Me encuentro ante una difícil situación. He de elegir y no se qué debo hacer. Siempre he tenido una relación peculiar con la tortura. Recuerdo la primera vez que ví "Roma, ciudad abierta". Durante la escena de la tortura de los nazis al héroe de la película yo no paraba de reírme, me parecía una escena de lo más irónica por la manera en que estaba rodada, llena de un patetismo esperpéntico, que alcanzaba su cenit en el momento de usar el soplete. Cada grito en la pantalla despertaba en mí la sonrisa, cuando no una sonora carcajada. Siempre he tenido un sentido del humor absurdo, caprichoso, basado en el error incidental y la paradoja semántica. Cuando era pequeño, yo y otros niños encontramos un gorrión agonizante en el parque enfrente de mi casa. No podía volar, y nos miraba abriendo el pico como pidiendo ayuda en el más puro estilo Lillian Gish. Nosotros, en vez de ayudarle, acabamos pateándolo de un lado a otro, escarbando con un palo en su herida abierta en el pecho hasta tocar su corazón. Era pequeño y marrón. Suelo confundir el color rojo con el marrón, no se si se trata de algún tipo de daltonismo. Ahora que lo pienso, creo que lo recuerdo como rojo. Desde aquel día los pájaros me asustan, la simple idea de estar en el mismo cuarto en el que vuela suelto un pajarito escapado de su jaula me aterra. Una de mis grandes fantasías de adolescente fue poder secuestrar y torturar hasta la extenuación a mi madrastra, la segunda esposa de mi padre. Si fuera posible eludir por completo la justicia y realizar el crimen sin sufrir ningún castigo, creo que lo haría, que lo habría hecho. Solía imaginar la escena por las noches, en mi cama, antes de dormirme. Imaginaba cada golpe, cada suplicio, el tiempo que dejaría pasar antes de volver a empezar, dejando que esa persona, la persona que más he odiado en toda mi vida, muriera muy lentamente, hecha un esqueleto viviente, apenas un lienzo entumecido sin alma entre los huesos (habría ardido tiempo atrás en mis manos). Sin ser muy consciente de estos y otros acontecimientos, me enfrenté a la escritura de uno de mis relatos. No voy a extenderme en este punto, porque ese relato aún no ha sido terminado (y dudo que llegue a hacerlo nunca). La cuestión es que llegué a un punto muerto, un callejón sin salida, un bloqueo insalvable que no tenía nada que ver con la inspiración o la prosa. Era más bien resultado de una duda de índole moral. En el relato, la protagonista se veía enfrentada a una difícil decisión, enfrentada a una realidad que jamás habría considerado ni en sueños. Digámoslo así: ella, "dominatrix" sadomaso de profesión, tenía ante sí, atado, amordazado y esposado a su propia cama, al hombre que abusó de ella hacía años. Tiene la oportunidad de vengarse, de hacer con él lo que quisiera, usar toda la violencia a su alcance en un acto de pleno goce difícilmente repetible. En aquella ocasión, ella era una jovencita inocente y apocada, en busca de su primer empleo. Él, perverso ejecutivo al cargo de recursos humanos, no solo rechazó su solicitud como secretaria sino que, amparado por la intimidad del despacho de entrevistas, tomó posesión de su cuerpo blanco y fresco, lamiendo sus pechos y metiendo su encogido pene azulado en su boca sin carmín. Ella mantuvo las marcas en el cuello varios días, y la marca de aquel rostro, aquellas palabras, aquel olor y sabor, aquel ultraje de la voluntad, durante muchos años. De hecho, para siempre, de manera indeleble, hasta ese mismo día. Ahora, él estaba frente a ella, indefenso, entregado en el placer del sufrimiento consentido, esperando una respuesta, un primer golpe. Lo peor para ella es el suplicio de saberse indemne, libre (casi por completo) de circunstancias adversas: él no la había reconocido, gracias al paso del tiempo, a los retoques de silicona (quizás) y, sobre todo, a la peluca rubia y las gafas de sol que siempre usa cuando hace una visita a un cliente, atuendo previo que, durante la sesión, se ve sustituido por el corsé y máscara de látex/cuero negro reglamentarios. Nadie la ha visto llegar (aparentemente), nadie la conoce, tan solo es una de las partes implicadas en una relación comercial de mutuo acuerdo con fines erógenos. Cuando llegue la policía descubrirá un cadáver atado a su propia cama, sin rastros de forcejeo, sin huellas inculpatorias (gracias a sus guantes relucientes). Todo parece apuntar a una sesión de sexo violento que fue