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Seis números rojos (X)

  – ¡Eh! Quietos – gritaba Quini, mientras se interpuso entre la mole de huesos y carne que era aquel tipo, y que decididamente iba en pos de agitarme el cuerpo un poco,  y yo -. ¿Pero qué pasa?

  – El tipo este no me gusta un pelo, Quinito. ¿Estás seguro de que es de fiar? – interrogaba el segurata -. Sólo le he dado unos buenos consejos y mira cómo me los agradece.

 – Te metes tus “consejos” por donde te quepan, que sitio sí parece que tengas de sobra – contesté separándome unos metros de él.

 – ¡Quieto! – volvía a repetir Quini empujando adentro las toneladas que tenía que pesar esa masa de hombre -. Será mejor que nos marchemos y en silencio. Ya es muy de noche y tampoco vamos a montar un cirio a estas horas. Cierra Tono, vuelve a tu trabajo que no te molestamos más – y le cerró la puerta para disuadirlo de sus intenciones de, por lo menos, arrancarme la piel a tiras.

 – Recuerda lo que te he dicho, capullo. ¡Ah! Y si quieres volver a ducharte, lo haces en casa de tu puñetera madre, si la conoces. ¿Te enteras? – terminó de desahogarse Tono tras la puerta a la vez que nos alejábamos de allí lo más aprisa posible, recibiendo yo una reprimenda por parte de Quini que terminó por hacerme reír.

 – ¿Se puede saber qué coño te hace gracia? Todavía duermes esta noche en la puta calle y me quito un peso de encima, desgraciado. No te comprendo. De modo que te resuelvo el problema de la ducha, para lo cual, sólo tienes que aguantar durante diez escasos minutos a una persona que te acabo de presentar. Y va, el muy cabrón, y lía una pajarraca de muy señor mío con el tío que le está haciendo un favor.

 – Me dejas que te explique – me defendía llegando ya de regreso a La Enterá -. Ese colega tuyo te aprecia de forma enfermiza. No me dejó abrir el pico cuando ya estaba metiendo la puya hasta el codo. Que si te aprecia mucho, que si como te pase algo, que si no le daba buena espina. Me soltó una ristra de amenazas que no le aguanto yo ni al Rey en traje de gala y con todo el ejército a sus espaldas. De acuerdo que yo tampoco he sido un ejemplo de cortesía, pero no pretenderías que me despidiera con dos beso y un apretón en el culo. Ahora, que si tanto te ha molestado, cojo mis cosas, salgo zumbando de aquí y no vuelves a saber de mí hasta que me veas en los periódicos.

 – ¿En las esquelas?

  – No, gracioso, en la portada como un héroe – afirmé subiendo las escaleras de dos en dos con el candil ya encendido.

  – Venga, olvidémoslo todo – zanjó Quini cuando subió –. No creo que debamos romper nuestra amistad por confusiones. ¿Qué planes tienes para mañana?

 – Aún no sé. Voy a estudiar la agenda de Esther y otros documentos para ver hacia dónde pongo mi camino.

  – ¿Te importa que me eche a dormir? Estoy muy cansado del día que hemos llevado y supongo que tú no estarás mejor que yo.

 – No, hombre, qué me va importar. Yo sí voy a estar todavía un rato despierto. Si necesito algo ya lo busco. Buenas noches – dicho lo cual Quini se quitó sus zapatos y se deslizó dentro de una de las camas. No había pasado un par de minutos, y apenas me había yo sentado y colocado en la mesa con todos los papeles dispuesto a ordenarlos, cuando ya roncaba el chaval como un viejo con asma, bronquitis, alergia, enfisema, mocos y vegetaciones juntas. Con ese ruido, lo raro es que no llamaran los vecinos a la policía o a las tropas de elite del ejército. Fue un trabajo muy duro, ir viendo teléfonos, direcciones y nombres con sus apodos, algunos de los cuales me volvían a sorprender por a quién implicaban en el caso y en el entorno de la compañía. La funda de plástico de El Mechas contenía también información que, a modo de puzzle, encajaba con los teléfonos de la agenda de Esther, sólo que unos en un bando y otros en otro. Ordenado todo en mi cabeza tracé un plan a seguir por la mañana. Eran ya casi las cuatro de la madrugada y el sueño me vencía. Guardé todo, cada cosa en su sitio, y distribuí en mi cazadora vaquera las esposas, la pistola y la cartera del policía que había dejado antes de ir a la ducha. Me quité los zapatos y me hundí en la otra cama quedándome dormido casi sin darme cuenta.

