Casi diez horas llevamos atrapados en esta caja colgante sin que nadie nos eche en falta, y todo por apurar el trabajo hasta última hora de la última tarde previa a las vacaciones, momento en que, lógicamente, no queda nadie en el edificio de oficinas que nos pueda rescatar o al menos dar la señal de socorro. Se fue la luz y quedamos entre el segundo y el tercer piso con una alarma que apenas oímos nosotros, con lo que imaginamos que fuera aún menos, y que, para colmo, cesó en unos minutos. “Esto tienen los inmuebles viejos” pensé con rabia acordándome que me quedaban pocas horas para coger el avión rumbo a Copacabana, avión que más que probablemente partirá sin uno de sus más ansiosos pasajeros. Temía que la avería no fuese alertada por nadie ajeno al bloque, que se quedaba siempre vacío durante todo el próximo mes, pues las cinco empresas que lo utilizábamos coincidíamos en las fechas de asueto y cierre. La mala suerte nos hizo coincidir a las cinco personas que quedaban por desalojar el edificio en el fatídico último viaje hacia la planta baja: Francis, joven mensajero, Silvio, abogado en vías de jubilación, con su disciplinada secretaria Pepa, la explosiva Mari Angeles propietaria de una agencia matrimonial, y yo, Luis, representante de productos capilares. En estas largas horas le había dado tiempo a Pepa a desfallecer y volver a la vida algo así como quince veces, una por cada 40 ó 45 minutos, no sabemos si reales o simplemente para llamar nuestra atención. Menos mal que el habitáculo es ancho dando lugar a poder dejarla tumbada en el suelo quedando aún espacio para al menos sentarnos los demás a esperar el milagro. En el ambiente flotaba la idea de poder quedar allí atrapados hasta dentro de 31 días pero nadie se atrevía a recordarlo para no minar la moral del grupo. El chaval y la Celestina parecían que se habían caído bien, a juzgar por cómo cuchicheaban entre ellos, compartiendo sonrisas sin poder evitar rozarse por la falta de sitio. “Como les dé por intimar no sé dónde nos metemos los demás” bromeaba internamente yo para levantarme el ánimo, y es que el escote de la chica acabaría por causar estragos en el sistema hormonal del veinteañero. Silvio, por el contrario, no paraba de echar mano de su inhalador para abrir sus vías respiratorias algo atoradas de por sí pero más estrechadas aún hoy por la situación claustrofóbica que soportaba en el encierro. Todos nos lamentamos de no portar un simple móvil en los tiempos que corren y con lo difundido que su uso está ya en nuestras vidas: el mensaka se lo había dejado en la motocicleta, “para no recibir más avisos, que ya son horas de recogerse un poco y no currar más de la cuenta para la empresa explotadora” comentó con descaro; tanto la casamentera como la desmayada compulsiva habían decidido aparcarlo entre los cajones de sus respectivos despachos para descansar de tanta llamada que por motivos laborales tenían que atender los otros once meses del año; Silvio tiene aparato pero como si no lo tuviera pues es costumbre suya derivar todas sus llamadas al número de Pepa para que ella cargue con el mochuelo, dejándolo en casa por norma; y yo, por fin, sí tenía el mío en su funda colgada de mi cinturón, pero sin batería alguna. Todo esto hizo que durante el tiempo que transcurrió entre la segunda y la tercera hora de encierro nos turnásemos en golpes a la puerta del ascensor, gritos y demás parafernalia sonora que pudiese hacernos recobrar la libertad hasta que agotados e invadidos por el miedo, unido a una de las múltiples caídas de Pepa, nos convenciéramos de calmar nuestros ánimos hasta encontrar soluciones menos trogloditas. Las puertas correderas de seguridad de cierre del elevador tenían unos estrechos cristales que dejaban pasar la luz pero que nos resultaban imposibles de romper, cosa que por otra parte tampoco nos iba a arreglar mucho pues a través de ellas no colaba un cuerpo humano, y más con el muro de la entreplanta que veíamos por ellas. Como no había posibilidad de escapatoria, nos entregamos a la, por otro lado lógica, posibilidad del retorno del fluido eléctrico en cualquier momento. No