Allí estuvimos de tertulia, preguntando el uno al otro, para conocernos mejor. Le tenía aprecio a aquel chavalín pues, aunque cobrándome bien caro, me había ayudado en una situación ciertamente delicada. Me confesó que aunque aparentase menos, creía tener unos quince años. Y digo creía, porque desde que él recordara, siempre había estado en la calle, sin confiar mucho en nadie, pero sabiendo de quién fiarse. Nadie lo conocía lo suficiente, ni el tiempo suficiente, como para decir cuántos años tiene. La calle era su hogar. El comienzo de sus recuerdos eran de una casa de acogida de Cabra, un pueblo de la provincia de Córdoba, aunque posteriormente, y sin acordarse muy bien por qué y cómo, sólo mantenía imágenes del barrio – El Realejo, su barrio, como él decía -. Cree que se fugó del correccional, para cambiar “mocos por babas”, aunque aquí goza de plena libertad. Le conoce quien a él le interesa y para el resto intenta pasar desapercibido. No molesta y tampoco quiere que le molesten. Así lleva media vida y así quiere seguir. Le gusta que le llamen Quini en honor a un futbolista que nunca vio jugar, pero del que por lo visto le ha hablado maravillas Maxi, un peluquero del Campo del Príncipe con el que parece tener muy buena amistad, aunque poco trato como cliente. Nuestro Quini afirma sentirse muy feliz con su forma de vida, ya que, según él, tiene varios pisos por los que alterna según sea verano, ruinas sin tejado que permitan el discurrir de la brisa y el refresco de las temperaturas, o invierno, chabolas con más paredes y con los tejados más enteros en donde se mantenga más el calor e incluso puedan permitir hacer una lumbre con la que comer de cuchara. La ropa me contó que le sobra entre la que le regalan los pocos conocidos de confianza y la que encuentra en su boutique particular: el contenedor de ropa usada. De ahí precisamente, me contaba que había obtenido hacía unos días unos pares de zapatos y unos pantalones que me irían que ni pintados. Yo esbocé una sonrisa de agradecimiento pensando para mí qué prét a porter me esperaba.
– ¿Y te ducharás en algún sitio? – pregunté curioso.
– Y con toallas limpias y champú de huevo, te vayas a creer que soy un guarro, cosa que tú…
Y continuó el relato de su vida. Según parecía, la ducha se arreglaba para dársela últimamente en un supermercado del barrio. Me explicó, tenía un coleguita que había entrado a trabajar de guarda jurado en el supermercado. Varias noches a la semana se encargaba de la custodia del mismo en el turno de madrugada y, aprovechando esos turnos, Quini, se acercaba a las once o doce, cuando todo el personal se había marchado, y, por una puerta de servicio, llamaba con unos cuantos golpes de contraseña para que le abriera. Aunque pequeñito, por ley, el supermercado disponía de un cuarto de aseo completo con su plato de ducha para el personal. Pero nadie lo utilizaba y era Quini el que, con las toallas y el champú que se destinaba allí, disfrutaba de la instalación con agua caliente y todo. En una bolsa traía su muda y salía de allí más limpio que una patena. Esa noche tocaba turno de su amigo, por lo que iríamos los dos a hacerle una visita. La lavadora eran sus manos en un pilar público que en invierno te helaba las manos, eso sin contar las múltiples broncas con los vecinos por utilizarlo. De todas formas, casi semanalmente se pasaba por el contenedor de ropa y renovaba algo las perchas del armario.
– ¿Y comer? Porque hoy te ha tocado el tonto de turno, pero yo todos los días no puedo ser tan espléndido, ni creo que me vea tan necesitado.
– Bien, tampoco te creas que hace falta tanto para vivir. Si haces dos comidas, pues bienvenidas sean. Si es una, pues no voy a romper a llorar. Lo que si te aseguro, es que no pasa día que no me lleve algo a las tripas. Hay a quien le pido algo, hay quien te da sin pedir, a veces mendigueo y saco para ir tirando. Pero no me gusta dejarme ver en exceso. Pueden encerrarme en cualquier momento, y de eso sí que me defiendo como sea y contra quien sea. ¡Ah! Otras veces, como tú bien apuntabas, encuentras un panoli y te arregla el mes completo – tras lo que soltó una carcajada que me molestó al principio pero que me contagió al final. Reímos y reímos hasta llorar de risa. Hasta terminar apoyados el uno en el otro por no caernos de risa -. Me vas a empestar, tío puerco. Y tú, ¿qué haces en la vida?
– Llevo a medias una farmacia con otro socio, estoy casado, tengo dos niñas y, de hobby desde ayer, me meto en líos sin solicitud de inscripción, conociendo a la gente más variopinta que jamás imaginé. Ese es el resumen de mi vida en unas palabras.
