Atormentado por el fin de mis vacaciones escondía mi rostro entre mis manos frotando los ojos cargados fruto de los tintos de verano bebidos durante la partida de dominó que ahora disputaba. No paraba de recibir chuflas y chistes fáciles de mis compañeros de ocio sobre mi inminente regreso a la rutina que esta noche me tocaba sufrir. “¿A quién le toca currar mañana durante otros largos once meses?” era la frase. A la mayoría como mínimo les quedaban diez días más de relax. En mi fuero interno crecía el deseo que todo parase, que no corriese más las agujas de mi Orient, que todo se eternizara allí tal cual estaba. No sé bien si por los efluvios etílicos comencé a percibir cada vez más lejanos todos los ruidos que me rodeaban: las fichas del juego, la música salsera del chiringuito, los comentarios ante el paso de cualquier jovencita, las peticiones de raciones a gritos a la cocina, todo en definitiva tornaba silencioso como si giraran el volumen de la vida hasta el cero, la nada auditiva. Extrañado por mi crisis de sordera, separé mis manos decidido a acabar de un largo sorbo lo que quedaba de mi refresco cuando me quedé atónito por el panorama que se representaba ante mis narices: todo estaba detenido, sin vida. Las personas petrificadas como en una instantánea fotográfica. No sentían, no hablaban, no parpadeaban, ni siquiera respiraban. Comprobé las caras de mis tres colegas de partida sonrientes, felices, ajenos a lo que les estaba pasando, con las mejillas sonrojadas y los ojos aún vidriosos del vino. Incluso Romerales se encontraba sumergida la cabeza en una nube de humo de tabaco que no evolucionaba hacia arriba ni hacia abajo, ni se dispersaba ni se desvanecía en el aire, manteniéndose fija sin dejar ver su rostro. En la barra el camarero mostraba su amarillenta dentadura a un ordinario cliente que hurgaba entre los dedos de los pies descalzos. Pero lo realmente increíble era que el chorro de whisky que el uno le servía al otro había sido pillado en el aire. Me levanté sonriente dispuesto a disfrutar de mi deseo cumplido seguro de que aquel día no terminarían mis vacaciones. Gocé un buen rato de tener impunidad total ante todo y ante todos. Canté las cuarenta a cada uno de mis contrincantes de partida riéndome en sus caras. Me colé en la trastienda del quiosco comprobando que eran ciertas las sospechas que nos acuciaban durante estos días de asueto confirmando que el whisky era de garrafón, el vino de cartón barato y la gaseosa de oferta desmintiendo así a Bartolín, propietario del antro. Bajo un ventilador estaba sentado nuestro estafador empapado en un sudor paralizado, con su camisa floreada ondeando al viento, inmóvil la tela desafiando la Ley de la Gravedad. Recorrí el local ojeando qué periódico leía uno, qué plato comía otro, qué marca de reloj llevaba otro más, todos conocidos de vista que despertaban diversas curiosidades en mí que hoy podía aplacar sin prisas. Salí al exterior y disfruté de un sosegado paseo playero en donde la bandera verde, las olas del mar, los barcos, tablas de windsurf, los flecos de las sombrillas e incluso los balones hinchables voladores permanecían fijos. Noté que tampoco había viento que corriese ni sol que calentase, ni llegaba el rumor de los coches por las calles adyacentes. Me apeteció remojarme los pies en la orilla dejando primero mis chanclas de goma junto al palo de mi parasol donde seguía mi señora apurando los últimos rayos de sol de estas vacaciones. Estaba medio incorporada, apoyada en los codos y a medio camino de un largo bostezo. “Te van a entrar moscas, cariño” pensé en broma al ver un par de ellas, inmóviles como todo, a tan solo cuatro sombrillas de la nuestra. “En cuanto esto arranque no le da tiempo a cerrar la boca” continué camino del agua sonriendo. Intenté probar primero la temperatura introduciendo mi dedo gordo para captar sensaciones pero me di cuenta que no me transmitía nada. Ni metiendo la punta del dedo, ni todo el pie, ni siquiera cuando nervioso me introduje hasta el ombligo. Reconocí que mis pies desnudos llevaban tiempo sin sentir impresiones de ningún tipo. Sumergí mis manos y mi cabeza y seguía sin sentirme mojado. Resoplé, susurré algo al principio que luego grité revolviéndome como un poseso pues no percibía sonido alguno. Busqué zarandear al primer bañista que encontré y noté que al cogerlo, aquella imagen que percibía en tres dimensiones por mis ojos, tan sólo me brindaba las dos que cualquier postal de recuerdo ofrece al turista. Parecía estar dentro de una gigantesca fotografía de mi entorno en donde lo único móvil era yo. No veía salida al juego extraño en el que un fuerte deseo me había llevado. Corrí alocado entre las figuras acartonadas y las imágenes irreales, sin vida. Gritaba en silencio por no haberme creído afortunado con lo que tengo y desear más bienestar del que ya de por sí tenía, afligido de lo que creía perdido: mi familia, el trabajo, los amigos, escuchar buena música, paladear un buen plato, …. cosas banales para la mayoría precisamente por haberlo alcanzado, no sin esfuerzo, aunque este ya no lo valoremos con el tiempo. Caí en el mal de muchos de creer en placeres eternos cuando estos sólo lo son si cuesta llegar a ellos pasando a mera rutina su abuso. Volví al chiringuito de Bartolín sudoroso, jadeante de desesperación y próximo a la locura. Agaché la cabeza en mis rodillas para retomar aire en el momento que una ligera brisa con olor a espeto precedía al aumento del volumen del sonido, a la recuperación del calor sofocante propio de la época, del gallinero permanente del bar, retornando el movimiento a mi alrededor ante el jolgorio interno de mi ser agradeciendo como jamás pensé que lo haría volver a escuchar a coro la manida frase: “¿A quién le toca currar mañana durante otros largos once meses?”.
Gracias Jose L. Leon P. por recordarnos que las cosas importantes pasan tan cerca que no sabemos lo rapido que podriamos perderlas…y gracias tambien por regalarnos tu creatividad en tapitas pequeñas pero exquisitas.