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Aterrizaje en Tintín

Confieso que me agrada la idea de encontrar un galeón en miniatura y que así lo he imaginado en las pocas ocasiones en que he ido al Rastro. Confieso que entre los puestos y las antiguallas que alfombran el suelo, me he entretenido soñando que en el mástil habría, quizás, una pista que guiara a un tesoro: un lugar que no sale en los mapas, aventureros de nombres inverosímiles y el misterio de un cofre cuyo contenido no conocemos -un mapa del tesoro es definitivamente una novela que comienza-. Cuando leía las historietas de Tintín, me resultaba tan fácil entrar en ese mundo, creado por Hergé hace ahora noventa años, que una parte de la realidad se quedó impregnada de aquellas viñetas.

Quiero recordar que la primera historieta que leí fue Aterrizaje en la Luna (1954), que debía ser uno de los libros que había en aquella clase de tercero de EGB. Confieso que entendí el porqué de la intensidad de las sombras de los cráteres lunares muchos años después, pero fue leyendo Tintín, y no con las fotos verdaderas de las misiones Apollo, como quedé fascinado por aquellas zonas de oscuridad total: en el dibujo de Hergé, el cielo es negro, hondo, punteado de estrellas inertes -no como aquella otra que titilaba en La estrella misteriosa (1942)– y las montañas se proyectan como tinta china derramada sobre el brillo amarillo opaco del suelo de la Luna. Me atrevería a decir que la luna de Hergé adquiere una entidad propia de personaje, como la tiene aquella inconfundible luna de Méliès.

Aquel color que había tomado Hergé del grabado japonés es una parte esencial del mundo de Tintín. Es tan obvio el préstamo, que hace unos años Fernando Bellver realizó unas preciosas vistas de Tokio que reinterpretaban el Tokio de Hirosige añadiéndole a los personajes creados por Hergé. No fue la única influencia orientalista del belga: su amigo, el artista chino Zhang Chongren, le ayudó a huir en El loto azul (1936) de los estereotipos por los que se había dejado llevar en las primeras historietas. Este amigo real de Hergé se convirtió para la ficción en el primer amigo de Tintín, Tchang, a quien conoce precisamente en ese álbum y a quien reencuentra en Tintín en el Tíbet (1960). Esta maduración tardía en la forma construir a los personajes y las historias de Tintín, que forma parte también de la maduración propia de Hergé, tiene una consecuencia: Tintín no tiene un pasado, ni familia, ni se le conocen más amigos que los que hace durante sus aventuras, entre ellos el capitán Haddock -a quien, por cierto, no veremos aparecer hasta el noveno volumen-.

Peregrinación al santuario de la diosa Benzaiten en la gruta rocosa de Enoshima, en la provincia de Sagami (1850), tríptico en formato ōban, editorial Sumiyoshiya Masagoro.

Todo es movimiento en las aventuras de Tintín. En Las 7 bolas de cristal (1943), el reportero del flequillo llega a Moulinsart en tren y se acerca al castillo del capitán dando un tranquilo paseo. Hay alguna pincelada de humor cuando se encuentra con Néstor y con Haddock. La historia empieza a anticipar el conflicto cuando Milú se lanza a perseguir al gato de Moulinsart. El dibujo Milú es un área de color blanco mullida con dos puntos negros por ojos y unas cejas que le dotan de personalidad. Cuando corre, bastan unos ligeros trazos en forma de muelle estirado para que podamos ver la velocidad del can, que a menudo frunce el ceño con tozuda, Esos mismos trazos parecen surgir de las ruedas de un coche que persigue a otro y sus bucles se agudizan con la velocidad. En otro pasaje, cuando un rayo sobrenatural entra en forma de luz y rodea a Tornasol, podemos ver la espiral que forma para elevarlo del suelo. Tornasol sentado en su silla flota en el aire: el movimiento ya está en los comics, en la página impresa mucho antes de su adaptación para la serie de animación para la TV.

Las Aventuras de Tintín: Milú
Las Aventuras de Tintín: Milú

No fue hasta años después de haber leído Aterrizaje en la Luna (1954) cuando cayó en mis manos la primera parte de esta historia, Objetivo: la Luna (1953). Debió de ser un verano de principios de los noventa, en la casa de un familiar a la que habíamos sido invitados en la que había una pequeña biblioteca con algunos álbumes de Tintín. Este episodio doble difiere de aquellos primeros tomos que Hergé iba escribiendo, semana a semana, casi improvisando. En 1950 la estructura narrativa de Tintín ya responde a un plan y algunas historietas se extienden a lo largo de dos libros –El secreto del Unicornio (1943) junto con El tesoro de Rackham el Rojo (1944) y Las siete bolas de cristal (1948) junto con El templo del sol (1949)-. Objetivo: la Luna transcurre como una película de espías. Un enigmático telegrama de parte de Tornasol llega al castillo de Moulinsart desde Syldavia, la tintinesca nación balcánica. Haddock y Tintín se trasladan allí donde el profesor está trabajando en un viaje a la luna. El tono del álbum es diferente, un preparativo del viaje en el que todo sucede bajo un clima de conspiración que nos va llevando poco a poco al despegue Aterrizaje en la Luna. Por primera vez, veremos el icónico cohete espacial de cuadros blancos y rojos -mismos motivos que adornan el escudo de la bandera de Croacia, país balcánico como Syldavia-.

Tintín y los Pícaros (1976), la última historia de Tintín acabada por Hergé, aparece siete años antes de su muerte y ocho años después de la inmediatamente anterior -la magnífica Vuelo 714 para Sydney (1968)-. La aventura transcurre en la ficticia nación de San Theodorus, cortada con el patrón de las repúblicas sudamericanas de principios del siglo XX, en la que los personajes se codean con la guerrilla que pretende derrocar al tirano Tapioca. La historia termina, como de costumbre, sesenta y dos páginas después, y con ella la saga de Tintín, cargada de un melancólico cansancio de los protagonistas. En la viñeta aparece un avión en el que Haddock, a quien imaginamos recostado en el asiento, dice: Confieso que me agrada la idea de encontrarme en casa, Moulinsart. A lo que Tintín responde: A mí también, Capitán…

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