Debe de ser porque la música y la poesía, en buena parte de sus diferentes manifestaciones, tienen en común el sonido como vehículo hacia las emociones, o quizás porque la palabra en la poesía sale de su significado común y busca la sugerencia de lo que hay más allá de las palabras (esa persecución de lo inefable que en el gran poeta, como quizás veamos a continuación, no es tan inefable, sino que tiene una aguda precisión). Debe de ser por eso, o quizás porque la poesía tiene un origen cantado del que conserva claramente la belleza sonora: el ritmo, la tesitura de los sonidos propios de cada lengua, la repetición de ideas de verso en verso que hace las veces una percusión honda y silenciosa. Suele haber música en la poesía y, en ocasiones, hay también poesía en la expresión musical.
Debe de ser por eso o quizás sea cosa mía, porque entre las cintas que había en mi casa cuando yo tenía tres o cuatro años, estaba aquella del concierto de Paco Ibáñez en el Olympia de París de 1969, en el que se cantaban versos de autores principalmente de habla española (Alberti, Lorca, Hernández, Manrique). Si alguna vez leí a Alberti fue gracias a ese disco, y no a las clases de literatura de la EGB. Había también un par de canciones, poemas que se recitan para niños y que yo escuchaba como música infantil, quizás por su apariencia naïf o por su facilidad léxica: Érase una vez de José Agustín Goytisolo y Villancico, de Gloria Fuertes. Goytisolo desmonta los clichés del cuento:
Y había también
un príncipe malo
una bruja hermosa
y un pirata honrado.
Fuertes desmonta en su villancico nada menos que la interpretación tradicional del mito del nacimiento de Jesús:
Que se acerquen los pastores
que me divierten un rato.
Que se acerquen los humildes,
que se se alejen los beatos.
A mí, personalmente, me gusta cómo ha envejecido la voz de Paco Ibáñez, con más de ochenta años sigue sonando en los teatros por los que da recitales (creo que ya no en grabaciones nuevas de estudio). Suena suave, más flojito, más ronca, e invita aún más a la poesía. Es más recital.
Sobre la marcha, mientras escribo estas palabras, repaso algunos versos de Gloria Fuertes, hojeo una antología que compré el año pasado en su centenario, y encuentro poemas que no sé si son de total vigencia o es mi forma de leerlos ahora:
Pero…
¿y si entre la gentuza entra
la gente que queremos?
Llegará un momento
que será sin escultor un monumento,
y no sabremos
o no querremos saber
quién es la gente
y quién es la gentuza.
El rock, el metal, y otras músicas de la radio-fórmula se han apoyado en estas adaptaciones. Ya que son más que conocidas, baste en esta ocasión con mencionar la interpretación de A galopar de Síncope o el Palabras para Julia de Los Suaves, que parten de aquella grabación del Olympia.
Me sorprendió gratamente el hallazgo de Rosalía, producto musical en auge con diferentes reconocimientos del mainstream, que mezcla sonidos flamencos con esa música de moda a la que los jóvenes llaman trap. En su repertorio destaca un tango, adaptación de Morente, con letra de San
Juan de la Cruz.
Su origen no lo sé, pues no lo tiene
Mas sé que todo origen de ella viene
Aunque es de noche
Sé que no puede haber cosa tan bella
Y que cielos y tierra beben de ella
Aunque es de noche
Al deseo abisal de San Juan de la Cruz le van muy bien el modo frigio y la séptima dominante: en esa variación de los acordes, al disminuir la nota tónica parece quedar un hueco en el que se oculta esa fe innombrable de la que habla el místico, se oscurece, si cabe, la armonía del tema. Ambas versiones adaptan el castellano de San Juan de la Cruz para facilitar su digestión, cumplen con la labor de abrir la puerta a una obra que podemos prejuzgar lejana, aunque sea a costa de pervertir ligeramente la maestría con la que San Juan de la Cruz selecciona las palabras. Aunque es de noche se compuso hace cuatrocientos cuarenta años, en 1578, un momento del tiempo que también podríamos llamar abisal, y la oscuridad del poema, en la que se pincelan las luces de la fe -las luces de Dios-, parece brotar de la oscuridad de la celda en que fue escrita durante su cautiverio en Toledo, un zulo mínimo al que no llegaba más luz que la que entrara por una saetera, es decir: la única luz, tanto física como espiritual, debía de buscarla dentro de sí -esa noche, esa oscuridad, que en San Juan es en realidad el lugar de encuentro con la iluminación religiosa-. No quiero parecer sacrílego, y menos aún tratándose de tal tema, pero no puedo dejar apuntar que me gusta cómo el tempo lento de la niña Rosalía ayuda a profundizar en el tono submarino del poema.