– Pues, si sales de esta, me pasarás alguna medicina de vez en cuando si estoy pachucho, ¿no? De esas que van a caducar o han caducado y que la gente da para el tercer mundo ese. Como si aquí no tuviéramos tercer, cuarto y quinto si hace falta. Les enseñaba yo a los que califican los mundos la vida de muchos del barrio, de niños, mujeres, hasta hombres y ancianos. La pobreza nos rodea y sólo la ven los que la sufren. Para los demás parece que seamos invisibles. Pero nos defendemos, ¿sabes?. Y tiramos p´alante con lo que tenemos, porque de lo que no tenemos, o no nos acordamos o es a lo que aspiramos. Hacía tiempo….- suspiró mirando al techo y haciendo un silencio para pensar -, hacía tiempo que no hablaba con nadie de mí, de mi vida. Supongo que, como a todo ciudadano de clase media alta, te llama la atención la vida de un mocoso como yo en medio de esta jungla que es la ciudad. Pero te aseguro que no soy un bicho raro.
– Por tu forma de hablar no parece que seas analfabeto, como podría intuirse de la historia de tu vida. ¿ Vas al colegio o al instituto?.
– Pero si no tengo ni carné de identidad. Estoy seguro que no consto en ningún registro. Es como si no existiese, lo cual para mí vida rutinaria es lo más adecuado, pero para muchas cosas es un problema. Colegio, lo que es un colegio normal, con otros niños, profesores, clases, patios y demás, nunca he tenido. Pero hasta hace unos cuatro meses, a finales del año pasado, tenía en el barrio a Nómedes, el maestro, como todos le llamábamos. Era un borracho de noche. Bebía más que los peces del villancico. Pero luego, de día, sobrio, era como un padre para mí, sin las ataduras propias de un padre, ni yo las de un hijo, pero con una respuesta en su boca a cada pregunta que le hacía, a cada dificultad que encontraba. Él me enseñó a leer y escribir, me hablaba de historia, de biología. Me enseñaba el correcto uso del lenguaje. Quería que fuese el golfo más culto del barrio. Y creo que lo consiguió. Matemáticas generales y hasta sé unas palabras de inglés y francés. Era, según cuentan y cuentan en el barrio, un antiguo maestro de escuela, de no sé qué pueblo de las Alpujarras. Un buen día, su único hijo de cuatro años de edad se perdió por el monte, en un descuido de su mujer, apareciendo degollado y mutilado por, al parecer, jaurías de perros salvajes tres días después, encontrándose restos de su cuerpo en varios kilómetros a la redonda. La mujer enmudeció desde aquel día hasta que, meses después, Nómedes la encontró en su jardín, al volver al mediodía del trabajo, colgada de la rama de un olivo y tiesa como la mojama. Esta versión varía el final según qué vecino te la cuente. A mí me daba igual. Nunca hablamos de eso, y mira que por lo menos rondó por el barrio durante cinco años. Tras todo esto, dicen que lo abandonó todo y se refugió en la bebida hasta que, en pocos años, se arruinó por completo y en su deambular por la ciudad, conociendo las miserias de todos los barrios y centros de recogida, Cruz Roja, ONGs e incluso calabozos de comisaría, fue a dar con sus huesos por éste, mi barrio. Aquí, como el que no ve no cuenta, y el que ve no quiere contar, se encontró en la salsa que él venía buscando, sin preguntas ni miradas de más que incomoden. No jodes, pues no te joden. Todos esperan el paso del tiempo para conocerte, sin prisas, prestándote la atención que tú solicites y merezcas, para, tarde o temprano, incluirte en su grupo de conocidos con derecho a conversación o no. Pero eso sí, para los habituales del barrio, pasado un tiempo prudencial en que se va aceptando tu presencia en él, y como norma de mínima cortesía, nunca se te niega el saludo. Unos buenos días, o unas buenas noches, siempre es normal que recibas hasta de la persona que no te dirija la palabra para otra cosa que no sea eso, un saludo. Conocí a Nómedes en el mismo salón que nos hemos encontrado tú y yo hoy. Congeniamos desde el principio, y él, al ver lo ceporro que por aquella época era yo, se encabezonó en enseñarme todo lo que yo pudiese aprender. Más que enseñarme, me narraba las cosas a modo de cuento. Teníamos una vieja pizarra que él mismo consiguió hablando con el bedel de un instituto. Me regaló, por Navidad, un diccionario que conservo como una de mis más valiosas pertenencias.
– ¿Y qué fue de él?
– Parece ser que en una de sus últimas borracheras, a finales de año, fue recogido por la policía y los médicos aconsejaron su ingreso indefinido en un centro de mayores en donde le cuidarán mejor que en la calle, pero limitarán su libertad. Parece ser que el centro está en un pueblo cercano. Armilla creo que es. Residencial Cielo Azul o algo así.
– Lo conozco. Servimos medicamentos allí para los abuelitos internos. ¿Sabes lo que te digo? Si sale bien todo, es decir, si no me enchironan por algo que no he hecho, antes de volver a ser un ciudadano normal, te prometo que vamos allí y lo vemos. Si está bien y a gusto, lo dejamos. Pero si nos lo pide, te prometo que lo saco yo de allí para que regrese al barrio. ¿ Te gusta la idea?. Es otra forma de compensarte por lo que haces por mí, cobros usureros aparte.
– Pero, ¿cómo vas a hacer para sacarlo de allí?
– Tú déjame a mí y verás como eso sí puedo concedértelo.
