Originalmente publicado en la revista Quimera (nº 224-225, enero 2003)
Escribir sobre teatro chino lleva, inmediatamente, a pensar en la ópera de Pekín o, en su defecto, en la influencia que, junto al teatro japonés, al balinés y otras formas escénicas de Asia, abrió a dramaturgos y teóricos del siglo XX (Brecht, Artaud, Craig) un nuevo mundo de posibilidades de expresión y representación. La vistosidad de este teatro “exótico”, cuyos actores se vestían con suntuosos trajes, que se expresaban con movimientos artificiosos y ritualizados, y que entonaban cantos incomprensibles con voces forzadas, marcaron la visión de quienes se acercaron, aún de lejos, a estas nuevas formas escénicas. En Occidente –y utilizo esta expresión consciente de sus connotaciones eurocentristas- términos como “simbolismo”, “ritual”, “exótico”, “extrañamiento”, se aplican sin dudarlo a formas de expresión en general mal comprendidas pero que han dado jugosos frutos para la propia tradición teatral. La paradoja que ignoran u olvidan muchos de los que ven esos teatros orientales como rompedores de los moldes de nuestras formas de representación, de esa “forma nueva de hacer comedia”, es que mientras aquéllos minaban por la base un teatro que se había estancado y que no respondía a la nueva situación europea, el teatro hablado “occidental” cumplía, exactamente, la misma función rompedora en la tradición china. Es a principios del siglo XX cuando comienza a comprenderse en China que hay otra forma de “representar”, que puede ser tan emotiva como la tradicional y vinculada a las nuevas formas de una sociedad moderna. En este juego de espejos, creer que todo el teatro occidental era el de Ibsen, Shaw o Chejov (por citar algunos de los primeros autores representados en escenarios chinos) olvidando a Calderón, Molière o Shakespeare hubiera sido tan empobrecedor como de hecho lo ha sido el olvido de la mirada europea hacia China: nombres como Guan Hanqing o Wang Shifu son raramente mencionados cuando se habla de grandes dramaturgos de la literatura universal. Y sin embargo forman parte del “canon” chino (que comparten también muchos otros países del Asia Oriental), como La vida es sueño, Otelo o El avaro, lo forman del occidental.
El teatro aparece relativamente tarde en China con respecto al nacimiento de otros géneros. Frente a una larguísima tradición literaria –poética y ensayística, fundamentalmente- que puede remontarse al siglo IX a.C., los primeros dramas que se conservan proceden todos de la dinastía Yuan (1279-1367), la mayor parte de ellos conservados en ediciones realizadas en la dinastía siguiente, la Ming (1368-1644); además en torno a ellas existe gran confusión puesto que de los títulos conservados (más de mil) a las obras completas (en torno a las 160), hay una gran distancia. Y eso es, además, porque durante mucho tiempo, no se consideró que el teatro fuera realmente literatura. A partir de la concepción de la poesía (y, por extensión, de todo tipo de literatura) como instrumento por excelencia para educar al pueblo y orientar al gobernante –o, lo que es lo mismo, en instrumento de gobierno-, principio avanzado por Confucio (551-479 a.C.) y fijado definitivamente en la dinastía Han (202 a.C.- 221 d.C.), cualquier tipo de composición que no se ajustara a esos criterios, no estaba legitimado como algo digno. Y el teatro, llamado en su origen “entretenimientos diversos” (zaju), no parecía servir a esta función. Sin embargo, un concepto propio del teatro – “erigir el cerebro esencial” (li zhunao) -, establecido por el excéntrico teórico, dramaturgo y novelista Li Yu (1611-1680), aplicado a cuatro obras nos servirá, precisamente, para aprender algo sobre la sociedad que lo vio nacer.
Los dramas de Yuan muestran ya una sorprendente madurez. Normalmente se dividen en cuatro actos más un pequeño preludio o un interludio. Los diálogos, expresados en una lengua coloquial y que son los que hacen avanzar el desarrollo narrativo, se combinan con partes cantadas, arias de gran lirismo y complejidad técnica cuyo contenido fundamental es la expresión de los sentimientos de los protagonistas. En los primeros, además, nos encontramos con la autopresentación que hace cada personaje y con la descripción del momento y el lugar donde se producen los hechos, información que, a lo largo de la obra, suele repetirse con cada nueva aparición de los protagonistas en escena. Muchas de las características formales de las obras se deben a necesidades puramente materiales: la inclusión de descripciones se debía a la carencia de decorados complejos para permitir un desplazamiento más ligero de feria en feria; la reiteración del desarrollo de la historia facilitaba que se pudiera retomar si se intercalaban otras actividades; por último, los autores conseguían atraer a públicos de capas sociales distintas (y con ello, una base de promoción más amplia), al expresarse en formas de discurso diferentes. Y estas necesidades hechas virtud dan como resultado que la autopresentación y las descripciones nos hagan sentir casi la presencia de “cuentistas” que, con toda naturalidad, se convierten en actores; la reiteración va produciendo en los lectores o en los espectadores una intensificación de la tensión dramática que recarga de significado cada nueva afirmación; la alternancia de partes cantadas (sólo interpretadas por el protagonista principal) y las partes dialogadas, permite la aparición de diferentes niveles de discurso y, con ellas, la diferenciación social de los personajes que intervienen. El resultado final convierte a estas producciones de Yuan en verdaderas joyas de la literatura.