Después de una potente campaña de marketing, Rosalía ha sacado un disco a la moda, armado a base de recursos flamencos y de pinceladas de trap cuya estructura se hila a través de los capítulos de Flamenca, una novela occitana del siglo XIII que cuenta la historia de un triángulo amoroso. Quizás estos ingredientes por sí puedan parecer insuficientes para tanta alabanza, pero en conjunto hacen que el disco bien merezca ser escuchado sin los prejuicios que suelen asaltarle a uno al
acercarse a la radio-fórmula.
No sólo los cantautores, también el flamenco -sobre todo el flamenco- ha alimentado y bebido de la tradición poética. No nos olvidamos de La leyenda del tiempo, piedra angular de la piedra angular del flamenco moderno, alocadamente rápida; ni del Omega de Enrique Morente, alabado y denostado a partes iguales, creo yo, y esencial por lo que de ese disco ha surgido. Si Morente es un excelente punto de entrada para la poesía de Lorca -Pequeño Vals Vienés, sin duda, pero sobre todo La aurora de Nueva York-, es unos años más tarde cuando en el álbum Sueña la Alhambra firma una pieza de especial belleza: Generalife. Inspirada en los sonidos entre bucólicos y palaciegos -sobre todo el agua- de los jardines de la Alhambra, con la guitarra comedida de Pat Metheny, Morente canta una letra que combina textos de dos poemas tan dispares como el Cancionero de Elvas y la obra de María Zambrano. Morente forma un tríptico: en el plano narrativo el texto del Cancionero de Elvas habla de dos amantes fugitivos que deben despedirse al amanecer (Ya cantan los gallos / vida mía, vete), mientras que la duda existencial de Zambrano aporta un misterio mayor a esa hora mágica:
¿Acaso son memoria de sí mismos
y detenidos se contemplan ya para siempre?
Si tú te miras, ¿qué queda?
La última pieza del tríptico es la dimensión sonora, que bajo el título de Generalife se compone por sonidos de agua y de aves que nos trasladan a los jardines de la Alhambra. La guitarra de Pat Metheny acompaña a la voz sobre unas palmas flamencas y sólo al final del tema toma protagonismo para puntear una melodía que nos lleva al final de la canción.
El bandoneón porteño de Cuarteto Cedrón suena en un compás ternario, a caballo entre lo bonaerense y el corte parisino, en la adaptación que hicieron de La calle del agujero en la media de Raúl González Tuñón. La calle del agujero en la media fue el título del primer libro que publicó González Tuñón viviendo en el ya lejano París de entreguerras. En un París muy diferente, en el que los españoles exiliados esperan expectantes la muerte del dictador Franco, Paco
Ibáñez se encuentra con Juan Cedrón, con Pablo Neruda y con Raúl González Tuñón y aparece un un disco de poemas cantados con una cara para Ibáñez y Neruda y la otra para Cedrón y González Tuñón.
El texto de La calle del agujero en la media, “una calle que nadie conoce ni transita”, cobra teatralidad en la voz de Juan Cedrón:
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad.
Ni la noche tumbada sobre el ruido del bar
ni los labios sesgados sobre un viejo cantar
ni el afiche gastado del grotesco armazón
telaraña del mundo para mi corazón.
Ni las luces que siempre se van con otros hombre
de rodillas desnudas y de brazo tendidos.
Tenía unos pocos sueños iguales a los sueños
que acarician de noche a los niños queridos.
Tenía el resplandor de una felicidad
Y veía mi rostro fijado en las vidrieras
Y en un lugar del mundo era un hombre feliz.
Dejemos, de momento, en el tintero la música que puso Juan Cedrón a los poemas de Cortázar, también digna de mención aunque sólo sea para que el inquieto lector la busque en su servicio de música en Internet favorito. Hay una evocación nostálgica digna del tango, es cierto, pero también hay una realidad que se nos dibuja vaporosa -como esa realidad onírica de los parisinos relatos de Patrick Modiano, si se me permite la comparación forzada-. Hay una realidad ya inalcanzable a la que González Tuñón se aferra con ese “Yo conozco”. La firmeza del presente de indicativo nos ancla a esa calle que está, no sabemos si en el recuerdo o en los sueños del poeta, pero justo al final, al intentar atraparla en un lugar concreto, la calle desvanece y el sueño se rompe:
Está en un puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un puerto.
Decir: Yo he conocido, es decir: Algo ha muerto.
Creo que fue Stephane Mallarmé quien se indignó ante cierto comentario de Richard Wagner. No me hagan mucho caso, quizás no fueran estos los personajes de la anécdota, incluso quizás la anécdota sea falsa. El compositor se acercó al poeta, orgulloso, a decirle «¿Sabe? He puesto música a algunos de sus poemas» a lo que el bate respondió «¿En serio? Creía que ya lo había hecho yo». De la misma manera, aquellos cantautores, cantaores y vocalistas que entonaron los textos de la tradición poética lo hicieron sin ninguna necesidad, quizás sin ningún añadido, pero nos allanan el camino hacia esos otros autores, nos muestran, nos influyen.
Imágen de Cabecera: Arturo Espinosa (CCBY 2.0)
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