Corrí la cortina y quise arrepentirme, pero finalmente me puse el abrigo rojo, saqué un paraguas y decidí salir. Esa tarde lo vería. Sabría nuevamente qué se siente estar a su lado y escuchar como mis palpitaciones saltan a un ritmo caótico. Sólo un poco de maquillaje, un anillo negro en el dedo índice, el pelo amarrado informalmente, el sabor de un café cargado en mi boca y su libro en mi bolso. Hay muchas hojas con palabras escritas al margen y párrafos enteros subrayados. Lo hago para destacar ideas que alguna vez ocuparé en algún cuento, alguna novela o algún guión. Mientras ensayo mentalmente mis frases preferidas para mostrarme interesante, cierro la puerta con llave, alineo mis pies y salgo marcando una línea horizontal hacia la esquina. </p>
<p>Somos cerca de veinte personas. Caras embobadas exprimen cada movimiento nervioso del escritor hasta el punto de enmudecer y lanzar juicios sin mayor filtro con la mirada. Él trata de contestar a todo pese a desear arrancar lo más pronto posible de ahí. También pone la mejor cara cuando sin reparos lo adulan descaradamente y posan sus manos sobre sus brazos y su copiosa barba intentando retenerlo. </p>
<p>El escritor lleva al menos una hora sentado enfrente y aún no he podido hacer contacto visual. Me siento petrificada en la silla al tenerlo tan cerca y no atreverme a abrir la boca y decir algo. Habla y fuma sincronizadamente a un ritmo pausado, muevo un par de centímetros la silla y su brazo derecho aparece moviéndose en ascenso hacia la boca para descender enmarcado en una nube de humo que hace menos nítido lo que intento ver y escucho. El escritor menciona el personaje Clara de su novela y lo comienza a justificar al mismo tiempo que descruza sus piernas y se levanta con el cigarrillo en la mano a punto de extinguirse entre sus delgados dedos. Yo también descruzo las mías y me estiro hasta quedar en directa proporción con sus hombros. Queda cuatro segundos en silencio y pregunta si ya me voy. Sus ojos oscuros me están mirando fijo y su barba apunta al cenicero mientras deja la colilla e insiste en la pregunta. No, le digo, voy al baño. Sin esperar alguna frase, dirijo mis pasos rápidos hasta el fondo del pasillo, enciendo la luz y entro. </p>
<p>Sé que el escritor contará algo de sus viajes a España mientras camina hacia la izquierda y la derecha consumiendo lo último de su cajetilla con nerviosismo y ansiedad. Hablará de la mujer que inspiró a su protagonista, y confesará que todos sus personajes son reales, que le cuesta inventar y que prefiere observar lo que ve y escucha para transcribirlo sin que sus verdaderos protagonistas lo sepan. Que rara vez sale a comer con alguien, que las mujeres que han dormido en su cama apenas salen de su vida conociéndolo y que su familia está en alguna parte sin ansiar contactarlo. </p>
<p>Dentro del baño miro nuevamente mi cara en el espejo del baño y me veo más agotada de lo normal. La mujer de mundo capaz de lograr cualquier cosa que se proponga se desvanece como cien gotas de agua resbalando por el piso. El vestido negro me queda bien, igual que mi pelo desordenado y mis botas con taco que golpean rítmicamente todas las partes a las que entro evitando que se escuchen mis preguntas y las frases repetidas que ensayo mentalmente para no aburrir. El vino blanco que tomé hace una hora está atrapado en mi garganta y no quiere bajar al estómago ni subirse a mi cabeza; tampoco quiere darme valor para decirle al escritor la verdad de por qué llegué a esa charla sobre su libro. </p>
<p>Me canso y salgo. Estoy detrás del escritor y avanzo rápido hasta tomar su rostro, girarlo un poco y decirle al oído algo que insiste en no escuchar. Con sus manos quita las mías y las deja inmóviles a la altura de mis caderas. Sólo con mi boca trato de acertar para que escuche y sólo logro decirle la mitad. Me mira enfurecido, tira su cigarrillo al suelo, se deja caer de un golpe en la silla y de su boca sale un sonido difuso y entrecortado. Estoy de pie enfrente y mi cintura reclama por acercarse a su cabeza que sólo flota inerte arriba de su cuello a segundos de sumergirse. Todos en la sala están mudos, atentos a mis movimientos y sólo logro que mis latidos se aceleren más y el vino blanco siga estancado sin llegar a su fin. Finalmente el escritor acerca su aliento a mi rostro y me exige que le diga todo lo que sé. Mi nariz está a la altura de su cuello y mi boca lanza casi susurrando que es demasiado tarde y que ya no vale la pena. Sé que afuera ya no llueve y que el paraguas y el abrigo rojo ya no me sirven. También sé que son más de las nueve de la noche y aún no puedo salir de ahí. </p>
<p>Cinco minutos para la medianoche, y estamos así desde las nueve. Él no se ha sentado desde que salí del baño, me acerqué y obligué salir a todos. Está nervioso pero trata de aparentar lo contrario y tomar un control que nunca antes había visto. El cuerpo rígido, los labios apretados, las manos en los bolsillos y una frialdad que asusta. Saco el décimo cigarrillo, me siento y él hace lo mismo al fin. </p>
<p>Le cuento todo nuevamente, pero invierto el relato; intento mostrar los hechos antes que los motivos, aunque no sé si obtendré los mismos resultados. Se queda en silencio, embobado por el humo de su cuarto cigarrillo consumiéndose entre sus dedos, y yo continúo. Se rasca la cabeza y con sus ojos me exige que no me detenga, que las pausas sean sólo para ordenar la información en mi cabeza y lanzársela con los menos adornos posibles. Trato de hacerlo; trato de aparentar que yo también supe esto hace poco; que esto me sorprende tanto como a él. </p>
<p>¿Y por qué hoy? ¿Por qué precisamente esta noche? No lo sé realmente. Quizás porque me aburrí de esperar, me cansé de mortificarme en silencio por lo que ambos sentimos esa noche y ninguno hasta ahora puede reconocer. Quizás porque esta tarde adiviné que al otro lado del teléfono estabas tú, aunque no hablaras. Tal vez porque descubrí que la protagonista de tu libro era yo, aunque la disfrazaras en cada escena y en cada diálogo. O quizás porque adivino que tras ese control que tratas de aparentar, sólo se esconde la pregunta, la duda sobre qué pasará ahora que no eres mi padre. </p>
<p>¿Por qué tiemblas de esa manera? No creo que tengas miedo, no eres del tipo de los que tienen miedo. ¿Qué pasa entonces? No, no digas nada, ya es un poco tarde para cambiar de opinión. Recuéstate sobre el sofá, quédate quieto y no digas nada, ni siquiera eso que estás pensando; esta noche no tengo ganas de volver a mi casa.
El escritor
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