obstante, decidimos establecer turnos para permanecer tumbados y poder descansar el cuerpo, sin estar de pie ni encogidos sentados, aprovechando los momentos de lucidez que Pepa nos regalaba. La “parejita”, como de broma bauticé a Francis y Mª Angeles, consintió compartir su turno de reposo horizontal, “para así acelerar la rueda de reposo”, ofrecimiento aceptado de buen grado por el resto a pesar de los movimientos raros que teníamos que soportar cuando les tocaba, auspiciados por la oscuridad de la noche. Un solo mechero, el del currante, nos ayudaba en cualquier cambio de posición o necesidad, aunque intentábamos no tener que utilizarlo. La frágil secretaria nos proporcionó una sola alegría: su costumbre de portar un botellín de agua, “para hidratarme” decía, en su esfuerzo por mantenerse joven, botellín que se racionaba en tapones del mismo cada dos horas. El problema del servicio fue resuelto con una de las botas militares que el mensajero usaba para su trabajo, rezando todos que fueran impermeables pues al final de su uso se colgaba de una rejilla que, a modo de adorno, separaba los tubos de neón del techo del resto del habitáculo. Tan sólo fue utilizado tres veces por Silvio que al parecer tenía problemas de retención. El resto, ya sea por el calor que nos hacía sudar a chorros, ya sea por el miedo que nos atenazaba cada vez más, o ya sea por vergüenza torera al acto mismo, no dijimos nada hasta por lo menos la hora en que estamos, las seis de la mañana pasadas. Y subiendo.
Estábamos en un silencio angustioso sin vernos las caras esperando el amanecer. Nadie dormía, o eso pensaba yo. La pareja en lo suyo aunque más prudentes tras la fatiga normal con el paso de las horas. Hacía más de media hora que no percibía el pitido entrecortado y constante de la respiración de Silvio ni el silbido que hace su medicina cuando se la llevaba a la boca. Para variar Pepa estaba tumbada pero tampoco se quejaba de nada como las otras veces. Creo que se desnudó, en su último esfuerzo, debido al calor creciente que en esta trampa no para de subir. Hasta yo me despojé de mi camisa amontonándola en un rincón adyacente a mi posición en donde, sin decirnos nada, fuimos dejando todo aquello que creímos que nos sobraba. El único que no parecía desprenderse de nada es Silvio por el que seguía preocupado pero evitaba comentario alguno a los demás pues acababa de palparlo, teniéndolo como estaba pegado a mí, y creo que le habíamos perdido, lo cual hacía el panorama más desolador si cabe. Había cambiado estar sobrevolando el Atlántico para gozar de mis merecidas vacaciones por esta absurda función kafkiana que podía terminar con todos nosotros.
-Oiga, el de los crecepelos – sentí la voz guasona de la alcahueta moderna-, ¿no tendrá por un casual un cigarrillo que compartir?
No mereció la pena responder nada aunque envidiaba que fueran los únicos que se lo estaban pasando bien. De hecho, en la posterior investigación policial, se destacaba el abrazo de muerte con que ambos amantes habían dicho adiós a esta vida sin apreciarse sufrimiento alguno en sus semblantes. Eso fue cuando, veintiocho días más tarde, el grito de una limpiadora que venía a arreglar con tiempo las oficinas para que sus usuarios se las encontrasen impolutas al regreso de sus días de descanso, rompía el silencio interminable que había reinado en el edificio durante un mes de Agosto de mucho calor. La señora, extrañada por la falta de luz y el mal olor, merodeó hasta contemplar desde uno de los descansillos el horrendo espectáculo que dentro del ascensor se podía admirar. Desde ese día, y a pesar de seguir funcionando correctamente el elevador, nadie lo utiliza a no ser algún despistado visitante, pues ninguna persona habitual de las oficinas se fía de lo que pueda ocurrir entre sus cuatro paredes. Incluso se ha llegado a decir que dentro de él mi espíritu quedó atrapado y se niega a abandonarlo, ejerciendo de improvisado ascensorista que clama venganza por mis vacaciones perdidas mientras entretiene sus ratos libres en escribir en papeles de humo.
Y no van mal encaminados…
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