Seguimos hablando de muchas cosas, la mayoría sin más importancia. Coincidimos en nuestra pasión por el fútbol y el rock, así como en el arroz en todas sus versiones como comida preferida. En esas estábamos, cuando ya oscureciendo, sentimos ruido en el exterior. A través del hueco del panel de la ventana nos turnamos para mirar a ver qué pasaba. Fuera, los civiles, cerraban el portón de entrada a casa de Esther y lo volvían a precintar con cinta adhesiva de esa que pone “Precintado por la Guardia Civil” de forma repetida en todo el rollo. Habían llenado las dos cestas de objetos personales de Esther y tras cargarlas en el coche pusieron rumbo a la Cuesta del Caidero.
– Fenómeno – exclamó Quini –, pues nosotros vamos en dirección contraria. Esperamos que se haga de noche y nos vamos a la casa de la calle Damasqueros, que está próxima al súper y por el camino echamos un vistazo al contenedor de ropa. Espera aquí que voy a por la cena. Enseguida vuelvo.
– Mira a ver que no esté muy caducada que de ti me espero ya todo.
– Te vas a chupar los dedos. Pero espera a chupártelos cuando estés bañado, porque si no puedes pillar desde tuberculosis hasta un cólico de no te menees. Ahora voy a por calidad, no ves que tengo dinerito fresco. Hasta ahora.
Dicho esto desapareció de nuevo por el ventanuco que usó antes para ir y venir. Se veía ya poco en aquel cuchitril, por lo que abrí el bolso de Esther para sacar la agenda y guardarla junto a la funda de plástico del Mechas. El bolso lo tiré a un rincón, entre un montón de restos de chasis de coches, puertas, capós y algún cuadro de moto, todo herrumbroso e inservible ni para chatarra. Había que estudiar detenidamente todo el material recopilado para decidir qué camino proseguir en mis investigaciones. Los datos que vi por encima en la agenda eran desconcertantes para mí, ya que implicaban a personas muy cercanas a mi entorno que para nada podría imaginarlas involucradas en negocios de este tipo. Tampoco era ahora el momento de sacar conclusiones definitivas hasta no hacer el pertinente estudio y las averiguaciones adecuadas. En medio de mis devaneos mentales le dio tiempo a regresar a Quini. Venía con dos bolsas de basura negras con algo de género en su interior. Miedo me daba lo que trajera para cenar y en las condiciones en que lo hubiese encontrado, así que por lo pronto no pregunté el menú para no asustar a mi digestivo más de lo necesario.
– Bueno, parece que la calle está tranquila. Vamos a ir por calles del barrio que a estas horas son poco transitadas, por lo que no creo que tengamos encuentros no deseados. De todas formas, cuando estemos próximos al Campo del Príncipe y a la Cuesta del Realejo, espera a que vea que esté la zona despejada para cruzarlos por donde te diga. Venga, vámonos.
Tras salir por el ventanuco, dirigimos nuestros pasos bajando la calle Parra de San Cecilio, sin apenas cruzarnos a nadie. Una abuelita, que sacaba la basura al contenedor de su puerta, saludó a Quini para luego dedicarme una mirada inquisidora, de arriba abajo, frunciendo el entrecejo y la nariz en señal de desaprobación de mi aspecto. Quini me miró y, sin decirme nada, sonrió ligeramente. Proseguimos nuestra ruta hasta las proximidades del Campo del Príncipe, el cual evitamos dirigiéndonos a la calle Plegadero Baja, paralela a aquél y muy estrecha. Los pequeños faroles que iluminan estas calles logran una tenue claridad, pero suficiente para transitar por ellas, aunque no son pocos los deteriorados o inservibles que pasan años esperando un arreglo. Al final de esta vía, antes de la Cuesta del Realejo, se podía ver el contenedor de ropa usada que Quini repasaba de vez en cuando. Unos veinte metros antes del mismo, me paró y me introdujo en el portal abandonado de otra casa en ruinas, cuyo techo presentaba hundimientos en algunas zonas, pero que al parecer sí acogía a okupas de paso en su primer piso. Me conminó a que le esperase mientras él daba un repaso a las últimas tendencias de moda en el contenedor. Me dejó las bolsas de basura con la cena y lo vi acercarse hacia él y, sin muchos miramientos, se introdujo por la boca de entrada a su interior como un gato se colaría por una ventana. Abría de vez en cuando la chapa que hacía de pequeña puerta para dejar entrar algo de luz y apreciar la prenda que tenía en la mano, decidiendo si la dejaba allí o, por el contrario, la arrojaba fuera para luego llevársela. En unos minutos ya tenía fuera tres camisas y unas botas con lo que se dio por satisfecho. Vuelta a deslizarse hacia fuera y recogió las prendas en una bolsa de papel con asas que se encontró dentro, con lo que de verdad podría decirse que venía de una boutique refinada. Miró a ambos lados, se acercó hasta la Cuesta y, viendo el ambiente tranquilo, con un chiflido tipo cabrero y un gesto con la mano me invitó a reunirme con él. Salí con paso firme y acelerado cuando me paralizaron unos gritos procedentes del edificio de dos plantas que tenía enfrente de mi escondite. Parecían llegar del piso superior, a través de un balcón que tenían abierto, del cual, en cuestión de segundos, comenzaron a salir unas llamaradas que me inmovilizaron más aún por la impresión que me produjo.
