«Sostiene Pereira que le conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía. Parece que Pereira se hallaba en la redacción, sin saber qué hacer […] Y él, Pereira, reflexionaba sobre la muerte»
Antonio Tabucchi, Sostiene Pereira
A Pereira lo encontramos en una Lisboa resplandeciente meditando acerca de la muerte. ¿Cómo no iba a resplandecer Lisboa, incluso en los primeros años de la dictadura salazarista, si Lisboa goza de la eternidad de un árbol centenario y esplendoroso, más aún viéndola a través de los ojos de Antonio Tabucchi, enamorado de y en Lisboa? Las razones por las que Pereira medita sobre la muerte habrá que ir desgranándolas: el negocio funerario de su padre parecer haberlo marcado, además de la reciente muerte de su esposa, aún sin superar, y su obesidad, que se ha convertido en un problema de primer orden para su salud. «Él estaba gordo, sufría del corazón y tenía la presión alta, y el médico le había dicho que de seguir así no duraría mucho».
Sostiene Pereira, nos dice un narrador de momento desconocido, que conoció a Montero Rossi un día de verano, aquel en el que se hallaba meditando sobre la muerte, harto de hastío estival, en la redacción de un periódico apenas recién fundado que estaba empezando a crecer. Parece tener Pereira esa pena sin nombre en español que los portugueses llaman saudade -y algo más adelante en la novela, descubriremos que ése es el nombre de la calle en la que vive Pereira, una rua céntrica cerca de la Praça do Comércio-.
El Pereira inseguro que se encuentra con Monteiro Rossi y que rápidamente ve en él al hijo que nunca tuvo -tal vez alguien en quien seguir viviendo-, el Pereira que se sofoca y que pasa la novela comiendo, esconde en sí a un hombre que, sin saberlo, es sabio, que se cuestiona el mundo en el que vive -marcado por la pérdida de su esposa, desde luego, pero también por la represión salazarista-. Se cuestiona la vida, en suma, de una manera emocional, quizás no política porque en esos primeros compases de la dictadura Pereira siente desprecio por la violencia, tanto en Portugal como en el resto de Europa, y no tanto por el salazarismo. «La suya era sólo una supervivencia, una ficción de la vida. Y se sintió exhausto […]». Quizás la razón por la que nos resultan cotidianas esas cuestiones metafísicas tan hondas es porque Pereira es alguien normal, un hombre que pretende cumplir con su oficio y encontrar su lugar en el mundo a la vez que convive con sus pasiones: sus traducciones de Balzac, sus lecturas de los autores franceses, su rutina lisboeta. Todo lo demás es saudade, una pena cuyo origen el propio Pereira parece esforzarse en no querer encontrar y que intenta curar con talasoterapia -tipo de tratamiento de vocación solaz que, dicho sea de paso, es practicado en cuanto se puede por todo aquel que puede-.
Pereira no cuenta, sino que “sostiene” a lo largo de toda la novela, no sólo porque se trata de una declaración policial, si porque además ese verbo sostener nos da una idea de rigurosidad con una verdad objetiva: Pereira sostiene lo que cuenta porque cree en la verdad que hay en su relato y porque además es sincero en cuanto a sus omisiones deliberadas. Se trata, en cualquier caso, de un relato subjetivo y por lo tanto sujeto a inexactitudes. Quiero pensar que Pereira no habla sino con una especie de autoridad intelectual y que no es otro que el lector, a quien interpela a través de quien toma su declaración, ante quien se confiesa -si es que Pereira tiene algún arrepentimiento que confesar-.
Quizás podamos añadir que Sostiene Pereira es también una novela sobre cómo nos puede cambiar la vida esa gente que se cruza con nosotros de manera casual y fugaz, que habla de nosotros en la medida en que habla de ese Pereira insignificante, y que nos da voz en la medida en la que le da voz a Pereira, la voz de la declaración y también esa voz interna, mucho más importante, que nos habla de nosotros mismos.
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