No sé si sucede así en todas las ciudades o solo en algunas: los nacidos en Granada crecimos escuchando leyendas históricas, leyendas de barrio e historias de fantasmas que yo a veces creía. Luego es fácil seguir viendo historias donde no las hay, inventar un cascarón de ficción en torno a cualquier cosa. En el Bañuelo, en la Carrera del Darro, se esconde tras una discreta puerta de madera el extremo de una leyenda que comienza en la gran Puerta de la Justicia de la Alhambra. Visité esos baños ziríes varias veces de niño porque, además de las excursiones colegiales que nos llevaban andando desde nuestro barrio en el sur de la ciudad hasta el casco histórico, el Albayzín bajo o el Realejo, mis padres pusieron un empeño sereno y constante en ayudarme a ir descubriendo poco a poco la ciudad en la que había nacido. Nos dedicábamos, de cuando en cuando, a la gustosa actividad de hacer turismo cotidiano.
Lo cierto es que apenas recuerdo el edificio de aquellos baños árabes. Sé que la pared de la casa está encalada y que la puerta es angosta, lo sé porque aún paso por allí a veces algunas noches de verano y miro hacia la fachada, pero lo que se esconde más allá del límite de la puerta cerrada es imaginario. Me permitiré hoy la licencia de recordarlo, de inventarlo, pero no de documentarlo: quizás haya un corredor que lleve a alguna dependencia, salas comunicadas que posiblemente no existan ya o sean diferentes, y en algún lugar más hondo de la casa vuelve a mi memoria el recuerdo de una estancia que se iluminaba con el nimbo de unas claraboyas en forma de estrella en cuyo centro, entre varias columnas, se abría una pequeña piscina vacía, una alberca seca, en la que se puede ver lo que debió ser el desagüe ya ensanchado, como un túnel oscuro que se interna en las profundidades subterráneas del viejo Albayzín.
Creo haber estado allí de niño, creo haberme asomado intentando ver en la hondura opaca sin apenas poder acercarme al borde para mirar más allá. Hay un límite vertiginoso entre la realidad y la imaginación hacia el que miramos con los ojos cerrados.
De aquellos baños árabes guardo el lejano recuerdo de su interior y el verdadero presente de su fachada y de su puerta cerrada en el Paseo de los Tristes, junto al río Darro, más allá está la Alhambra, una presencia de otro tiempo, el aire mágico de las noches de verano. Aquel pasadizo secreto que se abría en el suelo, que yo creía entonces descubierto recientemente, quizás por algunas obras de reforma, es el que se dice que comunica con el laberinto subterráneo que pretendía servir de última vía de escape a los habitantes de la fortaleza y los palacios de la Alhambra. Y aún más: cuando Granada se rindió a la invasión católica, Boabdil abandonó la ciudad dejando en aquellos túneles todo un ejército de soldados durmientes, armados, esperando ser despertados por el cumplimiento de una profecía: cuando la mano alcance la llave labrada en piedra sobre la Puerta de la Justicia, los soldados despertarán para reconquistar la ciudad de Granada.
El Albayzín se desvela mágico y, a veces, es mejor perderse por la imaginación de sus calles: subiendo desde el Paseo de los Tristes, por la Cuesta del Chapiz, se soslaya el puente que cruza hacia el camino de la Fuente del Avellano, donde una afortunada noche de San Juan el paseante puede encontrarse con un mago mendigo que le revele el camino secreto hacia un tesoro milenario; al llegar al Mirador de San Cristobal encontramos junto a un tablao flamenco el panorama vibrante de la ciudad de Granada que se confunde con los pueblos de la Vega y de la falda de Sierra Nevada y que en las noches de verano parece reflejarse en un cielo de traviesas estrellas fugaces; adentrándose ya en las calles laberínticas, como si se cruzara hacia un mundo dentro de otro mundo, se doblan esquinas que desembocan en rincones irreales que danzan entre lo mitológico y lo maldito; en un callejón sin salida nos sorprenden con su extraña mueca los rostros vigilantes del Carmen de los Mascarones, piedra viva en una fachada encalada que finge no tener más iluminación que la de las lunas de estío; bajando por una calle desierta y nocturna se desemboca en la alegría de la Plaza Larga, donde alguien canta flamenco para decenas de personas que se refrescan en las terrazas de los bares; en una esquina más allá de la fachada de Casa Pasteles se ve una parte de la muralla de la que en otro tiempo se colgaban las manos cortadas de los ladrones condenados, y en ella se abre la Puerta de las Pesas hacia otro mundo interior dentro del Albayzín.
A mediados del siglo XX se siguió escribiendo la leyenda del Albayzín. El entramado de calles, laberíntico como los pasadizos subterráneos que se cruzan bajo el hechizo de la ciudad, fue el último nodo de defensa republicana de la capital y el escenario del primer capítulo del mito de los hermanos Paco, Pepe y Antonio Quero, héroes de la resistencia contra los sublevados primero, miembros más tarde de «Los niños de la noche». Todavía encontramos en la ciudad a nietos y sobrinos de los hermanos Quero, gente que escuchó o vivió las historias de aquellos años que van desde el estallido de la guerra en 1936 hasta los años de las guerrillas en postguerra.
Siglos de Historia se mezclan en el folclore albaycinero y granadino, leyendas que se transmiten de boca en boca, que se recogen en libros mediante versiones que van variando, que se confunden con la historia creando un tejido en el que a veces resulta imposible distinguir lo inventado y lo sucedido, como el visitante que al mirar a los ojos de una de las caras del Carmen de los Mascarones no sabe si tiene delante la piedra real y tangible de un ornamento o la amenaza feroz de una criatura mitológica surgida de un sortilegio en la penumbra del callejón.
Dice Jorge Marco en un libro que escribió sobre los hermanos Quero que nunca participaron en la resistencia del Albayzín. Antonio Quero fue requerido por la Guardia Civil para colaborar en los fusilamientos que se llevaban a cabo junto a la tapia del cementerio —quizás cavando fosas y trasladando a los muertos—. El 16 de diciembre de 1936, el general golpista Queipo de Llano movilizó nuevas quintas que incluían a dos de los hermanos Quero —el tercero ya estaba obligado a unirse al levantamiento nacional—.
Para huir, no de una persecución franquista concreta que aún no se había producido, sino de la insoportable violencia de la guerra, supieron inventar un camino secreto a la vista de todos para escapar del Albayzín y pasar al bando republicano. No hubo necesidad de túneles ni de hechizos, sino de ingenio teatral: disfrazados de gitanos, atravesaron todos los cordones de seguridad fingiendo ir de camino a un bautizo.
Por las calles de un mundo que forma parte de otro mundo y en el que se abren puertas a otros lugares, aparecen indicios de historias que, contadas una y otra vez, son eternamente nuevas, sin duda porque el verbo se distorsiona y se renueva al repetirlo, de tanto contarlo. Las calles por las que paseaba de niño y que siempre me han parecido desconocidas, la facilidad para perderse en lugares tantas veces recorridos, caminar por callejones en espiral sin llegar a encontrar una plaza, olvidar los dobleces de las calles que llevan de un lugar concreto a otro que no se sabe si ha sido real o imaginario, todos los caminos secretos que la imaginación y la memoria van trazando, ejércitos inventados y milicias verdaderas que atraviesan calles que quedan para siempre manchadas de sangre, el espanto de la guerra internándose en callejones que surgen y desaparecen como estrellas fugaces en la belleza legendaria del hechizo de una noche verano.
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