Recuerda lo que les ocurrió a los Inspiral Carpets. Eran los favoritos de la prensa cuando empezaron. No podían hacer nada mal. Salieron en la tele, en todas las revistas, hasta en ‘Smash Hits’, eran colegas de los periodistas, bebían con ellos, jugaban juntos al fútbol, se iban de marcha. Podías pensar que ya lo tenían asegurado. ¡Mucha mierda! Pasaron de ellos. ¿Inspiral qué? ¿Nuevo disco? ¡No me hagas reír! Eso es lo que le ocurre a cada banda que hace todo lo que se le ofrece, que sale en todas las portadas y todos los programas, que harta a la gente. No hay lealtad, no hay un sistema que premie a los grupos que se pliegan al juego de los medios. ¡No hay nada de eso! La prensa sólo piensa en joderte. Desde el momento en que te consagran están buscando las grietas. Todo lo que podemos hacer es retrasar la agonía, el momento en que empezarán a estrangularte.
Kevin Sampson
Spike apretó el acelerador, quemando kilómetros, mientras Wigan se aproximaba. Con una sonrisa colocada, me recliné sobre el asiento de cuero y contemplé la carretera en movimiento, bordeada por árboles azotados por la tormenta. Llevábamos dos días sin dormir, de fiesta en fiesta, alimentándonos de éxtasis para mantener el ritmo. Tom me pasó un porro, la marihuana recorrió mis pulmones y despejó mis sentidos embotados por el MDMA. En la radio, sonaba una melodía desagradable, algo similar al tecnopop propio de la década pasada, acompañado por guitarras estruendosas. Tom susurró:
—Tío, quita esa mierda.
Spike lo observó a través del espejo retrovisor, una sonrisa maniaca llenó sus labios, tenía las pupilas dilatadas como platos:
—¿No te gusta?
Tom ignoró su tono socarrón:
—No.
Mark abrió la guantera, revolvió las cintas y sacó una elegida al azar:
—¿Los Stone Roses?
Tom protestó:
—¿Otra vez?
—Vete a mamarla, capullo.
Todos estábamos de acuerdo, necesitábamos algo que estuviera en sintonía con nuestro estado anímico, o el bajón sería colectivo, desagradable:
—Pásame el canuto, cabrón.
Obedecí a Mark. Expiré el humo perezosamente por la nariz y cerré los ojos enrojecidos por la falta de sueño. Con lentitud, la canción penetró en mi cabeza y llenó los intersticios de mi alma, aportándome una corriente de paz. El universo volvía a girar en la dirección correcta:
I don’t have to sell my soul
He’s already in me
I don’t need to sell my soul
He’s already in me
I wanna be adored
I wanna be adored…
Me hormigueaban los dedos, la hierba era cojonuda, sus efectos relajaron mi sistema nervioso. Luego de cuarenta y ocho horas necesitaba un respiro, o explotaría por alguna parte. Spike subió el volumen, las guitarras colmaron el interior del viejo Mustang, desvaneciendo el mundo exterior en una nebulosa incierta, las responsabilidades de la vida cotidiana podían esperar. Extático, me incorporé unos centímetros, pegué la nariz a la ventanilla y formé una estela de vaho en el cristal manchado por las gotas de lluvia. La autopista estaba vacía, no veía tráfico por ninguna parte, éramos los únicos supervivientes de una Tercera Guerra Mundial imaginaria, las bombas atómicas exterminaron al resto: la raza humana era historia.
I wanna be adored
You adore me
You adore me
You adore me
I wanna
I wanna
I wanna be adored…
Spike sonreía, sarcástico, mientras terminaba el porro:
—¿De qué te ríes?
—¿Te enteraste de lo del segundo disco?
Tom estaba demasiado pasado para reaccionar con inmediatez:
—¿De quién? —inquirió—.¿De los Stone Roses?
—Sí.
—¿Qué pasó?
—Tienen problemas con la casa discográfica.
—¿Y eso?