– Corre, vámonos de aquí antes de que sea demasiado tarde – me gritó Quini desde el final de la calle -. Esa no es nuestra guerra y pronto esto se puede llenar de gente.
Sabía que tenía razón, que me la jugaba y que, probablemente, quieto ahí como estaba, ni hacía nada por los del incendio, ni hacía nada por mi propio pellejo. De repente un estallido me hizo echarme de rodillas en tierra, tras un coche. Sonó como si una botella de butano hubiese explotado, aunque el alcance de los daños apenas se hizo visible en la fachada. Habían saltado, eso sí, cristales por todo alrededor mío. Se sumaron ahora chillidos de diversa localización. Supongo que vecinos asustados por el estruendo. Cuando desde mi posición, protegido como estaba, logré alzar la cabeza para mirar qué panorama me encontraba, sentí que me cogían del brazo izquierdo y tiraban de mí para sacarme de esa locura. Era Quini que había vuelto para guiarme fuera de toda esa verbena. Había mucho humo del fuego mezclado con el que había creado el estallido. Tambaleándonos llegamos a la altura del contenedor de ropa. Entonces, al mirar atrás, vi el Mercedes gris de El Penta frenando bruscamente a la altura del edificio siniestrado. Se subieron tres figuras a las que creí reconocer como el jefe y sus dos armarios guardaespaldas. ¿Qué harían en esa casa? Apostaba que eran los responsables del incendio, y posterior estallido, que habíamos presenciado hacía breves momentos. No podíamos quedarnos allí, tanto por si El Penta me avistaba, como por si, como era lo normal, aquello se llenaba de bomberos y policías, en ninguno de cuyos cuerpos tenía sólidas amistades. Huimos todo lo rápido que pudimos por la calle Alamillos y por la Cuesta de Santa Catalina, hasta llegar a Damasqueros. La poca gente que nos cruzamos no sabía aún nada seguro de todo el lío que se había armado cerca de ellos. Por fin, Quini se paró junto a un antiguo carmen que tenía una placa de cerámica en donde constaba el nombre del mismo, Villa La Enterá. Extrajo una llave de uno de sus bolsillos y entramos tan rápido como cerramos de nuevo.
– ¿Siempre llevas este ritmo de vida? Parece que te vaya la marcha – me interrogaba Quini entre jadeos, no sé si de cansancio o de pura angustia -. Contigo nadie se aburre. Lo que tocas o miras lo conviertes en una sucesión de calamidades que ni la mejor película de cine negro. Bueno, subamos al piso de arriba que estaremos más cómodos.
Encendió un candil, de los de antes, de petróleo, que tenía próximo a la puerta, y enseguida se iluminó el pasamanos de una estrecha escalera, de peldaños excesivamente altos, que comenzó a subir sin esperar respuesta por mi parte. La carrera que acabábamos de darnos me había dejado sin aliento. Cómo echaba de menos mi época dorada de futbolista aficionado en que no paraba de correr durante los noventa minutos que duraba el partido. Tenía que plantearme volver a practicar algo de deporte porque si no acabaría por arrastrar por el suelo el mito familiar de ser el mejor atleta. No estaba en mal estado La Enterá esta de las narices, vacía en mobiliario, pero las paredes y suelos eran soportables a la vista. Arriba, se abría la escalera a un salón de estar con dos catres para dormir, una mesa de madera a modo de pentágono y tres sillas como de director de cine, de lona, cada una con un color deteriorado distinto. Tras un arco de ladrillo visto, al fondo de este salón, otra habitación recordaba que allí en su momento hubo una cocina completa. Se notaban las marcas de los armarios en las paredes y manchas en el suelo donde tuvo que apoyarse el frigorífico y la hornilla. El único bártulo que había era un recipiente de plástico azul con algún plato y un par de vasos y tenedores, eso sí, bien acompañados de las primeras cucarachas de la temporada para mí, aunque para Quini no creo que les fueran desconocidas. Tenía la cocina un pequeño lavadero igual de vacío que el resto del hogar. Un grifo solitario en la pared, donde en su tiempo lució una pila de lavar, dejaba entrever que poco agua salía de él cuando había permitido envolver su boca por una telaraña densa, fruto del trabajo de varias generaciones de arañas. En una de las paredes del salón se abría una puerta acristalada, con sus sobremarcos de madera, que daba a una balconada estrecha. Por su situación daba a la parte posterior de la casa, donde un pequeño patio estaba invadido de hierbas silvestres, restos de basura y demás residuos que no dejaban ver el suelo del mismo. Hasta una bañera, con cuatro patas, se apreciaba, desconchada y partida por la mitad, decorando una esquina. Cuando volví a la realidad de nuestro “hogar”, me percaté de que Quini tenía abierto un pequeño arcón, junto a una de las camas, y en él revolvía buscando algo. Al momento, ordenados, como en un mostrador de cualquier tienda, tenía ante mí cuatro camisas, dos pares de pantalones, unos botines, unos zapatos, dos jerseys y una cazadora vaquera, todo recopilado de la calle, y, lo que más me extrañó, dos pares de calzoncillos, calcetines y camisetas interiores en sus bolsas, nuevos a estrenar.
