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La vida sigue

Hacía ya más de tres semanas y era ahora realmente cuando comenzaba a ver la luz. Jamás piensas que puedes ser tú el elegido, pero la ruleta gira para todos, para jóvenes, mayores, deportistas o gente de “mala vida”, cada cual con su bolita alegre, saltando de casillero en casillero, sin saber si en algún momento es cazada por la desgracia.

Con apenas 25 años, mientras disfrutaba de un cómodo paseo entre amigos, la vista se te nubla, las fuerzas te abandonan y despiertas rodeado de sondas y cables que envían a diversas máquinas no sé qué información traducida en pitidos rítmicos que a mí poco me dicen. Te asustas, tiemblas, sudas, ahogas gritos y lágrimas simulando ante quienes te quieren que todo va a salir bien, que todo marcha bien, aunque tú no tengas esa certeza. Días de angustia en soledad, de incertidumbre en el futuro, de no entender nada. No te mueves, apenas comes, te sientes pequeño para lo que siempre has mostrado. Los médicos ayudan poco, enredados en tecnicismos que no alivian nada, golpeando sin tacto al final con un “corazón agotado” que te niegas a aceptar que sea tuyo, pero que cuando te miras un rato te rompe en pedazos. Dos semanas, tan solo dos semanas tenía para alcanzar un milagro. Pensaba en la cantidad de tiempo que había perdido en nimiedades, vagando o peleando en “batallas” que no llevan a nada. Ansiaba poder recuperar ese tiempo perdido, lloraba por él, pero no podía hacer nada. Tan solo esperar. ¿Milagro, dije? Hasta se me escapaba una sonrisa de pensarlo. Yo, que poco menos que me creía un anticristo, que no aceptaba religiones, fé, ni nada más allá de lo que puedo palpar…., y esperaba un milagro. ¡Qué contradicción!

Durante esta cuenta atrás pasaron por mi lado muchos conocidos, familiares e incluso el capellán del hospital anduvo por aquí empujando mi ánimo como pudo. Se amontonan recuerdos con todos, deseos y hasta algún plan que nadie sabe si se cumplirá. Cada vez el mínimo esfuerzo por atender, por sonreír, hasta por comer me deja extenuado, lo cual, unido al imparable correr del segundero, resulta frustrante para el que espera, minando la moral del más fuerte. De pronto, si eres de los elegidos por un patrón y protocolo médico, todo se dispara a tu alrededor, todo se acelera a velocidad de vértigo como si estuviéramos en el final de una “escape room” en donde por poco vences o pierdes. Enfermeros concentrados manipulan medicaciones al ritmo que expertos cirujanos han marcado; comienza un trasiego controlado y estricto de caras conocidas o no, invadidas de preocupación y ansiedad, y te haces una idea de la importancia que cobra la solidaridad humana. Conversaciones entrecortadas, sin una palabra de más, con disciplina individual, sabiendo cada cual su función. Inicio un recorrido rápido en mi camilla por los pasillos, sin dejar mi máscara de oxígeno ni los monitores parpadeantes, que me lleva por ascensores privados y puertas batientes, hasta la entrada de quirófano, atravesando un pasillo de familiares a los que noto más tensos y temerosos que al protagonista. Debajo del enorme círculo de luces escucho al equipo de lejos darse las consignas entre ellos mientras me acaban de dejar desnudo ante mi suerte. Suerte que también es la de ellos. Percibo el tintineo del instrumental preparándose en las bateas metálicas, cada vez más tenue, hasta que una sonrisa enmarcada de verde me despide deseándome “felices sueños”.

Abrí los ojos, según me contaron, más de 48 horas después, borracho aún de sedantes, con los sentidos disminuidos, hasta que pude concretar la vista en otra sonrisa que esta vez me daba la “bienvenida” a la vida, con un tono dulce y suave. Sin ser un ángel debía de ser lo más parecido a lo que yo podía llegar a imaginar. La alegría que me invadió contrastaba con la casi imposibilidad de comunicarme ni moverme en ese instante, en donde se me pedía calma, no hay prisas. Pero fui consciente de que antes de caer por el precipicio sin retorno alguien me había tendido una mano para continuar mi camino con una cicatriz en mi pecho. “La vida sigue” intentaba decirle a mi cuidadora sin articular palabra, “y yo sigo en ella” reconocía mientras un sentimiento de euforia invadía mi cuerpo.

Tres semanas después allí estábamos los dos, sentados el uno junto a la otra, en un sencillo banco de la sala de espera de una consulta cualquiera. Solos. Yo insistí desde el primer hilo de voz que pude articular en que este momento llegara. La negativa médica y/o ética inicial fue dando paso a mínimas concesiones, condiciones absurdas, hasta llegar a donde hoy nos encontrábamos. Ella por supuesto estaba encantada, emocionada, contenta. Mujer elegante pero a la vez sencilla, con clase como le gustaba decir a la gente. No pasaría de los sesenta a pesar de que sus ojos reflejaban los días de dolor por los que pasaba. No hablamos, no nos hizo falta. Nuestras manos entrelazaban los dedos del otro buscando acariciar su piel mezclándolo con leves apretones que intercambiaban cariño, diría incluso amor. Ella parecía comenzar a alcanzar cierta paz interior tras la zozobra lógica de la pérdida. No quería llorar, se le notaba. Y luchaba contra ello para que ese recuerdo fuera feliz sin más matices. Yo a la vez quería lo mismo, quería brindar mi agradecimiento por el nuevo proyecto, o tal vez sería mejor decir la segunda parte del proyecto que empecé al nacer. Tenía claro que desde hacía tres semanas tenía dos fechas de cumpleaños, dos días de camino iniciado. Sabía, y ella también, que los latidos que sentiría en mi interior el resto de mis días me habían regalado algo que otro no tuvo, por desgracia. Al otro lado de una puerta con un cristal a modo de ojo de buey asomaban, de cuando en cuando, muy brevemente caras familiares para ambos. Acordaron respetar ese encuentro, aunque se mantenían expectantes ante la evolución del mismo. También entre ellos las emociones estaban a flor de piel y allí sí que no se reprimían las tensiones contenidas durante todo este proceso, pero eso a nosotros dos nos pillaba algo lejos. Ambos comprendimos que, aunque no nos volviéramos a ver, siempre nos uniría un corazón que hizo posible el milagro en el que nunca creí y que nos marcaba desde ese instante a cada cual el camino a seguir. Porque de una forma u otra, para ella y para mí, la vida sigue y así debía ser.

No sé cuánto tiempo estuvimos aguantando las miradas, cuantas veces intentamos decir sin llegar a decir nada, cuantos abrazos y besos contuvimos por “hablarnos” sin palabras, por agradecer sólo con vernos sin debernos realmente nada. Cuando la vi marchar, despacio, en silencio, sin volver nunca más la cara, sin querer romper la calma de un pasillo anónimo que jamás olvidaríamos, tuve la certeza de que me dejaba lo que más apreciaba, lo que más amó y la amó, una pieza clave de su alma.

“Solidaridad” era la lección aprendida, abarcando en ese concepto unas dosis generosas de amor, unas porciones amplias de empatía, soplos a raudales de esperanza, varias medidas bien servidas de generosidad, un buen lote de ánimo siempre necesario y todo soportado en un buen caldo de alegría. Seamos solidarios, seamos donantes. No cuesta nada.

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