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Yo no viví el 23F

Yo no viví el 23F. Como amante de la política, he indagado sobre el tema, prestado atención a documentales y tertulias, y preguntado a mis padres y abuelos cómo fue todo aquello, aquella noche que, sin duda, supuso un antes y un después en nuestra democracia. A mi me parece que si la transición (entendida como el diseño de las reglas de un juego por primera vez democrático) finalizó ese día de 1981, en el que los diferentes agentes del sistema hicieron frente al golpe de estado como si de un examen final se tratara.

Y lo cierto es que esos agentes implicados, esas fichas del tablero (ejército leal, monarquía, clase política, periodistas, y por supuesto la gente) supieron estar a la altura de unos acontecimientos que hubieran podido devolvernos a una época muy oscura de nuestra historia, en un momento en el que los españoles comenzaban a disfrutar de la luz. Esos políticos, de diferentes colores y sensibilidades, habían sido capaces junto con el Rey, una parte del ejército e incluso algunos miembros destacados de la iglesia, de construir por mandato popular un régimen democrático que no iban a dejar de defender ante el ataque sufrido el 23F. Por mandato popular, una vez más, y también porque era lo que creían que había que hacer, aguantando de pie o en su escaño frente a quienes intentaban hacerles caer. Por sentido de Estado.

La verdad es que esa clase política, tampoco la he vivido. Hace mucho tiempo que las reglas del juego, el sistema democrático, se ha metido en el juego mismo, de tal manera que las cuestiones prepolíticas que sentaban las bases de nuestra democracia (la unidad de España, la igualdad entre españoles, la defensa de los derechos fundamentales, la lucha policial pero también ideológica contra el terrorismo…) son ahora negociables, intercambiables por tal o cual medida, o por unos presupuestos que permitan gobernar un poco más. La crisis de Cataluña pone sobre la mesa un nuevo ataque a estos principios, sin que exista un muro de contención tan sólido como el de el 23 de febrero de 1981.

Quedan, eso si, personas con sentido de Estado repartidas en los principales partidos políticos actuales, aunque lamentablemente parecen concentrarse más en la derecha que en la izquierda, obligando al votante que pone por encima la democracia a las ideas a sesgar su voto. Quizá sea el momento de partidos políticos no tan principales, pero que defienden esa democracia que tanto costó conseguir y que una vez más toca defender, desde posturas progresistas y sin renunciar a medidas sociales. Para recuperar, en la medida en que humildemente se pueda, esa clase política que hizo frente a los golpistas del 23F. Para, no sólo desde la derecha, volver a tener sentido de Estado, sentido de España.

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