– Parece el mercadillo de los sábados por la mañana – le bromeé mientras echaba una ojeada de un lado a otro apreciando los colores y la “calidad” de los artículos.
– Algún día he estado por allí también, pero últimamente hay muchos municipales y no me fío. Pero he llegado a vender camisas y pantalones que casi seguro han sido echados al contenedor por los mismos que los compran. Pero como la gente es como es, le cambias lo mismo de sitio y les vuelve a gustar como el primer día. Por supuesto no digo de dónde saco la ropa y la anuncio como de segunda mano, y a precios populares. Bueno, elige tu ropa para llevárnosla al súper y tenerla limpia para después de la ducha.
– ¿Y esto también lo sacas del contenedor? – le dije cogiendo una de las bolsas con ropa interior -. Ya los tiran hasta con bolsa y todo, ¿no?
– Y qué más da de dónde proceda esto, son nuevos y, aunque apretaditos, te harán un apaño.
– Pues sí, porque ardo en deseos de quitarme toda la mierda que llevo encima. ¿Cuándo nos vamos a duchar? ¿Comemos algo antes? Mi estómago me pide algo de material comestible. A propósito, ¿qué conseguiste para cenar? Me tienes intrigado.
– Cuando lo veas no te lo vas a creer. Y sin gastarme un céntimo, que es lo mejor. Suelo ir a la salida de los contenedores de basura del súper sobre las ocho de la tarde. Algunos días, no todos, sacan, en un contenedor aparte, todos los productos perecederos que han caducado por estas fechas, conocedores de que en el barrio hay gente necesitada. Hay de todo un poco. Hoy, lo mejor de todo, es que mi amigo Eloy, uno de los carniceros, tenía turno de tarde y, si eso coincide con la salida del contenedor que te dije antes. Él me lo purga primero, y me guarda lo mejor, evitando así que me tenga que dar de bofetadas con otra docena de sin techo que conocen la película. Y eso ha ocurrido hoy. Estás de suerte, pues hacía casi un mes que no me pasaba. Además, de la zona de bollería, me ha echado el postre. Mira, mira – y comenzó a extraer de las bolsas de basura tres latas de conservas, un cartón de zumo de melocotón de una reconocida marca, salchichón en lonchas de ese que viene envasado en plástico, un trozo de queso agrietado por el paso del tiempo y restos de bollos de pan que al manipularse se han roto y que el público obviamente no quiere -. Y mira, mira – y extrajo, por último una bandeja blanca, también embalada, en cuyo interior media docena de susos rellenos de crema invitaban a ser el primer plato de la noche -. ¿Qué? ¿Qué te parece cómo se ha portado el Eloy? Otros días me echa yogures, pero le tengo dicho que no muchos porque no tengo frigorífico y, si encima de caducados, no los conservo en frío, imagínate lo que un día puedo pillar. Una vez me echó hasta doce quesitos frescos de esos que tanto les gusta a las Marías comerse con miel o azúcar. No los he vuelto a probar porque me salían hasta por las orejas. Y es que la ley del pobre, reventar antes que sobre, puede jugar en ocasiones en contra de uno mismo. Bueno, habla algo, opina del menú.
– Me siento sorprendido por cómo te buscas la vida, halagado por cómo me estás tratando y un poco, o un mucho muchísimo, avergonzado por cómo somos la mayoría de las veces los que tú llamaste antes clase media, y no te digo nada la alta. Hoy, ahora, sentarme en esta mesa a tu lado y compartir esta comida, me parece lo más maravilloso del mundo, estoy feliz por haberte conocido y no me sonrojo de nada de lo que estoy viviendo contigo y de la ayuda que estoy recibiendo de ti. Pero amigo, mañana, acomodado en mi trabajo, con mi mujer y mis hijas bien, a gusto, sin problemas en las necesidades básicas, y no tan básicas, en un mundo y una sociedad donde prima el tener más, y cuanto menos te cueste mejor, con unas raíces familiares sólidas, y en donde importa, y mucho, el qué dirán, ahí, en esa situación amigo Quini, dudo que me acuerde de ti. Y te lo digo como ahora lo siento. Me avergüenza reconocerlo. Pero así lo creo. ¿Puede uno cambiar y dar la vuelta a su vida? Es más fácil, y cómodo, esconder las miserias de unos pocos que igualar los niveles sociales. En estos dos días que llevo de presunto asesino, y huido de la justicia, estoy conociendo más injusticias y clases sociales desvaídas que en toda mi vida. Por eso me cuesta tanto creerme lo que veo.
– ¿Y el menú? ¿Alguna opinión de mi menú? – seguía preocupado en su tema.
– ¡Ah, sí, el menú! Riquísimo.
– ¿Cómo riquísimo si todavía no lo has probado? ¿No serás filósofo en vez de vendedor de aspirinas? Vaya labia que tienes.
– Hay más fármacos aparte de la aspirina.