Mark se adelantó:
—Silverstone los ha demandado por incumplimiento de contrato.
—No me jodas—-resopló.
Spike fue cínico:
—Todo por la pasta, ¿sabes?
Como de costumbre, los ejecutivos discográficos luchaban por explotar a sus artistas, el talento o la calidad de la música era irrelevante, sólo importaban las ganancias. El mundillo musical era una porquería, estaba lleno de sanguijuelas, de capullos trajeados puestos de cocaína dispuestos a aniquilar a quien hiciera falta.
Tom replicó, hastiado:
—La misma mierda de siempre…
Sin darle importancia al tema, continué enfrascado en mis pensamientos, pendiente de los postes eléctricos de alta tensión que quebraban la monotonía de las colinas cubiertas de niebla. El vehículo había respondido de puta madre, Spike era uno de los mejores conductores que conocía, en ningún momento perdía el control, a pesar de toda la química que pudiera circular por sus venas. La noche anterior regresó a mi cabeza: estuvimos bailando hasta la salida del sol, en una casa abandonada, bebiendo cerveza como locos, perdidos en lo más profundo del bosque. Como siempre, reconocí a la peña, venían de todas partes: Bolton, Liverpool, Preston, Warrington, Cheshire, Southport, Gales, y Manchester, cuando te mueves en los mismos círculos, terminas por averiguar de dónde es todo el mundo. Tenía la garganta seca, me costaba tragar saliva, las secuelas de las pastillas eran leves, esperaba que no me jodieran la jornada, aún quedaba mucha distancia hasta Wigan. Mark abrió una botella de Bell’s, era la última del lote, tendría que durar hasta la noche, cosa que me parecía improbable, éramos borrachos por antonomasia. No quedaba nada con que mezclarla, bebimos a palo seco, soportando el sabor amargo del whisky, que apartó el frío que nos hacía estremecernos.
El primer álbum de los Stone Roses continuaba sonando por los altavoces, debía reconocer que era un discazo, pocos grupos noveles tenían tanto talento desde el principio, el noventa por ciento necesitaban años de rodaje para sacar al mercado una obra maestra. Enumeré sus virtudes: la portada del álbum, con su fondo expresionista a lo Jackson Pollock, la excelente producción de John Leckie, los temas, que revelaban un groove heredado del rock clásico de los sesenta. Sin duda era el mejor elepé publicado en Inglaterra en años.
—¿Mark?
—Dime.
—Busca algo de los Happy Mondays.
Spike soltó una risotada:
—¿Crees que mi coche es una discoteca o qué?
—Sé que tienes el Pills ‘n’ Thrills and Bellyaches.
La escena de Madchester cambió nuestras vidas, luego de probar el éxtasis no fuimos los mismos, nunca volveríamos a ser inocentes, la infancia estaba enterrada en una tumba de gravedad.
—¡Qué listo eres!—exclamó.
—Gracias, chaval.
Como de costumbre no me hicieron caso. Tom dormía, roncaba torcido en posición fetal, con las manos hundidas entre los muslos, utilizando su arrugada chaqueta de pana como manta. Satisfecho, prendí un Marlboro y expulsé una bocanada azulada hacia el techo.
Los Stone Roses, James, los Happy Mondays, 808 State, los Inspiral Carpets, A Guy Called Gerald, y los Charlatans, tornaron el panorama musical británico, convirtiéndolo en una juerga perpetua, que se desvanecía a pasos agigantados, con su sonido que bebía del funk, de la psicodelia, del pop sesentero y de la reciente escena house.
Oscilábamos a la deriva, naufragando en una tierra extraña, entre los escombros del pasado, espoleados por un futuro incierto. Spike era nuestro guía espiritual: estudiante fracasado, viajero incansable, consumidor de XTC, visionario… El verano pasado escuchamos un rumor que circulaba por las catacumbas del campus: durante una rave enloquecida que duró tres días consecutivos, de jueves a domingo, a las afueras de Heywood, después de una semana drogado, Spike decidió robar un automóvil, supuestamente, quitando de en medio a su dueño, volándole la cabeza de un disparo a quemarropa. Como era lógico, ninguno terminaba de creer la historia, no encajaba con el carácter de nuestro colega, que con su malicia habitual, no se molestó en desmentirla.
