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París a través de Toulouse-Lautrec

Vistamos la exposición “Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre” organizada por CaixaForum Madrid (del 20 de febrero al 19 de mayo de 2019).

Si quedan hoy día restos de aquel París al que llegó Henri de Toulouse-Lautrec en 1881, son con seguridad reproducciones, versiones y sucedáneos de aquellos carteles que dibujaba para los cabarets y demás locales nocturnos del barrio de Montmartre. En el triángulo que forman la Place de Clichy, Pigalle y el Moulin de la Gallete, los cabarets han dado paso principalmente a locales de peep show y de comida rápida. El imaginario bohemio que contribuyó a construir y mitificar Toulouse-Lautrec es ahora, quizás, no más que el maquillaje de sí mismo. Pero podemos ampliar esa zona hasta Anvers y al Sacre-Coeur, para incluir en este barrio la amable librería de la Rue des Abbesses, fiel al modelo librero parisino: locales medianos con espacio suficiente para albergar estantes espaciosos que muestran portadas de libros, algunas de ellas con tarjetas que tienen anotaciones a mano hechas por el librero -qué necesidad tendrá el lector de las dichosas fajas de los libros o las reseñas en los periódicos, pudiendo un librero dejar amorosamente unas palabras anotadas junto al libro-. Cuando vivía en París, acudía muchas veces a la Librairie des Abbesses y a sus inmediaciones, un barrio civilizado dentro del barrio de Montmartre, huyendo de la pulsión de la inmediatez de las obligaciones laborales primero, y después del ritmo frenético de las calles más concurridas del XVIIIe arrondissement de Paris. Las tardes de primavera invitaban a pasear y las tardes de invierno no, pero yo iba igualmente, y aunque casi nunca compraba nada, pasaba el rato mirando el escaparate y disfrutando de las fachadas de los edificios, de la arquitectura parisina, tan diferente a lo que estaba acostumbrado ver en España, con sus balcones decorados con frisos en lugar de fachadas planas y secas, los ventanales altos invitando a la poca luz la Europa nublada, tejados inclinados en los que crecían chimeneas de calefacción central, muros que escondían una vida que a mí, habitante de una banlieu, me quedaba tan lejana que me sentía como un extraterrestre. Llegar al parís del siglo XXI es, mayoritariamente, llegar a los suburbios.

Toulouse-Lautrec dejó un testimonio de lo que sucedía en aquellos interiores de una parte del París del siglo XIX. Le abrió al impresionismo la puerta de los cafés concierto de los parisinos con bombín o con chistera y desde allí construyó los pliegues y el vuelo de las faldas de las bailarinas de los cabarets -otro interior distinto- como la que ocupa el centro de Baile en el Moulin Rouge (1890) o la que se asea en Femme à sa toilette (1889) mostrando una espalda desnuda y el cabello pelirrojo recogido. Con esa obsesión por la melena pelirroja recogido, Carmen Gaudin es retratada en La pelirroja con blusa blanca (1889), con algunos mechones sueltos que ocultan sus ojos, insinuando pero sin llegar a mostrar como las ventanas de los edificios del barrio de Montmartre o las faldas del cancán.

Aquel era el París que reconocemos hoy día en el cine y la literatura, el de los cabarets y el teatro de sombras, precursor en el entretenimiento del cinematógrafo. Los magos aún no se habían vuelto proyectores de películas y la forma de mirar al mundo de los parisinos cobraba una sed de disfrute. Aquel París fue vivido por Gaugin y van Gogh, entre otros, y por él ya corrían unos jovencísimos Pablo Picasso y Guillaume Apollinaire. El Metro de París estaba a punto de nacer con sus corredores laberínticos -y no sabemos si ya entonces mal señalizados- y el ferrocarril era ya una institución que conectaba París con las ciudades de la periferia -por ejemplo, el Arles donde corre a refugiarse van Gogh o donde vive Pierre Lemaitre-. La absenta, un antipirético que utilizaban las tropas francesas, se servía en cafés y bistros como bebida recreativa y la frontera entre la profesión de bailarina de cabaret y la de prostituta se había diluido.

Vincent van Gogh, visto por Toulouse-Lautrec
Vincent van Gogh, visto por Toulouse-Lautrec

«No puedo, no puedo y tengo que hacerme el sordo y darme de cabeza contra la pared -sí-, y todo eso por un arte que huye de mi y que nunca entenderá todo el mal que por él me he echado encima». El arte como maldición, esa forma tan pasional de vivirlo como una condena, recuerda también al malogrado Vincent van Gogh, de quien fue amigo y a quien introdujo en aquel París. No en vano, Toulouse-Lautrec ejecutó uno de los retratos más singulares de van Gogh, el único en el que se le puede ver de perfil frente a un vaso de ajenjo. «Degas me ha alentado al decirme que mi trabajo de este verano no está mal. ¡Cómo quisiera creerlo!» No llegaba a consolarse Toulouse-Lautrec, que encontró entonces el éxito como cartelista. Su póster para el Moulin Rouge presenta una original composición que podrá verse pegada en todos los rincones de París: una bailarina danza sobre un suelo de parquet como único personaje en color mientras el resto de personas son siluetas como al contraluz, a la manera del teatro de sombras.

Moulin-Rouge, de Henri de Toulouse-Lautrec
Moulin-Rouge, de Henri de Toulouse-Lautrec

Toulouse-Lautrec muere a los treinta y siete años, en 1901, enfermo de sílfilis y víctima de los accesos de locura que la enfermedad le causaba. Goza de fama como creador de carteles, pero la critica es demoledora con sus óleos -no será el único de la época que no encuentra en su momento el reconocimiento que recibirá más tarde-. Acaso quede, en el París por el que transcurren las mañanas de trabajo de una gran ciudad y las tardes y noches de turistas atolondrados, un viejo rescoldo de aquel otro París que ayudó a dibujar Henri Toulouse-Lautrec, y acaso sea, como en la película de Woody Allen, no más que un sueño de medianoche.

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