– ¿Dónde? ¿Aquí?
-No, hombre, en la farmacia.
– Ya, supongo. Déjate de gilipolleces y vamos al lío. Las latas son de albóndigas con almendras, calamares en salsa americana y otra de sardinas en aceite vegetal. No tienen mal aspecto, ¿no?
– Bueno, las latas por fuera, tienen todas el mismo aspecto – sugerí socarronamente -. Pero si lo dices porque no están abombadas, ni herrumbrosas, ni con escapes por ningún lado.. no, no tienen mal aspecto – y le di una palmada en la espalda para que se percatase de mi broma.
– Si el señor sugiere un mejor restaurante donde poder devorar mejores manjares, servidor estará encantado de seguirle hasta el mismo – respondió con cierto tono de mosqueo.
– Venga, Quini, que estaba de broma. Me parece todo estupendo. Sí te pediría que me dejaras la de albóndigas, que las otras dos ya las probé ayer con idéntica procedencia.
– ¿Sí? ¿Y quién te las dio? Porque a ti no te veo hurgando por los contenedores, a codazo limpio, hombro con hombro, con la gente que allí va.
– Me invitaron unos amigos que hice cuando me escondí por Los Palacios, no muy lejos de aquí.
– Vaya, vaya. ¿Y se puede saber quienes son esos amigos?
– Sí, hombre. La mujer me dijo que se llamaba Marga, y el hombre Mike o algo así.
– Pues menudas amistades. Tanto monta, monta tanto. No son dos de los personajes más queridos aquí que digamos. Se dedican a asuntos raros y muy mal vistos en el barrio. Mira – y se puso muy serio para proseguir -, tú puedes ser pobre, tener necesidades, ser analfabeto, vestir mejor o peor, trabajar más o menos, ser más o menos simpático, lo que quieras, que en el barrio se te respetará. Queriéndote más o menos, o ignorándote, pero se te respeta. Es cuando haces daño, de una u otra forma, a la gente de aquí, que vive o trabaja aquí, entonces pasas a ser mal considerado, hasta odiado y repudiado por los demás. Yo oigo cosas de mucha gente. Gente de confianza o vecinos que, simplemente, comentan algo en alto de ellos. Que si asuntos de drogas, que si prostitución, que si robos, y así de todo tipo de quejas. Esas son las cosas que harán que los terminen echando de aquí. No son gente que quieran al barrio, ni a la que el barrio quiera. Están aquí sólo por la comodidad que encuentran para cobijarse en sitios como Los Palacios, por la dificultad que pueda tener la policía para dar con su paradero y por los contactos que en lugares como El Terrao puedan tener para sus fechorías. Afortunadamente, tarde o temprano terminan cometiendo el delito que les lleva o a la cárcel, o a la tumba, y dejan el barrio en paz. Es como lo de El Terrao de esta tarde. Ojalá que hayan caído de una vez varios de los que por allí asomaban y así estén las calles más tranquilas, sobre todo de noche.
– Pues me sé de dos que por lo menos no han caído. El Mercedes que frenó en la casa que vimos quemándose al venir hacia acá, lo conducía el gordo amigo del tuerto y, en él, iba también otro personaje poco claro que dirigía El Terrao.
– ¿Y a todos estos los has conocido en dos días?
– Y en menos. Si es que mi historia tiene un ritmo vertiginoso. Y te juro que yo no busqué nada. Bueno, ¿comemos algo? – concluí protegiendo una de las sillas con plásticos para no mancharlas ni darles olor con mi atuendo.
– Para ti las albóndigas y para mí las otras dos latas. El salchichón y el queso a medias, junto con el pan y el postre. Abriré el cartón pero, como no hay vasos, bebemos a caliche sin chupar, que a mí me da mucho asco. ¿Conforme? – al asentirle yo, tomamos asiento y comenzó la partición de los manjares. Me moría de hambre y ni me percaté de que mis manos seguían sucias como para envenenarme. Tenía Quini una navaja multiusos que nos sirvió para abrir las latas. Tal y como me ocurrió el día anterior, la comida me supo a gloria, incluso a pesar de mis manos. Terminando los susos, riquísimos por cierto, y aliviándonos con la emisión de gases diversos, costumbre que debiera erradicar al volver a mi situación normal de farmacéutico y padre de familia, miré el reloj donde las diez hacía ya rato que habían dado -. ¿Hace una duchita? Porque tú es que la pides a gritos desde que te conozco. Tienes que tener costras tan arraigadas en tu cuerpo que te vas a tener que frotar con un estropajo de esos de níquel o algo así. Elige la ropa que te vas a llevar mientras yo recojo la mesa y “friego los platos” – terminó con cierto tono burlón y se sonrió a la vez que metía los restos de latas, envases y el cartón vacío de zumo en una bolsa, la misma que voleó después por la balconada del salón al patio de atrás. Así se explicaba la situación de ese patio.
– Muy eficaz tu friega-platos. Oye, una curiosidad, ¿esta casa de quién es? ¿O estás aquí de okupa total? – preguntaba mientras seleccionaba una camisa naranja oscura, unos pantalones marrones, los zapatos negros, calzoncillos y calcetines blancos, y la cazadora vaquera -. Porque, ¿no estarás pagando una hipoteca? – intenté volver a burlarme de él.