Spike llevó el Mustang al arcén, aparcó cerca de la valla y saltó afuera para estirar las piernas. Curioso, estudié su cuerpo nervudo, terriblemente delgado, de metro noventa, mientras se alejaba del coche, oscilando los hombros con chulería. Como siempre, el pavo llevaba ropa descuidada, que se ajustaba a su personalidad como un guante: zapatillas deportivas Converse All Star, vaqueros amarillentos, camisa arrugada y chupa de cuero negra. Spike se detuvo y echó una meada contra un seto, su cabello grasiento ondeaba al viento, e ignoró la lluvia que manchaba sus hombros:
—¡Está como una cabra!—bromeó Mark.
Le di la razón:
—¡No lo dudes!
Un minuto más tarde, Spike regresó al Mustang, con una expresión soñadora en los rasgos angulosos, donde destacaba una nariz prominente entre dos saltones ojos azules:
—Tengo hambre.
—Yo también—admitió Mark—.¿Dónde podemos papear?
—Pronto llegaremos a una gasolinera—explicó.—Podríamos comer un bocadillo o algo.
Mark no se hizo de rogar:
—Vale.
Spike volvió a la carretera. La tormenta aumentó: repiqueteaba sobre el parabrisas, creando una sinfonía natural. La autopista se convirtió en una masa imprecisa. Un tipo vestido con un impermeable amarillo hacia dedo bajo la lluvia, en otro caso lo hubiéramos llevado con nosotros, pero el coche estaba petado hasta la bandera. Bajé la ventanilla, tiré el cigarrillo al exterior, e inhalé una bocanada de aire helado. La botella circuló por el interior del vehículo, en breve tendríamos que comprar otra, quedaba poco menos de la mitad. Spike adelantó un camión, era el primer atisbo de humanidad que contemplaba en horas, rompiendo mis fantasías de aislamiento.
Deseé volver a casa, descansar unas cuantas horas, pero aquello era imposible, el regreso a Wigan era lejano, interminable. Quise dormir, echar una cabezada rápida, reunir fuerzas para el resto del viaje:
—¡Despierta, Tom!—gritó Mark—.¡O te quedarás en la cu- neta!
Este dio un respingo. Malhumorado, balbució con voz pastosa:
—¡Que te follen!
Los tres rompimos en carcajadas:
—¡Cuidado!—zumbó Spike—.¡Qué muerde!
La gasolinera apareció en el horizonte. Un rótulo de neón brillaba sobre los surtidores. Tomando un desvío, nos aproximamos a la cafetería y aparcamos entre dos camio-nes. Somnolientos, salimos del Mustang y recorrimos el lugar, ateridos por el clima glacial. Entramos en el establecimiento, los escasos clientes nos observaron con recelo, era evidente que no les gustábamos un carajo, la peña estaba llena de prejuicios. Durante un momento, me puse en el lugar de ellos: probablemente pensarían que éramos un grupo de colgados, cosa que se aproximaba bastante a la realidad, las medias tintas no casaban en nuestra forma de vivir.
Una oleada de cansancio me invadió, estaba hecho una mierda, la tristeza informe se apoderó de mis músculos, haciendo que me retrajera en un estado silencioso, depresivo. Mientras me sentaba en una silla metálica, estuve apunto de darle un cabezazo a la barra, la maría distorsionaba mi sentido de la orientación. Nadie pareció percibir el incidente, entorné los ojos para evitar el destello de las luces, que herían mis retinas hipersensibles. Mi entorno me resultó amenazador, espantoso, desenfocado, cubierto por una nebulosa deforme, que transformaba el local en un erial lúgubre.
