Siempre supe que mi vida daría un giro en cualquier momento pero lo que hoy no esperaba era pasar, en cuestión de minutos, de padre de familia respetable a enemigo público número uno de mi ciudad. Y eso es lo que estaba a punto de suceder.
Entró la llave sin resistencia en la cerradura que otros días daba más de un quebradero de cabeza para abrirla sin saber los motivos, a pesar de haber desmontado varias veces el bombín con la idea de arreglarlo de una vez y evitar lo que un día sería inevitable. Odiaba la idea de tener que llamar algún día a Pep el cerrajero, un catalán muy “avispado” que, creyendo ver fortuna en Andalucía – concretamente en Granada, mi ciudad – se vino un día de hace 18 años con su mujer Montse – ¿ cómo no? – y sus dos hijos, montando un pequeño negocio de cerrajería en donde, además, lo mismo te hacía copias de llaves, que te montaba o desmontaba una puerta blindada, que se atrevía con alguna chapucilla de carpintería metálica o similar. El caso era hacer ruido – cuanto más mejor parecía su lema – mientras realizaba su trabajo, y eso era una de las cosas que me hacían perder los nervios con más facilidad en esta vida, el ruido gratuito que pudiéndose evitar no paramos de generar a nuestro alrededor.
Aquel no había sido un día normal en la farmacia por el exceso de trabajo acumulado debido a la ausencia de la auxiliar, Amparo, que con la historia de que le había mandado el médico de cabecera hacerse un chequeo, con análisis de orina y sangre incluidos, “llegaría algo más tarde“, con lo que tuve que abrir yo personalmente y luego atender al público, distribuidores, ordenar mercancías, desechar caducadas y vuelta a pedir nuevas, todo a la vez y sin tiempo al descanso. “Algo más tarde” estuve recordando toda la mañana. ¿Pero la sangre no la extraen a las ocho de la mañana y la orina es sólo dejar el bote cuando te nombran? O la habían desangrado o estaría bebiendo líquidos para provocar la micción como los futbolistas en el antidoping ese, porque de otra manera no alcanzaba yo a entender que un lunes, con todo el trabajo que hay y sabiendo que tampoco vendría Fran, el otro farmacéutico y socio mío, fuesen casi las dos de la tarde y no hubiese ni llamado para decir en qué UVI estaba ingresada ya que, si no era así, ya vale que tuviera la excusa del siglo XXI para explicarme con pelos y señales el ya nombrado retraso. Cuando apareció al fin y comenzaba a desgranar su excusa yo tenía tal gana de salir pitando de allí que me deshice de la bata rápidamente y con un “hasta luego a la tarde”, y bien tarde, me deslicé a través de la puerta a la calle sin mirar atrás vayamos a que por ello me tocara otra china indeseable. Sentí sonar el teléfono y que Amparo informaba a quien fuese que yo ya había marchado a casa. Pero al fin todo había terminado y me encontraba en casa sobre las 14:30 horas del primer día de la primavera. Saludé a un joven que bajaba por las escaleras y empujé la puerta.
– ¿Quién hay en casa? – pregunté al cerrar la puerta y esperando la avalancha que mis dos hijas siempre ponen en marcha cada vez que me sienten entrar -. ¿No hay nadie que quiera un regalito? – misma “mentirijilla” que todos los días servía de inicio de una serie de bromas con las pequeñas.
“¡Qué extraño!”, pensé, hoy no tenía noticias de que comiesen fuera. Y en lunes, día entre semana que normalmente no es muy apreciado por nadie en casa. Chris, mi mujer, porque debe de correr de un sitio a otro, a contrarreloj, para hacer de todo: llevar a nuestra hija la mayor, Luz, al colegio, hacer su trabajo en los juzgados, es abogada, recoger a la cría en el colegio, llegar a casa y dar de comer a la pequeña Rebeca antes de comer ella junto a Luz, recoger todo un poco, para volverla a llevar al colegio, a la sesión de tarde como yo digo, correr al bufete, en donde pasa toda la tarde, con recogida final en casa sobre las veinte horas. Luz también odia este día, tanto como el martes, ya que son los días de la semana en que tiene colegio por la tarde y para colmo clases de inglés particulares (como si con 6 años fuera una pequeña ejecutiva bilingüe). La verdad es que se lo pasa muy bien en las clases de inglés con una profesora nativa llamada Jane que, aunque madurita, no deja de tener su lado sexi. O por lo menos eso a mí me pareció las dos veces que la he visto y, que por comentarlo con mi mujer, casi me cuesta una pelea. Rebeca también tiene su fobia al lunes porque nos ve poco y rápido, pasando la mayor parte del tiempo con Nola, chica que nos hace las veces de asistenta, cocinera y canguro.