– Es de Nómedes. Siempre me dijo que antes de arruinarse del todo pudo comprarla a un viejo medio loco que tenía ganas de desprenderse de ella. Yo, la verdad, nunca he visto papeles de la casa, ni oído que se la reclamase nadie. Yo podía venir cuando me apeteciese y no venir si así lo creyese oportuno. Cuando desapareció del barrio, me vine aquí casi fijo, tanto en recuerdo a él, como por ser el refugio más completo y en mejores condiciones de que dispongo. Mira – y arrastró de debajo de la cama una esquina de la pizarra de la que me había hablado -, ves como no te engaño. Y ahí debajo guardo también mi diccionario con algún otro libro – se le notó un tono de tristeza y añoranza de su viejo maestro -. Pero, bueno, arriba ese culo que nos vamos a la ducha. Mete toda tu ropa en una bolsa de plástico y el resto en el arcón. Luego usaremos esa misma bolsa para traernos tu ropa sucia, pero ya, entonces, será mía, ¿Te acuerdas? Pues aligerando.
Dejé en otra pequeña bolsa mis pertenencias: la pistola, las esposas, la agenda de Esther, la funda de plástico de El Mechas, mi cartera y la del policía muerto, las gafas de sol y algo de dinero suelto. Dejaba allí todo lo que me podía hacer falta en las próximas horas. No sin cierto resquemor, abandoné el salón escaleras abajo, con Quini intentando tranquilizarme de que aquél era el lugar más seguro para dejarlo todo. Y total, era por un rato. El móvil sí me lo llevé, por si tuviese que utilizarlo en caso de necesidad. Había tenido cuidado de que Quini no viera ni la pistola, ni la cartera del policía con la placa dentro, ni tampoco las esposas. Luego, más tarde, ya iría descubriendo parte de la historia. Salimos ya con la noche cerrada por completo. La iluminación por esta zona era bastante buena en comparación con otras partes del barrio. Faroles forjados de los de antes, salientes de las fachadas de las casas donde se fijaban, daban luz suficiente para no tropezar en el mosaico de piedras que formaban el suelo. A la vez, la falta de gente por las calles a esas horas, tampoco daba una tranquilidad al viandante. Pero yo confiaba en Quini y en su entender del barrio en cualquier momento. Sentía que lo había conocido en el momento más oportuno, necesitando él sentirse querido y valorado, y necesitando yo un escudero-guía que me indicara el camino. Bajamos por Horno del Realejo hasta casi llegar a la Plaza Fortuny. En ésta se encontraba la entrada del supermercado, pero no necesitábamos bajar hasta allí. Nosotros entraríamos por un acceso trasero, por una puerta que, porque Quini sabía para lo que era, si no, pasaría desapercibida a cualquiera que caminara por delante. Golpeó con fuerza, y a un ritmo establecido, y pronto escuchamos pasos firmes acercarse.
– ¿Sí? – preguntó con cautela.
– Tono, abre, soy yo, Quini y un…digamos… amigo.
– ¿Qué pasa, Quinito? A fregarte por fuera un rato, ¿no?, que ya va haciendo falta – y apareció ante nosotros el típico segurata de uniforme azul oscuro, dos metros de largo, pelo corto y de rizos pequeñitos y negros, pero cara de bonachón -. Pasad antes de que nadie husmee demasiado – y cerró rápidamente indicándonos el camino que Quini ya conocía de sobra. Llegamos al cuarto que le servía a él de vigilancia, con cuatro monitores que chequeaban el local y el exterior, y que colindaba con lo que adiviné sería el cuarto de baño -. Vaya pestazo que echa tu colega. Parece que te hubieses embadurnado en mierda. Entra rápido, quítate esa ropa y date ocho o diez restregones buenos. Dentro encontrarás champú y una toalla limpia, pero, si vieras que necesitas salfumán, o lejía pura, no tienes más que pedírmelo. A ti Quinito te traigo ahora una limpia.
Conforme con todo lo que había dicho, me metí en el servicio y me desnudé todo lo rápido que pude. Qué inmenso placer sentía al quitarme primero la ropa y luego toda la capa de porquería que llevaba encima. Los oía hablar pero, con el ruido del agua en mi cabeza, no entendía nada de lo que decían. Diez minutos tardé en dar por terminada la faena. Me sequé, y comencé a vestirme con la ropa que Quini me había dado. Tras varios intentos, deseché la idea de usar calzoncillos, ya que la talla que me había traído era para una cadera de por lo menos seis números menor a la mía. El resto me quedaba bastante aceptable. Me peiné con un peine que encontré en el lavabo, metí la ropa sucia en la bolsa en la que traje la limpia y salí de nuevo al cuarto, donde había dejado a estos dos de animada charla.