Tradicionalmente, se agrupan los dramas de Yuan en cuatro temas (no necesariamente excluyentes en la misma obra): históricos, religiosos y fantásticos, judiciales y amorosos .
Las obras históricas parten de algún acontecimiento o personaje real y recrean alguna anécdota con un efecto moralizante y aleccionador. Dos periodos fundamentales proporcionarán el grueso de este tipo de obras: el periodo previo a la unificación de China (el llamado de los Reinos Combatientes) y el que sucede a la descomposición del primer gran imperio (el de los Tres Reinos), por ser en ellos donde una determinada concepción del mundo – la confuciana ortodoxa – tiene que luchar por emerger (y que, por supuesto, se cuenta una vez superados esos periodos de crisis y cuando dicha concepción del mundo se ha impuesto).
El huérfano del clan de los Zhao (Zhao shi gu’er), de Ji Junxian (siglo XIII), es, sin dudarlo, una pieza maestra dentro del género. En ella se recupera un tema recogido en la primera historia general de China, las Memorias Históricas (Shiji, siglo I a.C.): En el monólogo que abre el prefacio, el general Du’an Gu del reino de Jin nos relata cómo, celoso del consejero Zhao Dun, elabora una serie de estrategias para acabar con él y con toda su familia. Después de varios intentos infructuosos, lo consigue y sólo sobrevive el huérfano del clan gracias a la autoinmolación de varios personajes (sus padres entre ellos) y a la inteligente estratagema urdida por un leal compañero de Zhao Dun y por un médico amigo de la familia que, además, sacrifica a su propio hijo. Pasados unos años, Cheng Bo (el huérfano) se tomará venganza y serán restituidos el honor y las riquezas de su familia.
Numéricamente, los dramas religiosos son menos debido a una larga tradición donde la finalidad educativa y moralizante de la literatura de una sociedad fundamentalmente laica limitaba con toda naturalidad una dimensión sacralizada trascendente como la que había existido en la Europa de la Edad Media; pero, además esa limitación también procedía, en cierta medida, de quienes ejercían el poder, los letrados, que sentían temor ante lo que podría convertirse en una iglesia cada vez más poderosa, la budista. En algunas de estas obras se relatan anécdotas de santos budistas o aparecen personajes del panteón taoísta y se solían representar con motivo de fiestas religiosas. El efecto moralizante de estas obras religiosas y fantásticas resulta más satírico y ambiguo que el de las históricas, y pondrán siempre en cuestión la comprensión del mundo confuciano, ordenado por una determinada ética social.
El carácter “paciencia” del monje Budai (Budai heshang ren zi ji), de Zheng Tingyu (siglo XIII), es una de las obras más representativas. Un discípulo (arhat) de Buda es castigado a vivir en la tierra convertido en hombre, donde se reencarna como Liu Junzuo. Olvidada su existencia anterior, Liu se regocija en el vino y en amasar riquezas, a las que le dedica toda su energía. Un día aparece el monje Budai que escribe sobre la palma de su mano el carácter “paciencia”, el filo de un cuchillo sobre un corazón (que también significa “crueldad”) y, apartir de entonces, comienza de su mano el camino hacia la iluminación, con varias recaídas que supondrán nuevos avances en el abandono de aquellos lastres mundanos. Al final, a punto de abandonar, descubre la verdad: regresa a su hogar después de haber pasado un tiempo de estudio y, cuando llega a su hogar, se encuentra con su nieto, un anciano inmensamente rico. Comprende entonces la realidad y “para huir del dolor, renuncia al mundo sin abandonarlo. Entonces, sin esperarlo, alcanza la iluminación suprema”.
