El sábado pasado parecía no serlo del todo, pero a Lullaby no le importaba; más bien no quería perder el tiempo en fijarse si lo era. Su turno en el café había terminado así que prefirió matar las horas caminando rápido como le gusta antes de volver a su departamento y darse cuenta que cada vez le gusta menos estar ahí sola, aunque paradójicamente es una solitaria.
Lullaby piensa en todos los lugares que aún no ha pisado, hace una pequeña estadística cerebral y concluye en un lugar en Bellavista al lado de un hotel y al costado de un cerro. Lullaby entra sola a la mayoría de las partes, pero eso no quiere decir que lo permanezca dentro. Un frío horrible, Lullaby con una falda negra hasta un poco más debajo de la rodilla, un suéter negro sobre otro suéter negro y sus botas sin taco con dos pares de calcetines. Nada de carteras. Las llaves, los cigarros, el encendedor, la plata y los pañuelos desechables metidos permanecían apretados en cada uno de los bolsillos.
Se fuma un par y decide entrar a precio de mujeres. Aún nada mucho; sólo eran las once. El lugar no era tan pobre como pensaba, cosa que comprobó al preguntar el precio de ciertos tragos. Un vale en la entrada canjeable por un jugo una bebida, no era lo que podía esperarse un sábado pasadas las once de la noche, pero Lullaby lo canjeó.
La música apestaba. Los gays abundaban. Los chicos indefinibles también. Las lesbianas insípidas, sólo unas pocas. Las lesbianas guapas, ninguna. Lullaby pensó que lo mejor era quedarse en una especie de balcón que daba a la ínfima pista de baile con espejos por todas partes. Después de pasar casi media hora imaginándose como ese chico guapo podría estar desnudo con ese viejo decadente que bailaba con él, Lullaby se quedó fija en dos personajes que bailaban solos uno al lado del otro: Freddy Mercury y la chica modelo que no era chica en realidad.
Primero eran las caderas frente al espejo. Después eran los hombros y, por último, eran los gestos que hacían al bailar. La música electrónica seguía apestando, pero a Lullaby no le importaba, o más bien no quería fijarse si lo seguía siendo. Freddy Mercury y la chica modelo se amaban a sí mismos, adoraban los espejos, hacían sus peformances que nadie, excepto Lullaby, estaba preocupado en mirar. La chica modelo era altísima-flaquísima y con esas caras extrañas que ciertos fotógrafos adorarían; excepto, claro, si se encendiera la luz. Freddy Mercury tenía bigotes como el original, aunque con veinte años y veinte centímetros menos. Estaban uno al lado del otro, pero ni uno ni otro eran del gusto del primero o del segundo. Sólo se amaban a sí mismos. Lullaby jamás se preguntó por qué.
Lullaby no se movió ni un centímetro de esa especie de balcón. Tampoco se inmutó cuando la música electrónica pasó a música kitsh, a salsa, a cumbia o a lo que fuera. Seguía pendiente de la chica modelo que ni siquiera transpiraba al bailar, y en Freddy Mercury de pantalones blancos y polera roja que sí lo hacía a raudales. La música seguía apestando. Los gays abundaban. Los chicos indefinibles, también. Sólo unas pocas lesbianas insípidas. Lesbianas guapas, ninguna. Lullaby dejó de apoyar los brazos en la baranda del balcón, bajó las escaleras y salió por una de las tantas puertas. Miró sus botas e imaginó ser la versión oscura de Dorothy, pero su departamento era el último lugar que quería visitar esa noche.
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