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El Corral del Carbón

Los caballos relinchan en las cercanías, su negro azabache tiembla en espera de los mejores jinetes del Reino los cuales acuden presurosos, bien para vigilar los campos de la Vega y evitar cualquier peligro inesperado, bien para hacer una incursión, rápida y cruenta, a las zonas más próximas del enemigo. Los pura sangre árabes erigen su mirada a un horizonte púrpura de sangre vertida en tantas y tantas luchas, en tantas y tantas batallas, en demasiadas rebeliones. Los jinetes del cuerpo de caballería abandonan su cuartel y vivienda, amenazantes, como no puede ser de otra forma en este siglo XIV en el que se abraza el gran esplendor de la cultura musulmana con el lento avance de las tropas cristianas. Saben que son temidos, que su veloz ataque produce pánico a los cristianos los cuales, en un abrir y cerrar de ojos, se encuentran derribados y heridos, se ven sobrepasados por los hambrientos por defender su tierra, embellecida a fuerza de amor y espada. Los mejores alarifes, los mismos encargados de las mejores salas y patios de la Alhambra , envolvieron a estos valerosos hombres, a estos luchadores de raza, en lo que hoy conocemos como el Corral del Carbón.
Aunque quizá, al atravesar su gran puerta, podamos descubrir todavía el aroma a grano de esta “Alhóndiga Gigida» o Nueva que, en un principio, perteneció a las reinas moras granadinas y que luego fue destinada a almacén. Contrasta su belleza exterior con la simpleza interior. En la época de su construcción esta zona comprendía la Medina o núcleo principal de la ciudad de Granada, junto al floreciente centro comercial que constituía la Alcaicería , de la que estaba separada por el río Darro y comunicada a través de la Alcántara Gigida , uno de los trece puentes que habáa sobre el río Darro desde el Paseo de los Tristes hasta su desembocadura en el río Genil.
Su nombre proviene de que, como era usual en las alhóndigas, los comerciantes, en este caso los de carbón, ya en época cristiana, se alojaban también allí esperando los permisos necesarios para proceder a la venta de la materia, cerca del lugar donde se encontraba el peso para esta materia.
De lo que no cabe la menor duda es de que fue un edificio importante y bien considerado. Los Reyes Católicos, al llegar al paraíso perseguido, lo recibieron con sumo deleite aunque, al poco tiempo, lo donaron a su criado Sancho Arana. Su uso continuó siendo el de almacén hasta que, tras la muerte del sirviente, salió a pública subasta y lo convirtieron en corral de comedias. Cualquier visitante puede revivir las obras fácilmente, escuchar a los actores, observar sus ademanes, revivir el enfado o encanto del público distribuido según su poder. Lo que no podíamos sospechar es que el drama que iba a representar iba a ser protagonizado por el descuido, la atrocidad la incultura, por la mediocridad tan habitual. Las gentes de baja estopa iban a encontrar su alojamiento dentro de su hermoso arco de herradura, junto a los caballos que hallaron su caballeriza en el patio interior.
Al tiempo, la familia Rodríguez Acosta adquirió el lugar pero su deterioro no fue detenido estando incluso a punto de ser derruido para convertirlo en un cine de verano. El Estado lo compró en 1933 encargando su restauración al arquitecto Torres Balbás, salvándose del derribo, permaneciendo entre nosotros hoy en día, escondido tras un callejón, avergonzado de un pasado que recuerda con el rencor de lo que se sabe magnífico y no sabemos apreciar.

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