En cuanto a las obras judiciales, llevan a escena la corrupción del sistema judicial, y la resolución posterior por un verdadero representante de la justicia. Es en estas obras donde comienza a asomar una sociedad más compleja, más realista, y poblada por personajes de diferentes capas sociales que reflejan conflictos reales a los que se enfrentan personajes cotidianos. La injusticia contra Dou E (Dou E yuan), de Guan Hanqing (1240-1320?) no es exclusivamente una obra judicial, pero tiene elementos que permiten integrarla en ella. Dou Tianzhuang, aspirante a letrado, debe vender a su hija, Dou E, para saldar una deuda con una prestamista. Esta, pasado el tiempo, casará a la niña con su propio hijo que, lamentablemente, fallecerá a los dos años del matrimonio. Viudas las dos, se ven en manos de un padre y un hijo que le han salvado la vida a la prestamista, y que las pretenden como esposas. Dou E, símbolo de la virtud femenina confuciana, se resiste y recrimina a su suegra que se preste a ese juego “inmoral”. Su actitud la lleva a ser acusada de un crimen y, por salvar a su suegra, reconoce el delito. Sólo después de muerta, su fantasma conseguirá que triunfe la justicia a través de un funcionario justo, precisamente, aquél que la abandonó, su padre.
Por último, las obras amorosas, llamadas de “muchacho de talento y hermosa doncella” (caizi jiaren), representan una parte importante de la producción de Yuan. Sin duda, la obra más original que abandona ya los personajes históricos, la más importante por ser la más representada y la más censurada – por su alto contenido erótico, dicen algunos, y por su contenido subversivo, dicen otros -, es Historia del ala oeste (Xixiang ji), de Wang Shifu (siglo XIII). Basada en un relato de la dinastía Tang, Historia de Yingying (Yingying zhuan), describe el amor entre un aspirante a funcionario, Zhang Junrui, y Cui Yingying, hija de un fallecido Ministro refugiada con su madre en el Monasterio de la Salvación Universal debido a los desórdenes provocados por unos rebeldes. La madre de Yingying se opone a esta relación, pero las circunstancias hacen que, gracias a la intervención de Zhang Junrui y a un amigo suyo, el General Baima, todos los habitantes del monasterio salven su vida, acercando así a los dos amantes. A pesar de todo, la viuda se niega al enlace hasta que Zhang Junrui apruebe los exámenes imperiales.
Con el argumento más sencillo, Historia del ala oeste es, paradójicamente, la que podríamos considerar más compleja de las obras de Yuan. Y no sólo por su extensión (es un conjunto de cinco zaju), o por la intervención como protagonistas de tres personajes (Zhang Junrui, Cui Yingying y su criada Hongniang) que se reparten las arias (y con ellas, la carga dramática) por igual. Es, sobre todo, el juego de significaciones múltiples de los diversos elementos que dan forma a la obra a partir de la construcción del espacio como elemento dominante dentro de la obra: el “ala oeste” se refiere a las estancias situadas en el poniente dentro del monasterio; oeste como dirección geográfica asociada estrechamente con las mujeres, como símbolo de vida y de muerte; el ala oeste y de un monasterio, un espacio donde el equilibrio natural entre lo masculino y lo femenino desaparece: en un monasterio desaparece la sexualidad de hombres y mujeres y, sin embargo, es allí donde nace una intensa relación erótica. Frente a ese espacio cerrado, aparece el exterior, del que deben refugiarse los protagonistas porque está en desorden; los rebeldes se han hecho fuertes y amenazan la seguridad del mundo, pero ese desorden exterior viene a ser reconducido por el general Baima. Todavía, puertas afuera, el mundo tiene salvación. Incluso Zhang Junrui, en ese mundo exterior consigue, por su trabajo y sus cualidades, superar los exámenes imperiales con el número uno. El orden se impone.
Es precisamente con referencia a Historia del ala oeste cuando Li Yu establece el principio de “erigir el cerebro fundamental”. Este “cerebro”, la inteligencia de una obra, es aquello que provoca su desarrollo. En este caso, el “cerebro fundamental” dice Li Yu es el personaje del general Baima: gracias a él Zhang Junrui tiene oportunidad de acercarse a su amada; Baima es quien derrota a los rebeldes; Baima es quien, al final, ante una nueva negativa por parte de la viuda, la hace entrar en razón y asumir el compromiso de unir a Zhang con Yingying.
Llevando un paso más allá ese “cerebro fundamental” de estas cuatro obras (y cuatro géneros, a fin de cuentas), podremos comprender la complejidad de la sociedad que los vio nacer, cuáles son los conflictos planteados, si es que existen, y cómo, como cualquier texto, reproducen (o se revelan contra) el otorgamiento de poder a un grupo determinado de miembros de la sociedad, en este caso, a los letrados confucianos.
En El huérfano del clan de los Zhao, no aparece conflicto alguno sobre cuáles son los verdaderos principios a defender: la legitimidad de un clan, el de los Zhao, se encarna en la figura de Zhao Dun (que no aparece en la obra más que como referencia cuando el traidor Du’an Gu se presenta y habla de la generosidad de Zhao frente a la ambición, de su preocupación por el pueblo). Y esta legitimidad, esta virtud identificada con el consejero (civil) frente al general comienza a manifestarse justo en el momento en que hasta un asesino a sueldo se conmueve y acaba suicidándose con tal de no dañar a personaje tan virtuoso. Todos los sacrificios que se harán a partir de entonces por proteger su línea dinástica, estarán dentro de la ortodoxia más pura; incluso uno de los crímenes más lacerantes, el infanticidio (ejercido sobre el hijo del médico y consentido por él) sirve para ensalzar aún más a quien lo consiente. El “cerebro” es, pues, esa legitimidad reconocida por todos y cada uno de los suicidas protectores que, en su propio sacrificio encuentran el objetivo último de sus vidas.
