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Los tres personajes

La otra noche, mientras atendía aburrida a un concurso de la televisión, llamaron a mi puerta el caballero Verick, Berundil el enano circense y el Lobo Feroz. Al abrir no supe de quienes se trataban, porque además Verick cubría su rostro con una espesa capa negra que le llegaba hasta los pies.
            – No temáis bella doncella – dijo – pues a pesar de nuestra pendenciera presencia, a su morada llegamos con paz que no con guerra, y sabed que nuestro arduo camino quedará en nada, si su merced nos confirma, que es aquí donde habita, la escribiente que se hace llamar Nicolás Santana.
            Ante una presentación tan solemne a mi me dio por partirme de risa, pero viendo que la cara del can no era precisamente de chiste, corté la carcajada y respondí solemne.
            – La misma que viste y calza.
            – ¡Grande sea vuestra merced! – exclamó Verick, y apartándose la capa y echándola hacia atrás hinco una rodilla en el suelo, el enano le imitó tras una graciosa reverencia y el lobo, como ya estaba sentado, se limitó a inclinar la cabeza.
            – Dama y señora mía – continuó el caballero – es su sola presencia magnánima recompensa, pues viniendo de lejos con el temor de que su nombre solo leyenda fuera, verla hecha carne y no engaño, nuestras penas consuela. ¡Más que no distraiga la emoción a mis modales! Pues no es menester dar por olvidadas las presentaciones, cuando a su morada, sin mensajero, ya brillando la luna acudimos. Sepa que este que a sus pies se postra no es otro que Verick, el caballero más osado, lealmente acompañado por Berundil, el enano deslenguado, que no por mal uso de la sinhueso sino por falta de ella, y el Lobo Feroz, cuyo apellido no hace honor a su noble corazón.
            “Ni su apellido ni su rostro” pensé yo mirando sus afilados colmillos. Luego, viendo que ninguno decía nada más supuse que era mi turno de hablar, pero debido a mi total ignorancia en cuanto a las cortesías caballerescas me limité a formular la más lógica de las preguntas.
            – ¿Qué queréis?.
            – Bien hace su merced en interrogarnos, porque a perturbar nos obliga la necesidad que no el querer, a pesar de que ante tan grato encuentro la obligación se vuelva dicha. Más espero que no sea abuso pedir, antes de exponer el caso, que me de un poco de agua, pues no encontrando en los alrededores si quiera un abrevadero, ya hace tiempo que la lengua más que mojar, lija.
            Tardé un poco en contestar, porque la verdad es que no me apetecía mucho dejarlos entrar, no fueran luego a querer quedarse dentro, pero por otra parte me parecía descortés dejarlos en el pasillo. Finalmente resolví que lo mejor sería dejarlos pasar y acabar con aquello cuanto antes.
            – Vosotros dos podéis entrar – dije señalando al enano y al caballero – pero el chucho se queda fuera.
            Éste, que ya se había puesto en pie y movía felizmente el rabo, soltó un quejido lastimero y volvió a sentarse.
            – Bien comprendo sus temores, señora mía – apuntó Verick – más no permita su razón quedar confundida por los sentidos, pues al Lobo le precede una fama que más que advertir, engaña.
            – Sí, sí… tú dirás lo que quieras – repuse – pero mira lo que le pasó a los siete cabritillos. Mejor que espere fuera. Y vosotros ya podéis ir quitándoos los zapatos que me mancháis la moqueta.
            El enano, que por ir descalzo eran los pies lo que tenía llenos de barro, hizo el pino y entró andando con las manos. El caballero en cambio tardó un buen rato en deshacerse de sus pesadas botas de cuero y cuando lo hizo dejó al descubierto dos pequeños, amarillentos y arrugados pies que me hicieron arrepentirme de haberle hecho descalzarse.
            – Bueno, entonces de qué se trata – pregunté una vez hubieron calmado su sed.
            – Ya presto acudo a exponer el caso, pues no quisiera que mi tardanza torné en impaciencia su paciencia. Sepa que somos nosotros tres personajes de cuento, de novela y de historieta, que nos vemos sin oficio, por natural defunción, de aquellos que además de nacimiento, nos dieron nombre, hazañas y aventuras. Sea esta la razón, sea también la causa, por la que acudimos a su merced en busca de contrato, pues siendo usted de día escritora y de noche poeta, guste quizás de recuperar nuestra dorada gloria, aunque más gusto nos diera, si bajo sus poderes infinitamente doblada se viera.
            Yo, que me había perdido a la mitad por culpa de tan emberresado lenguaje, me quedé mirándole con cara de boba sin saber qué decir.
            – ¿Qué os de yo trabajo? ¿por qué?.
            – He aquí la oferta que después de narrada será demanda. Por todo el mundo es conocida su mano diestra con la pluma, a pesar de que para el ingenio parezca su merced usar la zurda. Aseguran sus lectores, que son tantos como lunas, que en su cuaderno más veloz se crían las arañas que las letras, y que es buena ventura, que de el escribir su sustento no dependa, ya que si ese caso se diere, no conocieran sus muelas de abajo, a sus vecinas las de arriba. Quede así resumido el caso: que siendo su merced un autor sin ideas, y siendo nosotros unas ideas sin autor, es tan evidente como claro, que con esta perfecta unión, nuestra necesidad se hará  virtud.