Recorrí los cuatro metros de pasillo que separan la entrada del distribuidor desde donde miré, por este orden, a cuarto de baño, mi dormitorio, salón, despacho y cocina sin encontrar la más leve señal de vida. Olía como a colonia o ambientador barato, tipo Pachuli, por lo que intuí que habíamos tenido visita, pues esa agua de fregar no la usa de colonia ninguna persona sensible que yo conozca. Me quité mi vieja parka color tierra y, como de costumbre, la colgué en el respaldo de la primera silla que encontré en el salón. Busqué alguna nota que me aclarara algo. Negativo. Miré el contestador del teléfono por si hubiese algún recado y al ver parpadear un 2 en el visor de mensajes activé el “play”.
– A ver si estamos de vez en cuando en casa, que parece que os pinchan cada vez que os sentáis ahí. Bueno, llamaré luego. Un besito a las niñas. Nos vemos – dijo mi cuñada Patricia con un poco de sorna.
Cuando me disponía a oír el segundo mensaje me percaté de un silbido proveniente de la cocina, o eso al menos creí yo. Pulsé “pause” y me dirigí hacia allí. Abrí la puerta y vi cómo sobre el fuego de la hornilla una olla despedía una columna de humo negro a presión acompañado del sonido de la válvula dando vueltas. Había vapor de agua por todos los azulejos y comenzaba la nube de humo a impregnar los mismos y la madera de los muebles. Rápidamente apagué el fuego, abrí la ventana que da al patio de vecinos, busqué unas manoplas de cocina para protegerme las manos y coger la olla con la intención de trasladarla hasta el exterior mientras trataba de no respirar el humo. Con tanto trajín no me percaté de que la válvula, la misma que hacía un momento giraba violentamente, ya no lo hacía. Por consiguiente, el humo que antes salía a borbotones, ahora se acumulaba dentro del recipiente aumentando la presión interna del mismo. Saltar la tapa disparada hacia una cristalera, rebotar rompiendo vasos, platos y el cristal de la ventana saliendo por ella, caer yo de culo y contra el frutero con el consiguiente desparrame de manzanas, kiwis de las noches, plátanos y alguna pera, y colorear todos y cada uno de los azulejos de la cocina con restos de potaje de lentejas, fue todo uno.
Como se puede hacer una idea el lector, todo vino acompañado de un estruendo horrible que desde el portal hasta el apartamento del portero, ocho plantas más arriba, llamó la atención de todos los vecinos. De pronto oía, a través de la ventana, lo que para mí eran cientos de voces preguntar y especular sobre qué o quién podía haber sobresaltado la hora de la comida a todo el bloque. Aprecié, desde mi estado de confusión, cómo gritaba Doña Remedios desde el fondo del ojo de patio proclamando, en términos irreproducibles, cuantas injurias pudo sobre la parentela del que supuestamente había intentado acabar con su vida arrojándole una tapa de una olla que había pasado a pocos centímetros de la cabeza mientras tendía lo que ella llamaba el ajuar que le guardó su santa madre, nomenclatura que, teniendo ella cerca de los 80, siempre pensé que poco uso le daría en un hipotético e imposible casorio.
Recuperada un poco la razón tras el shock inicial postestallido, miré a mí alrededor y valoré, así por encima, en más de 600 euros la jugada de la olla a la vez que comencé a responder a las llamadas de los vecinos.
– Estoy bien, tranquilos – contesté algo elevado para que me oyeran.
– ¿Pero qué ha pasado Don Luis? ¿Está usted bien? ¿Y su señora y las niñas? – decían al unísono Doña Leonor, Doña Carmen (viuda de Don Alfredo, el enterrador que Dios tenga en su gloria, pero sin anís) y Doña Patro, las tres vecinas de la misma planta que rápidamente desaparecieron para cruzar la entreplanta hasta mi puerta una vez me hubieron visto vivo y coleando. Parte por interés, parte por chismorreo, ya oía yo el ring ring de la puerta constante. Sabiendo que hasta que no me vieran personalmente y conociendo a Diego, el portero gallego del bloque, que estaría allí también, si no ya, después de ya, me dirigí a la puerta para abrir y calmar los ánimos de los allí presentes. Fue abrir y una avalancha de gente entró empujándome a un lado capitaneados por un cabo de los bomberos. “¿Quién coño habría llamado a los bomberos y cómo habían corrido tanto para llegar casi antes del suceso?”, rumiaba yo en silencio.