En El carácter “paciencia” del monje Budai aparecen simultáneamente dos códigos morales de conducta: en primer lugar, el confuciano representado por el avatar humano Liu Junzuo y cuyo único defecto es, en realidad, su cólera incontenible (que le lleva a cometer un homicidio); en segundo, el budista, en su rechazo absoluto por las bondades materiales que sólo son reales en apariencia. En muchos aspectos Liu puede ser considerado un buen confuciano: tiene una familia y unos hijos (función social esencial); aunque se entretiene bebiendo licor, lo hace en compañía de su esposa; da muestras de generosidad y de respeto al código familiar al acoger en su casa a un pariente venido a menos; le gustan las riquezas, pero son producto de su propio esfuerzo. Y sin embargo, esas tradicionales virtudes del confucianismo (la piedad filial, la lealtad, el trabajo) se distorsionan. Budai es, sin duda, la encarnación del “cerebro” de esta obra: el intento de sustituir un código moral por otro (el confuciano por el budista) lo realiza a través del instrumento más simbólicamente cargado para los letrados, la escritura, que será con la que consiga llevar a la “iluminación suprema” a un hombre perdido.
En La injusticia contra Dou E los personajes son mucho más complejos: se van adivinando los conflictos internos aunque todavía están imbuidos de una ortodoxia moral que aparece en primer plano. En un relato circular, el personaje confuciano por excelencia, un honrado aspirante a funcionario, es capaz de vender a su hija por unas monedas. Ella, imagen misma de la piedad filial, lucha por mantener unos valores que no responden ya a la nueva realidad social. La anciana usurera, que se mantiene a sí misma y a su nuera, se debate entre el viejo código de la fidelidad al marido fallecido y sus ansias de recuperar una juventud perdida (recuperar el dominio sobre su sexualidad, puesto que ya posee el dominio sobre su propia economía). Por último, unos indeseables que aspiran a poder vivir de las rentas, en el sentido literal, de la viuda prestamista. Indudablemente, el cerebro en torno al cual gira la obra va a desplazarse desde unos principios apreciados a primera vista como superiores, esto es, el de la fidelidad de la esposa a su esposo (y, por traslación, del súbdito a su señor) y el de la piedad filial (el respeto absoluto a la jerarquía), hacia otro cada vez más presente en una nueva realidad burguesa como la que se había empezado a vivir en tiempos de Song y que continuaría su desarrollo durante Yuan, el dinero. Por dinero entrega el padre a la hija, por dinero intentan asesinar a la viuda, por él (o, más bien, por poder despreocuparse de él), padre e hijo extorsionan a las dos mujeres. Dou E, ajena en principio a ese nuevo valor, es vapuleada por todos, hasta que su existencia llega a su fin.
De Historia del ala oeste ya hemos visto lo que Li Yu considera el cerebro: Baima como máximo representante del orden, un orden que se impone en el exterior y en el interior. Pero el desplazamiento ya ha quedado al descubierto y lo que acaba revelándose ante nosotros a lo largo de toda la obra, es la absoluta fragilidad y la reversibilidad de cualquier orden supuestamente “natural”.
El teatro de la dinastía Yuan no es tan sólo, como se ha dicho, una quiebra de los valores tradicionales por parte de un pueblo extranjero y la voz de queja de los letrados frente a la opresión de los nuevos gobernantes. Más bien, es el eco de muchas voces que, en un momento de crisis y gracias a este medio especialmente privilegiado, consigue “erigir el cerebro fundamental” de poner en escena visiones del mundo contradictorias y conflictivas en el proceso de evolución de una sociedad más profundamente compleja que la que nuestros teóricos del siglo XX pudieron apreciar.
Bibliografía :
Darrobers R., Le théatre chinois, París, PUF, 1995
Guan Hanqing et al. Tres dramas chinos, trad. A. Relinque, Gredos, Madrid, 2002
Wang Shifu, The Story of the Western Wing, trad. S.H. West y W.L. Idema, Berkeley/Los Angeles, Londres, California university press, 1995
La distinción en tragedia o comedia, por el tono de los sentimientos de la obra, no existe. Los finales, casi siempre felices, destruyen el tono violentamente trágico de algunas de las obras, como ocurre, especialmente, en dos de las aquí tratadas: La injusticia contra Dou E y El huérfano del clan de los Zhao.
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