aprovechar&iacute;a para pasar a su lado, robarle sus cosas y caminar r&aacute;pidamente hasta perderse. </p>
<p>Leer&iacute;a en sus papeles de qui&eacute;n se trataba, dejar&iacute;a pasar unas horas y luego la llamar&iacute;a para entreg&aacute;rselo. Encuentro casual en plena calle, argumentar&iacute;a. S&oacute;lo un buen hombre entregando lo que no era suyo. Evitar&iacute;a m&aacute;s preguntas y le propondr&iacute;a una direcci&oacute;n, su direcci&oacute;n. A las nueve de la noche ella aparecer&iacute;a en su puerta. Las piedras nuevamente girar&iacute;an en su bolsillo mientras ella se sienta en alguna parte y lo espera. Cinco minutos, diez, quince; depender&aacute; de su &aacute;nimo. Hablamos de la noche del mi&eacute;rcoles y su &aacute;nimo lo har&aacute; jugar con la ansiedad de ambos. </p>
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<p align=»center»><strong>III </strong></p>
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<p>La mujer sabe muy bien d&oacute;nde se dirige. Ha pasado por ah&iacute; demasiadas veces. Una casa con puerta de vidrio y un balc&oacute;n. Miedo exactamente no tiene, pero debe recuperar sus papeles. La figura del hombre a trav&eacute;s del vidrio comienza a aparecer frente a ella hasta que s&oacute;lo cincuenta cent&iacute;metros los separan. Tras &eacute;l sube las escaleras y llega a la habitaci&oacute;n del balc&oacute;n. Los papeles est&aacute;n sobre la mesa. Si estirara un poco su mano, los alcanzar&iacute;a y saldr&iacute;a en un instante por donde entr&oacute;. No habr&iacute;a conversaci&oacute;n, pre&aacute;mbulos ni el vino que se asoma comenzar&iacute;a a llenar dos de las cuatro copas sobre el mantel. Pero no estir&oacute; su mano. Gran error. </p>
<p>La primera copa se termina despu&eacute;s de devorarla lentamente, a sorbos. A&uacute;n el hombre no habla de los papeles ni hace el adem&aacute;n de entreg&aacute;rselos, s&oacute;lo se acomoda en la silla haciendo movimientos en secuencia. Cinco para ser exactos. No habla. Ella tampoco. Desde donde est&aacute; sentado mira fijamente el ventanal abierto y el balc&oacute;n. Ella tambi&eacute;n. Cuando la mano femenina se acerca a la segunda copa, el hombre se levanta, se acerca, se inclina, le toma el borde del vestido y tira hasta que ella inm&oacute;vil en el suelo. No logra arrancar un pedazo, pero insiste. Ella toma la copa y se la tira, pero da de lleno en la pared. Se arrastra por el piso hasta la mesa para alcanzar otra, pero el mantel se enreda en sus zapatos y todo sobre la mesa se rompe en pedazos al caer. Toma la de &eacute;l y nuevamente no acierta. El hombre la rodea, la persigue sigilosamente, en forma lenta, con seguridad. Ella s&oacute;lo evita ponerse de pie; el suelo parece una superficie m&aacute;s segura, al menos hasta ese momento. Los segundos corren y s&oacute;lo se escucha al hombre re&iacute;r. No una risa estruendosa, m&aacute;s bien un sonido apagado que se mezcla con la garganta y que parece esfumarse dentro de sus pulmones. El viento golpea las cortinas y el borde de su vestido contra sus piernas hasta que &eacute;ste ya no est&aacute; m&aacute;s sobre ella. El hombre logra arranc&aacute;rselo completamente y rasgarlo frente a sus narices. </p>
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<p align=»center»><strong>IV </strong></p>
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<p>La mujer est&aacute; aturdida por los golpes y las amarras. Quiz&aacute;s un peque&ntilde;o porcentaje de su cerebro recordar&aacute; ciertos detalles m&aacute;s adelante, no lo sabe, pero lo que ahora ve es una habitaci&oacute;n que da a un balc&oacute;n, a un hombre sentado en una silla estirando su mano izquierda, moviendo sus dedos y pein&aacute;ndose; m&aacute;s bien moviendo de direcci&oacute;n su pelo hasta dejarlo finalmente como al principio. Un hombre enfocando sus ojos hacia alg&uacute;n punto mientras su cabeza divaga en la forma de conseguirlo. A veces ese algo es alguien. A veces ese alguien son algunas. Tres mujeres muertas exactamente en la misma posici&oacute;n en que est&aacute; ella se dejan ver apenas tras una puerta. </p>
<p>El hombre se levanta, saca un rev&oacute;lver del caj&oacute;n y le apunta directo a la cabeza. Lo vuelve a guardar, baja las escaleras, abre la puerta de vidrio y pone otra vez los pies sobre la calle en direcci&oacute;n a alguien. Lleva las manos empu&ntilde;adas dentro de su abrigo porque le gusta y porque lo odia. Ni &eacute;l mismo parece entenderlo. Pero todo lo que rodea al hombre, de cierta forma no es absolutamente verdad. </p>
<p>El hombre en ning&uacute;n momento ha sacado su trasero de la silla ni ha dejado de fijar sus pupilas en un punto detr&aacute;s de la ventana. Nada ha ocurrido realmente. Ni muertes, amarras, castraciones o papeles que no le pertenecen. Los movimientos empiezan. Entonces saca las manos de sus bolsillos, desabotona su abrigo, cruza las piernas y tose. No una ni dos veces, sino diez veces seguidas en sonidos ahogados y molestos. El sexto es la quietud y dejar pasar l&uacute;gubremente las horas hasta que no pueda ni siquiera mirar qu&eacute; hay detr&aacute;s del vidrio o decida fijarse en el balc&oacute;n que le antecede y saltar.

Carolina Moro Contributor

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