A través del humo en suspensión de los cigarrillos, un rostro hermoso ocupó la barra, sus ojos castaños me llegaron al alma, parecía una estrella warholiana congelada en un primer plano. Spike sonrió, mostró su irregular dentadura a lo Mick Jagger y pidió con su tono más amable:
—¿Podrías dejarnos cuatro bocadillos de beicon?
—No olvides las birras—puntualizó Mark, sarcástico.
Spike enarcó las cejas, altivo, con cierta condescendencia, mirándolo de soslayo:
—Y cuatro cervezas, todo para llevar, por favor.
El bombón le devolvió el gesto:
—Claro.
Arrogante, Spike dio la espalda a la barra, apoyando los codos nudosos sobre el linóleo arañado por millones de consumiciones:
—Está buena, ¿verdad?
Tom esbozó una mueca achispada:
—Me la follaría encantado.
Spike lo picó:
—¿Le comerías el coño?
—Ni de coña.
—Necesitas tener confianza primero, ¿no?
—Por supuesto.
Spike fue mordaz:
—Eres un puto reprimido.
Esbocé una sonrisa, el volumen de la conversación había escandalizado a todo el personal, rostros agriados nos miraban con asco, aquello empezaba a animarse:
—¿Se lo comías a Deborah?
Tom movió los pies, incómodo:
—A veces.
—¿Incluso cuando tenía la regla?
—¡No seas guarro, tío!
Spike lanzó una risotada:
—¡Te he dado en tu punto flaco!
A mi nariz llegó el aroma de la comida, las lonchas de beicon crepitaban sobre la plancha y propagaron un olor delicioso. Mi estómago revuelto rugió:
—¡Vete a la mierda!
Por todos era sabido, que hace años, después de una juerga, Tom le hizo un cunnilingus a una tipa la primera noche. Estaba tan colocado de setas alucinógenas que no notó nada, hasta que levantó la boca llena de sangre, resulta que a la colega le había venido la comunista mientras follaban. Tom decidió sumarse a la broma:
—¡Ahora se hace el loco!
Respiré hondamente, estaba apunto de vomitar, el sabor amargo del Bell’s se pegaba a mi paladar. Como siempre, no sabía controlarme, nunca sabía cuales eran mis límites, me gustaba demasiado sobrepasarlos. Luché por recompo- nerme, mientras rezaba porque ninguno de mis colegas se percatara de mi estado, se burlarían de mí durante semanas. Apreté los dientes, el “Adam” estaba demasiado fuerte, ya no lo cortaban con nada, la resaca era fenomenal. Cerré los párpados durante unos segundos. Ahogué los latidos de mi corazón y busqué un atisbo de estabilidad.
La puerta del establecimiento se abrió, un par de policías entraron en la cafetería. El bajón desapareció de inmediato, la sorpresa me puso los pelos de punta. Al ver mi cara de alarma, Spike se volvió, provocador:
—¡Como registren el coche se nos cae el pelo!
Tuve un estremecimiento de pánico, le encantaba pinchar a la gente, siempre se estaba metiendo en líos. Mark le dio un tirón de la manga:
—Cierra el pico, ¡bastardo!
Spike aumentó el tono de voz:
—¡Bah!—exclamó—.¡Qué más da!
Lo conocía, sabía que iba a hacer alguna burrada, antes de que saliéramos de allí tendría que dar la nota, era demasiado exhibicionista. Tom susurró, preocupado:
—¿Queda algo de material en el Mustang?
—Una bolsa de pastillas—contestó con descaro—.¿Te pa- rece poco?
Sentí deseos de estrangularlo:
—¡Como no te calles te cortaré el cuello!
Mi murmullo rabioso le hizo girar la cabeza:
—¿Estabas ahí?—dijo con causticidad—.¡Creía que habías muerto!
La camarera puso una bolsa de papel sobre la barra, el lateral izquierdo estaba lleno de manchas de grasa, con una expresión cómplice:
—Son cuatro libras, chicos.