– No entren por favor hasta que mis hombres y yo hayamos atajado el peligro – ordenaba muy diligente el cabo referido -. Llévense a las mujeres y a los niños primero, y desalojen pacíficamente el edificio en espera de que los resultados de nuestra labor nos permitan volver a dejarles entrar en sus domicilios.
Diego el portero me preguntó por Chris y las niñas, y en cuanto respondí que no había nadie en casa, me empujó junto con las vecinas escaleras abajo a la vez que gritaba por el hueco de las mismas conminando a todos los vecinos a desalojar el edificio lo más rápidamente posible ya que ni los bomberos podían garantizar en esos momentos la viabilidad del mismo. “Pacíficamente”, pensé para mis adentros que había dicho el cabo de los bomberos, y allí aquello poco tenía que envidiar la escena al “Coloso en llamas”. Doña Leonor y Doña Patro poco aparentaban reunir entre las dos más de 150 años, pues hasta los gemelos del primer piso, Zipi y Zape, como cariñosamente los apodé yo por sus “gracias” diversas, se quejaron de las cargas excesivas que las dos señoras les hicieron en el último rellano, antes de la planta baja, que las hicieron ser las primeras del bloque en emerger a la calle. Tras los gemelos y su abuela, Doña Trini, otra que tal baila con su sordera y el volumen de su televisor ampliamente denunciado, salimos Doña Carmen y un servidor sin prisas pues ya le había informado yo que se trataba de un simple estallido del potaje en la olla y no creía trajera más consecuencias, aparte de que, fijándose uno un poco en mis ropas, podía encontrar restos del mismo engalanando mi camisa.
Producto del revuelo que se originaba con cada vecino que aparecía por la puerta de acceso al portal, se fueron congregando allí más y más personas hasta llegar aproximadamente al ciento. Repetidamente, y conforme se iban enterando de que el origen de todo había estado en el 2ª F, mi piso, tuve que contar una y mil veces cómo me estalló en las manos la famosa olla con las apetitosas lentejas (es de suponer que con tantas contrariedades se imaginará el lector que de comer, nada de nada, pero con el susto ni me acordaba). Nadie lograba entender, ni yo mismo, qué hacían unas lentejas chamuscándose solas en mi cocina sin nadie que las vigilara. Ni Nola, ni Chris, ni nadie con derecho a mi cocina presenciaba la tragedia. Pero…¿dónde estarían? ¿Y las niñas?
Esperamos pacientes la salida de los bomberos mientras aquello degeneraba en una continua queja al presidente, el relojero Don Carlos, que veía cómo pasaban los minutos y se quedaba sin comer, teniendo que estar de vuelta en la relojería a eso de las cuatro. La mayoría se quejaban de la antena de televisión, pues no podían ver cadenas privadas que con tanto bombo anunciaba Don Carlos cuando propuso, en mala hora para él, instalar una parabólica que su primo antenista les dejaría a un precio irrisorio. Risa nos dio a todos cuando la factura ascendió a 1500 euros, “y eso sin contar mano de obra “. Fue el declive de Don Carlos como presidente, pues en breve una moción de censura presentada en junta extraordinaria, daría fin a 3 años de máximo representante del bloque, título no muy importante, pero que a Don Carlos le servía para llamar a su señora esposa “Primera Dama de la comunidad”.
Y en esto estábamos cuando salió por la puerta del portal, flanqueado por otros tres compañeros de menor rango, supongo, el cabo de bomberos. Su rostro reflejaba un gesto de preocupación que suscitó mi interés. Tenía un enorme mostacho canoso. Cejas muy pobladas y continuas, nariz pimentona morrón, como si hubiese bebido algo más de la cuenta, un cabezón redondo como un balón de fútbol. Calculo tendría entra 50 y 55 años, 1,65 de altura y unos 75 kilos de peso. Mientras se dirigía derecho a mí comenzaron a oírse sirenas de policía. Dos “zetas”, creo que así los llaman en su jerga, y una furgoneta aparecieron abriéndose paso entre todos nosotros a golpe de sirenazos y si no se aparta alguno, también a golpes puros y duros. En milésimas de segundo rodearon a todos los presentes, vecinos, curiosos, gente aburrida y demás fauna que en estos barullos salen de debajo de las piedras para olisquear y/o criticar todo lo que abarquen sus narices, doce o catorce números de la benemérita dispuestos a darlo “Todo por la patria” y algo menos por los allí presentes.
– Pero hombre de Dios, ¿qué ha hecho? ¿Cómo ha podido hacer esto? – me vociferó el cabo, que de esta guisa parecía más bien Teniente General de Todos los Ejércitos.