demasiado lejos. Aunque no debería, se atreve a pensar que se encuentra ante la posibilidad de un crimen perfecto. Las cuerdas solas bastarían, aunque cuenta con la ayuda de cuchillos, destornilladores, mecheros o incluso tenazas (¿qué hogar moderno carece de todos ellos?). Tan solo falta una cosa: decidirse a hacerlo. Un "sí" voluntario y definitivo. Y ahí es donde vino mi bloqueo de escritor. ¿Debería dejar que lo matara y salirse con la suya o debería buscar otra opción menos obvia, más sintomática y profunda? Salvarlo, darle una lección, quizá ponerse en su lugar y dejarle que rematara la jugada, transformando el dolor y sanando la herida del trauma por el cauce terapéutico del éxtasis sensual. La cosa era más complicada de lo que parecía en un principio. Y había más: ¿por qué había puesto a esa chica en tan tremenda situación?; ¿por qué forzar de manera artificial los acontecimientos, jugando al azar y la justicia poética?; ¿por qué había acabado la pobre ejerciendo ese tipo de trabajo? Decidí hacer una pausa y detenerme a investigar un poco. El mundo del sadomasoquismo siempre me ha llamado mucho la atención; el relato inacabado era la excusa perfecta para adentrarme en ese mundo, probarlo en mis propias carnes. Quizás así sabría qué hacer en nombre de mi personaje, qué movimiento sería el más lógico en su caso, al haber actuado dentro de un contexto similar. Fui de compras a un par de sex-shops especializados, y empecé a navegar por algunos chats temáticos de internet. Después de tontear unos días, decidí pasar a la acción y concretar una cita con alguno de los chatters. Quedamos en mi casa, y yo dispuse todo con mimo para mi "puesta de largo". Yo ejercería de amo, y él (si es que era realmente un hombre, tal como decía) de sirviente. Mientras preparaba mi traje ceñido lleno de metal y correajes y alineaba los diferentes utensilios de castigo, algunas películas venían a mi mente. Esa de Roman Polanski con Sigourney Weaver, "La muerte y la doncella", en la que ella se reencuentra casualmente con su violador-torturador en su casita de madera al pié de los arrecifes y el mar embravecido.¿Qué hizo Sigourney? ¿Lo mató? ¿Muere él por accidente? La respuesta podría ahorrarme mucho tiempo (aún podía cancelar la cita y terminar el relato de una vez por todas), pero no podía recordar, no podía. También recordaba aquella de Joseph Losey con Dirk Bogarde, "El sirviente", algo tan apropiado para la ocasión; aquella película dejó en mí un poso amargo y delicioso, de una perversidad inocua, embriagadora. Lamentablemente, mi situación actual carecía de aquellos matices relevantes. Cuando sonó el timbre del portero automático había olvidado mis motivaciones, mi lógica, mi propio placer inmiscuido en este lío, y me limité a abrir la puerta y seguir el programa establecido por el protocolo de mis fantasmas. Una hora después, ya atrás los preparativos y el tímido arranque, me encontré a mí mismo disfrutando, partícipe y a la vez observador en el vacío de un espectáculo real. Tuve miedo. No, pánico. Pánico escénico. Tuve que parar. He tenido que parar. Lo he dejado tirado en el suelo del salón y he salido, intentando disimular mis temblores. Lo bueno de ser el amo es que no tienes que dar explicaciones. Pero tengo que hacer algo pronto, no puedo dejarlo ahí esperando eternamente. Pronto se levantará y se irá de aquí, supongo. Y yo no quiero que se vaya. Tengo que volver y hacer algo, algo con él, conmigo, o con los dos. Otra vez el bloqueo, pero ahora no puedo apagar el ordenador y hacer otra cosa. Esto es ahora, es real. Estoy aquí, intentando decidir si volver al salón o no, aunque ya sepa de sobra que voy a volver. Voy a volver porque me gusta. Lo que no sé es qué es lo que me gusta en concreto. Miento. Sí lo se. Si cierro los ojos veo su imagen vestida tal y como yo lo estoy ahora, mirándome, desafiándome, haciéndome todo lo que yo le estaba haciendo y más, mucho más. Es una imagen real de mi deseo, que llega hasta mi entrepierna causando una erección casi eléctrica. No se si debo hacerlo, si puedo hacerlo, volver y pedirle que cambiemos los papeles. No sé ubicar exactamente la tortura en todo esto. No sé si al decidir soy libre o, por el contrario, prisionero. Quizás todo es más simple de lo que creo. El tiempo pasa, oigo ruidos al fondo del pasillo.¿Qué hago…?</body>
El problema de la tortura
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