Es lo que buscaba la alta ejecutiva, en todos los órdenes de su vida. Cada día se ponía un vestido distinto como si cada día fuese a una boda. Ciertamente que cada día debería ser una fiesta. Sus subordinados no acababan de ver su punto de vista. Más bien veían una falta de perfección en todos los órdenes de su vida. ¡ El tipo de letra nunca era el adecuado, los márgenes no la satisfacían! A veces expulsaba a la gente de su despacho como Jesús con los mercaderes. Tenía poder ¡qué más quería! La naturaleza la había dotado de notable inteligencia y espíritu de trabajo. Siempre había llegado a donde se había propuesto. Por otra parte, no podía mantener una conversación con nadie, más allá del tema laboral.- Quizás fuera tímida- pensaba alguno, que más de una vez había recibido sus puyas.
Era al salir a la calle, después de una jornada de trabajo, cuando sus anhelos de pefección contrastaban de forma brutal con el discurrir de la vida. Un hombre que anda escorado hacia la izquierda por el peso de los año; una mujer con andador y respirando como si tuviera asma; otro que corre porque pierde el bus; alguien que se mancha la corbata con el café de la mañana.
Su cara tampoco era perfecta. Un rictus permanente como si trasluciera sus negras exigencias mentales. Fue al llegar a casa y al sentirla la asistenta, que ésta se puso nerviosa. Se armó de valor para decirle que había roto varios platos y no pudo hacer arroz a la cubana porque no había tomate. El marido igual de vacío, se dedicaba a otras aficiones y la desatendía. Los hijos ya mayores e independizados. Lo único que le quedaba a esta alta ejecutiva era la perfección. Como la perfección que buscaban los fariseos del siglo cero de nuestra era, mientras premeditaban, el asesinato de un inocente. Era el poder lo que llenaba su vacío. Era lo único que tenía y no quería perderlo.
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