– ¿Sabes quiénes han volado y ardido esta tarde en la casa que vimos? – me informó Quini -. Por lo visto se trata de un ajuste de cuentas entre los amigos del gordo y tus compañeros de cena de anoche, Marga y el tal Mike. Según me acaba de contar Tono, los han encontrado atados, amordazados, destrozados a golpes, con quemaduras en gran parte de sus cuerpos y, para colmo la explosión, que parece que fue de una bombona de camping gas que usaban como cocina. El que mal anda mal acaba, y estos no eran de buena calaña.
– Tienes razón – no quería hablar de más delante de Tono por si era excesivamente riguroso con la justicia y pudiera atar algún cabo que le hiciese desconfiar de mí -. De todas formas, no lo siento nada pues con ellos el único contacto que tuve fue correcto y sin intimar nada. Apenas unas horas. ¿Te vas a duchar tú? – cambié el tema a cosas más banales que no me comprometiesen mucho.
– Sí, por supuesto. Pero, ¿no te da miedo toda esa gente con la que te has relacionado? Te veo frío ante la noticia, parece que ni te va ni te viene.
– ¿Y por qué tenía que impresionarme? Ahora estoy a salvo de ellos, y no creo que me encuentre con ellos con facilidad. O por lo menos eso espero.
– Ten cuidado con el gordo y la gente que le rodea – intervino Tono con voz seria -. Tienen más contactos de los que tú puedas creer. Sus brazos son largos y llegan a muchas estancias que ni conocemos, ni conoceremos. Hoy no sabría nombrar gente en la ciudad de menos fiar y, en el barrio, aunque se ven poco, y más bien de noche, no hay nadie que pueda decir que al menos los conoce. La redada de El Terrao de esta tarde parece ser que ha sido la causa del repaso dado a Marga y a Mike. Ha habido hasta un muerto, un negro que no sé qué pintaba allí. Según parece, la gente del barrio relaciona una cosa con la otra. Puede que estos dos se hayan ido de la lengua demasiado y eso se paga con la tumba. También parece que, en La Blanca Paloma, por la calle Aljara, han detenido a otro de estos mafiosos y parte de sus esbirros. Total, que el barrio ha estado hoy en todos los telediarios locales y nacionales, y no precisamente por sus monumentos.
– ¿Están las toallas en donde siempre? – preguntó Quini.
– Sí, pero luego os lleváis una de las dos que hayáis usado, para que no parezca que ensucio toallas a pares. No creo que se den cuenta de que falta alguna y, si se dan, que la busquen – nos quedamos solos Tono y yo mientras Quini se duchaba. Sentí que me estudiaba preguntándose qué hacía un tío como yo con un chaval como Quini. Desconfiaba de mí y no se lo reprocho. En cuanto sintió que el agua de la ducha caía, y que por tanto Quini no nos oiría, se acercó a mí perdiendo la cara de bonachón que hasta hacía unos segundos tenía para decirme -. Escucha bien lo que te digo. No sé por qué Quini te llama amigo. No te conozco. Pero como algo le ocurra al chaval, te busco hasta debajo de las piedras para hacerme un llavero con tus tripas. ¿Me entiendes? ¿Hablo clarito o no? No me gusta que hayas tenido contacto con los dos pargelas estos que se han cepillado. Espero que de verdad no tengas relación con esa gentuza, porque si no, traerás problemas, y, si traes problemas, puede verse afectado Quini. Y a él, sí le tengo el respeto que se merece y que tú te debes ganar. Tómatelo bien, o tómatelo mal. Y, si no lo tienes claro, piérdete de aquí antes que te dé yo pasaporte – dicho esto se separó de mí, se sentó en una silla de oficina con ruedas, puso los pies sobre la mesa y encendió un cigarrillo. La primera bocanada fue seguida de un completo ramillete de roscos de humo en todas sus versiones y tamaños. Como me vio que seguía de pie y algo tenso por sus palabras, me dedicó una amplia sonrisa tranquilizadora a la vez que me ofrecía el paquete para que cogiera uno, si quería. Lo rechacé -. ¿No fumas? Esa es buena señal. La gente con vicios tampoco me causa buena impresión. Excepto yo – y soltó otra risotada que me recordaba las de El Penta con Rice. Cesó el ruido del agua y se relajó, como queriendo dar la imagen a Quini de que todo iba bien -. Un encanto tu amigo, Quini – fue lo que se le ocurrió soltar cuando éste salió del cuarto de baño, mientras recibía de mí una mirada cargada de asco.
– Terminado – anunció Quini -. ¿Nos vamos? Que Tono tiene trabajo, y bastante favor nos ha hecho con dejarnos a los dos ducharnos, vayamos a que algún día venga alguien y este chollo se estropee. O lo que es peor, pague Tono por nosotros.
– Cuídate Quinito. Te espero siempre que quieras por las noches – se ofrecía el tal Tono camino de la salida con nosotros dos por detrás -. Y tú, ¿cuál es tu nombre? Se me ha olvidado.
– Es igual, qué más da – le respondí -. Tampoco te lo he dicho, y no creo que te interese lo más mínimo – abrí el portón de salida y mientras volvía a la calle terminé por decirle – Espero que no nos volvamos a ver. Y si así sea, que tengas motivos para amenazarme o, de lo contrario, educación para cerrar esa bocaza.
Imágenes de José Luis León Padial
Continuará…
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