Todos los vecinos y compañía enmudecieron de inmediato y buscaban respuestas clavando sus pupilas ahora en mí, ahora en el cabo. Buscaban el más mínimo gesto, palabra u omisión que les diera una pista sobre lo que poder dar al resto alguna primicia. Parecía que el primero que averiguara algo de lo sucedido tendría un premio. Y por las miradas y el silencio cualquiera diría que el premio los retiraría de por vida, porque allí no pestañeaba ni Doña Flor, la del 7º A, que sufría de queratoconjuntivitis crónica seca bilateral hacía seis años, y tenía que usar suero fisiológico cada cinco minutos para que no se le secaran del todo los ojos. Menudo cuadro, y el cabo también esperaba respuesta con unos ojos saltones que se estaban inyectando de tal forma que temí reventasen en mi cara y llenaran de más porquería la camisa color salmón al principio, pero que ahora presentaba un aspecto alunarado lentejil que, si no fuera por el olor que desprendía, tampoco resultaría excesivamente repulsivo.
– Pues le explico – comencé a decir a la vez que unos cien pares de ojos, si no más a estas alturas, se clavaron en mí abriendo todo lo que podían sus oídos para recabar la información y en algunos casos, los más lejanos, pidiendo incluso que elevara la voz, pues “al fondo no se oye bien “decían – la olla con el potaje de lentejas estalló en mis manos, como ya he explicado a la concurrida audiencia que nos acompaña casi uno por uno, supongo yo que por fallo de la valvulita que da vueltas o por exceso de tiempo en el fuego, ya que el humo…
– ¡Pero usted se cree que soy gilipollas o me chupo el dedo! – espetó, o mejor aulló el cabo que de nuevo parecía General por la mala leche que parecía gastar.
– Un momento, ruego se mantengan en silencio y conserven la calma. A partir de ahora las preguntas las hago yo y todo lo que diga puede ser tomado en su contra – era uno de los números de la guardia civil que habían acordonado la zona y, como temí, también era cabo al mando del grupo operativo que se había movilizado en este caso.
– Oiga, disculpe, la calle Vinuesa o el Bar El Terrao – preguntó un joven, el mismo que vi bajando por las escaleras cuando abría yo la puerta de mi casa, de unos 27 ó 28 años, al guardia civil mientras este se incorporaba a nuestra vera. El chico era alto, de complexión atlética, pelo rizado negro y hablaba a la vez que sostenía una colilla de tabaco rubio, por su boquilla naranja, por eso creí que era rubio, con los labios. Noté sus ojos enrojecidos, no sé si de la droga o vete tú a saber qué. En su mano derecha, tatuada en el dorso con una media luna roja, llevaba una bolsa voluminosa de un conocido hipermercado con un trapo azul liado dentro que parecía un jersey.
– No sé y ahora no me molestes que estoy de servicio – replicó el guardia de mala gana. El chico se fue tan rápido como apareció.
– Señor guardia..- comencé a balbucear.
– ¡CABO! ¡Y A MUCHA HONRA! – gritó para que todo el mundo oyera quién mandaba allí a la vez que se le hinchaba el cuello marcando dos yugulares como sogas de barco -, y o se limita a abrir la boca cuando le diga, o le puede caer un paquete encima del que no le libra ni el mismísimo Excelentísimo Señor Ministro de Interior, ¿captado el mensaje? ¿OK?
Captando, procesando y pasmado estaba yo mientras pensaba qué carajo les estaba ocurriendo a aquellos dos veladores de nuestra seguridad. ¿Locura colectiva del cabo en sus diversas presentaciones? No recordaba haber leído nada al respecto en mis ratos de “buceo” altruista por la medicina del bípedo, pero podía estar presenciando los primeros casos, pues todo tuvo un inicio alguna vez. ¿Qué quería el primer cabo, o sea el de bomberos, que había pasado de velar por mi seguridad cuando entró en casa a casi lincharme con la mirada y obra en apenas 20 minutos que duró su estancia en mi casa? ¿Quién había llamado al segundo cabo, o sea el guardia civil, y por qué? ¿Y por qué éste último me trataba como si fuese el Lute o similar? ¿Y por qué el despliegue excesivo de números y medios, algunos armados, venían con sus metralletas visibles, por tan sólo unas lentejitas de nada? Si lo sé no abro ni al párroco así viniese a darme su bendición.
Continuará…
Próxima entrega el 22/05/19
Es difícil que una lectura te enganche en el primer capítulo, esta ya lo ha conseguido.
Estoy deseando que llegue la próxima entrega.
Enhorabuena.