Spike sacó la gastada cartera de cuero, le puso un billete de cinco en la palma de la mano y acarició sus dedos con todo el morro del mundo:
—Quédate con la propina, guapa.
—Gracias.
Spike se lanzó de cabeza:
—¿A qué hora sales?
—A las siete.
—Pasaré a buscarte.
Sin darle tiempo a que le respondiera, le metió la lengua en la boca, pegándole un beso de tornillo, que me puso los pelos de punta:
—¡Mierda!
Afortunadamente, la bofia estaba demasiado ocupada con el café para percatarse del asunto, tenían las narices metidas en las tazas. Spike soltó los labios de la pava:
—¿Cómo te llamas?
—Bárbara.
—A las siete nos vemos, Bárbara.
—Perfecto.
Desdeñoso, nos guiñó un ojo, cogió el papeo y salió hacia la calle, sin molestarse en mirar atrás. Mark exclamó:
—¡Hijo de puta!
Tom lo secundó:
—Con lo feo que es el nota y siempre liga.
A trompicones, me levanté aparentando normalidad, haciendo caso omiso a las expresiones ominosas de la peña. El camino hacia la puerta fue un infierno, me era imposible regular mis pasos, todo daba vueltas como una peonza. Al emerger al exterior, la gélidez de la carretera me devolvió la serenidad, las ráfagas de aire helado parecieron abrirme cortes en la cara. Congelado, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta vaquera, procuré darles alcance. Mark se volvió:
—¡Date prisa, zorra!
Recuperé el sentido del humor. Abrí la puerta raspada por un choque y me derrumbé en el asiento, desesperado por entrar en calor. Hambrientos, devoramos nuestros bocadillos, sin molestarnos en hablar y apuramos las pintas con ganas. Después del almuerzo tardío, Tom preparó unos canutos, la hierba impregnó mis fosas nasales, que cargaron el interior del Mustang. Ninguno se molestó en bajar las ventanillas, habíamos creado nuestro propio cosmos, lejos de la sociedad que despreciábamos. Anochecía, haces moribundos de sol encendieron la carretera, presagiando una noche sin estrellas. La borrasca cesó durante unos minutos. Pasamos al lado de una fábrica nuclear desmantelada. Mark inquirió:
—¿Vas a venir a buscarla, Spike?
—Claro.
—¿Cómo aguantas, macho?
—No lo sé.
Tom comentó:
—Tienes un polvo seguro.
Spike sonrió:
—Ya lo sé.
El Ford Mustang 78 se deslizaba como una cuchillada sobre el alquitrán mojado. Pedí una canción:
—Pincha a los Verve, Spike.
—Coño… ¿Pero estabas ahí?
—Sí, gilipollas.
Mark buscó la cinta con el porro colgado de la comisura de los labios, entornando los ojos porque le molestaba el humo:
—¿Cuál es?
—La de la carátula azul.
Mark embutió el cassette, remplazando el anterior con movimientos crispados, la hierba empezaba a jugarle malas pasadas:
Get back, get back again and again
I’ve been here since I can remember when
My life is a boat, being blown by you
With nothing ahead, just the deepest blue…..
El ambiente lisérgico de la canción se apoderó de nuestros corazones, era increíble que el grupo fuera de Wigan, lástima que no se nos hubiera ocurrido montar una banda, nos lo hubiéramos pasado de puta madre tocando en directo. Ahora éramos libres, la próxima semana regresaríamos a la rutina habitual, a un trabajo de doce horas en una fábrica de mierda, guardando reses muertas en congeladores, hasta caer reventados de cansancio. El bajo llevaba la melodía, secundado por los punteos psicodélicos de la guitarra principal, encuadrados por el ritmo monocorde de la batería. La voz soñadora nos arrastró al límite, forjando un paréntesis entre el cielo y la tierra, transportándonos más allá del sol…
Go down on your light
So bright it burns my eyes
Sounds like a perfect way
To end my life
To me you’re like a setting sun…
To me you’re like a setting sun…
FIN
Alexis Brito Delgado
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