El primera día de la semana, al rayar el alba, las mujeres volvieron al sepulcro con los aromas que habían preparado, y encontraron la piedra del sepulcro corrida a un lado. Entrron, pero no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Estaban aún perplejas, cuando dos hombres se presentaron ante ellas con vestidos deslumbrantes. Llenas de miedo hicieron una profunda reverencia. Ellos les dijeron:
– ¿Por qué buscais entre los muertos al que está vivo?Lc 24, 1-6
El albor despunta en un cielo que de oscuro va volviéndose celeste, recorta un paisaje árido, recién salido del contraluz, con unas escaleras horadadas en la piedra descendiendo hacia la entrada del sepulcro abierto. Por el camino podemos ver tendida una sábana, queremos imaginar que posada allí por el viento o solamente abandonada con negligencia: lo que ya no se quiere, lo que ya no hace falta, la mortaja del que ya no está muerto. El paño que le cubría la cabeza no aparece con las vendas, debe estar en otro lugar, como dice el evangelio, “doblado y colocado aparte”.
En esta pintura de Joaquín Vaquero Turcios (Madrid, 1933 – Santander 2010) no hay nadie. En breve llegaran las mujeres seguidoras de Jesús, con los aromas comprados dos días antes, tras haber descansado el último de la semana, y descubrirán que el Señor ha resucitado. Creerán primero que el sepulcro ha sido profanado: la incredulidad es la primera reacción siempre ante la noticia de la resurrección. Y después el miedo: «llenas de miedo».
En el momento exacto del milagro, según nos cuentan los evangelios, no hay testigos para asombrarse, quizás por eso el cuadro de Vaquero Turcios nos lleva a ese momento tardío en el que se descubre que el cuerpo de Jesús el Cruficiado ya no está allí. Somos nosotros, ante el cuadro, aquellas mujeres, las primeras en llegar. Vaquero Turcios nos situa en el momento previo al descubrimiento del milagro: el sepulcro abierto y el paisaje desolado nos llevan al desasosiego de querer y no querer mirar dentro del rectángulo negro que se abre en la piedra. Los soldados y los gobernantes, dicen los evangelios, confabularán para hacer creer a pueblo y mandamases que fueron los discípulos quienes robaron el cuerpo del crucificado. De una forma diferente, ellos también sienten miedo ante la resurrección. Costaba tanto creerlo que los propios discípulos fueron reprendidos por Jesús, días más tarde, en una serie de apariciones. Durante varios días, reina la confusión.
Hay el misterio de la desaparición del cuerpo de Jesús, pero hay otros misterios más. La piedra es protagonista: el arte, que surge en el interior de cuevas como Altamira o Lascaux aquí parece escaparse hacia el alba a través de la entrada abierta del sepulcro. La piedra, como material, acapara el protagonismo de la misma manera que lo acapara en su escultura de la plaza de Colón en Madrid, obra también de Vaquero Turcios: una mole que primero llena de material el ojo del espectador para captar su atención y después le invita a introducirse en ella, a formar parte del paisaje que define la obra. «No hay reglas en la pintura, sólo es imprescindible la libertad», decía Vaquero Turcios en su discurso de ingreso a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. ¿Es un retrato, esta resurrección pintada en la que parecen fundirse pintura y escultura? No el retrato de un hombre, claro está, sino el retrato la resurrección en sí, el mito central que dará lugar a una religión. Dios ya no está: murió y se ha ido. ¿Qué encontraremos tras la negrura de la entrada al sepulcro abierto?
Alba de Resurrección
Joaquín Vaquero Turcios, 1956
Óleo sobre lienzo, 120 x 180 cm
Museo Reina Sofía
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