Andábamos escalando la roca escarchada cuando nuestros estómagos comenzaron a rugir de hambre y desconcierto. Nuestras espaldas, cargadas de kilómetros y de frío, temblaban como témpanos de hielo a merced del gélido viento montuno de un enero especialmente áspero, según nos habían comentado unos lugareños. Habíamos perdido el mapa y la vereda, y el norte, el sur, el este y el oeste eran sólo palabras enterradas bajo el miedo incipiente que amenazaba con desmadejar nuestras ganas de aventura. Parecía que nuestro asombro estaba a punto de convertirse en mudez desesperada cuando de pronto, en el último recodo de la duda, entre una espesura de helechos cubierta por la nieve, dos viejas señoras brotaron como dos flores
mágicas del fondo de aquel laberinto aniquilante
Sus vestiduras se presentaron a nuestros ojos como una milagrosa explosión de confianza frente a la perdición inabarcable de tanta blancura. Sus rostros pellejudos, decorados con insondables zanjas del tiempo, relucían como abismos de cielo recién descubiertos, sonrientes en la más cavernosa y pura felicidad, aquella que nosotros habíamos olvidado mientras crecimos tratando de diseñar escaleras contra la tristeza. De sus cuatro manos, veinte ramos de astucia para el hambre, manaba un calor térreo y materno que al instante reblandeció nuestros fatigados corazones, ateridos por la incertidumbre, y sus ojos, torrentes de sufrimiento y de dulzura, cuencos resquebrajados con ascuas de otros planetas extintos, exhalaban una feroz y atávica complicidad, parecían comprender nuestro indefenso aturdimiento. “Ni hao”, nos saludaron desde el final del túnel de sus almas de barro, y a continuación se nos acercaron, acariciando nuestros abrigos, contemplando con extrañeza nuestro sobrecogimiento y conduciéndonos hacia su casa. Ascendimos por unas piedras ocultas entre el follaje hasta encontrarnos frente a una choza de madera destartalada, podrida en su mayor parte y sin embargo hermosa y altanera a su manera. Allí dentro, en una olla negruzca y abollada cuidadosamente colocada sobre un fuego purificador e inalcanzable, quisieron cocinarnos tres platos de arroz, el arroz que en aquella cúspide del mundo las retenía y que justificaba sus vidas. Aceptamos la ofrenda como quien asume un milagro, calmamos nuestra hambre y calentamos nuestros pies en torno al fuego, en torno a aquel monumento a la humanidad, a aquella esplendidez en el centro de ninguna parte. No llegué a comentarlo con mis compañeros de viaje, pero creo que por un momento el tiempo se detuvo, haciéndonos sentir cuerpos vacíos en la más remota vacuidad del universo.
Quisimos tender a estas mujeres unos cuantos yuanes como pago por su hospitalidad, pero no los aceptaron. A cambio nos pidieron un regalo, y no se nos ocurrió nada mejor que regalarles una linterna que probablemente no habrían de usar nunca. Nos indicaron el camino a seguir, deseándonos suerte, se despidieron de nosotros entre risas silvestres y, camino de vuelta a la ciudad, no pude llegar a saber si habíamos visto por fin la luz primera que alguna vez nos alumbró o si, por el contrario, jamás desde entonces volveríamos a sentirnos iluminados. El caso es que durante cuatro horas de descenso ninguno de nosotros se atrevió a decir una palabra.
Jinkeng Yao Terrace Fields, Longji (Guilin)
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