            Apunto estuve de replicar, porque lo que había dicho Verick de mí no me gustó un pelo, pero entonces me di cuenta que no tenía un simple escrito con el que defenderme, así que me callé un buen rato. Después simplemente pregunté:
            – A ver, ¿qué tenéis para ofrecerme?. (qué queréis que haga con vosotros)
            Fue decirlo y el enano saltó dando palmas, después, andando con una sola mano, se acercó hasta la cocina y, tras coger diferentes frutas y verduras, comenzó a hacer malabares.
            – Es nuestro Berundil – comenzó a decir el caballero – el mejor de los enanos circenses, pues malabarista con las manos y equilibrista con los pies – saltó el susodicho sobre sobre el respaldo de una silla, y apenas apoyado en la delgada superficie, dio un par de volteretas – a la par que asombran sus proezas divierte con su ingenio. Más no crea su merced que son solo feria y distracción sus virtudes, ya que su silencio y discreción, convierten a este bufón, en gran confidente a la vez que espía.
            El enano dio un nuevo salto y cayó al suelo, dando así por terminada la presentación.
            – Pero entonces, ¿no habla nada de nada? – pregunté.
            – Nació sin voz, vuestra merced, jamás dio nadie para ello una razón.
            – Pues mal asunto entonces – repuse – porque un protagonista mudo no me sirve para nada, como mucho podría darle un papel de segundón, aunque no creo que ocupara más de cuatro o cinco líneas.
            Berundil, que aún esperaba en pie, volvió a sentarse cabizbajo, observé entonces que sus grandes orejas, antes rectas y tiesas, caían ahora a los lados en un gesto de congoja.
            – El personaje cuya presencia vuestro temor ha impedido – continuó Verick – es de todos el más antiguo, aunque por ninguno bien querido. Es su aspecto de malvado pesadilla de niños y descuidados, su sola presencia infunde miedo cuando no pavor, y los gran….
            – ¡Venga ya! – exclamé – como que  a los niños de ahora les va a asustar el lobo feroz, si está más que gastado, ese no asustaría ni a una mosca. Además, al final de los cuentos siempre sale mal parado. No, el lobo no me gusta.
            Verick suspiró cansado. Y tras tomar una nueva bocanada de aire dijo:
            – Aunque unidos hayan hecho nuestros pasos el camino, que no corra nuestra suerte el mismo destino, y si a uno de los tres su merced cogiera, satisfecha se vería nuestra espera – se puso en pie – como caballero es mi oficio bastamente conocido, cazo desde dragones hasta amores de doncella, defiendo honores, reyes y reinos, siendo mis hazañas de todos gran disfrute. Más también enseño grandes ejemplos de morales, para que su historia no solo sea coraza sin dentro carne.
            – O sea, que más de lo mismo – musité aburrida.
            Verick asintió. Les observé en silencio: el caballero movía impaciente los dedos de los pies que  yo trataba, con grades esfuerzos, de no mirar, mientras que el enano, sin levantar la mirada del suelo, meneaba negativamente la cabeza. Decidí entonces que no había por donde cogerlos.
            – Creo amigos, que no voy a poder ayudarles – ambos me miraron – no soy el tipo de persona que buscan, a mí me gusta escribir otro tipo de historias, más de hoy en día, con gente de mi generación y problemas más comunes. Además nunca he sido una gran fan de las novelas de caballería, me parecéis todos demasiado patrioticos y cursis, siempre con el rollo ese de las afrentas y las damiselas en peligro… bastante anticuado, vamos.
            – Es la modernidad nuestra desgracia, que terminando los tiempos, más que cambiando, no seamos ya del gusto popular ni una papila. Mala es ventura que no haya en el mundo escritor que nuestra vuelta escriba, ni lector que la leyere.
            – Si es que hay que renovarse hombre… – dije mientras les empujaba a la salida – que las nuevas generaciones ya vienen empujando.
            Esta vez el enano plantó los pies en el suelo llenando el suelo de barro, a punto estuve de reprenderle pero luego entendí que era normal que estuviera enfadado. El lobo, al verlos salir tan pronto, se olió que no habían tenido suerte, así que escondiendo el rabo entre las patas me dio la espalda. Ya, una vez calzado el caballero y en la puerta dijo:
            – Espero disculpe esta nueva osadía, mas aún sabiéndome sobrado en favores, aún quisiera pedirle uno solo, si a su merced le conviene.
            Tenía ganas de que se fueran, pero por otro lado también me daban pena, así que sonreí invitándole a pedir.
            – Sea quizás de su saber, o conocer, la morada de otro escriba, que quizá guste de sellar el trato, pues aunque en su salón quedó prendida nuestra alegría, conservamos aún entera la esperanza.
            – Claro, espera un momento.
            Cogí un trozo de papel y apunté tres nombres con sus direcciones, luego decidí borrar el primero porque ese nunca solía estar en casa, y se lo entregué al caballero.
            – ¡Bendita sea vuestra amabilidad! – exclamó sonriendo de nuevo – quede mi corazón eternamente agradecido, y sepa que aquel que ayuda al necesitado no gana un siervo, sino un amigo. ¡Quede entonces mi lealtad con fuerza atada su virtud y su nobleza!.
            – Gracias, gracias – repuse avergonzada, y después añadí – que tengáis buena suerte.
            Los tres inclinaron la cabeza y, tras darse la vuelta, se alejaron por el pasillo, me quedé en pie viéndoles marchar hasta que el lobo, el último en salir, muy amablemente cerro la puerta con la cola. Pensé entonces que no eran malos tipos, y que de verdad era una lástima que ya no hubiese historias para el caballero Verick, Berundil el enano circense y el Lobo Feroz.

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