Tuve mi segunda noche de pesadillas. Me veía entre rejas, alejándome cada vez más del primer plano de la hipotética cámara que me filmaba, con celdas a los lados del pasillo en el que poco a poco me iba hundiendo, de las que salían decenas, cientos, miles de brazos agitándose, con las manos cerradas en un puño pero los pulgares dirigidos hacia el suelo, dictando sentencia a no sé bien qué. De pronto mi celda se abría y podía caminar desde el fondo del pasillo hasta la salida. Pero tenía que hacerlo rápido, corriendo al ritmo frenético que me marcaba mi primer plano. Las dos paredes que formaban este corredor se juntaban a mis espaldas, y el camino se estrechaba. Más rápido avanzaba, más rápido se desplazaban los dos muros, uno contra el otro. Las manos de los inquilinos de las mazmorras pasaban de verme de lejos a llegar a rozarme o, incluso, agarrarme por detrás. Tras mis pasos podía oír el estruendo de los barrotes de uno y otro lado chocar entre sí, haciendo saltar miles de diminutos trozos de pared que silbaban al pasar rozando mi cabeza, provocando unos alaridos lastimeros de los distintos presos que, o bien morían en el acto, o agonizaban en un trance angustioso imposible de describir. Quince, veinte  o cuarenta veces recorrí esa noche la misma galería, con los mismos protagonistas y quejidos. Y las mismas veces terminé en la misma habitación, de paredes acolchadas en azul marino, como en los psiquiátricos de las películas, donde se cerraba la puerta de entrada con un portazo seco y se abría el techo abovedado, para convertirse en un mirador de cristal donde los cabos Rupérez, Ramírez y Rodríguez junto al comisario Peana, al francés, El Mechas con un agujero de bala entre los ojos, Nola con el cuello abierto, Rice empapado en sangre, Esther, Chris y El Penta, se reían a mandíbula batiente señalándome con sus dedos índices mientras andaban en círculo sobre mi cabeza. Los llamaba, les pedía clemencia, los insultaba y hasta les escupía, y más y más se reían. Luego, cada vez, siempre igual, automáticamente, la cinta de la película se cortaba y volvía a su inicio, conmigo de nuevo en la celda perdiendo el primer plano de aquella alucinación.

  – Despierta, coño, que me vas a volver loco – sentí a Quini gritarme al oído mientras me zarandeaba con tal brusquedad que, si me suelta, en una de esas, me estampa contra el suelo por el otro lado de la cama -. ¿Es que no puedes tener pesadillas como las personas normales? Joder, que hombre. Con lo tranquilito que yo estaba sin ti. O espabilas de una vez o te tiro por las escaleras.

 – Sí… bueno… ¿ qué pasó? ¡Para de moverme que parece que estuviera en un tiovivo ! – repliqué incorporándome en la cama y frotándome los ojos con ambas manos -. ¿Qué decías?

 – Llevas más de una hora, que yo sepa, pidiendo perdón a una gente que no me suena para nada. Pero lo gracioso es, que a renglón seguido, a esos mismos, los maldecías llamándoles de todo. Y la traca final eran los escupitajos que soltabas roque perdido. Fíjate, si has llegado a los peldaños de la escalera – y me señaló primero mi manta, luego el suelo y al final los escalones con restos de mi saliva -. Y después, como si no hubiera pasado nada, ronca que te ronca, para al poco rato volver a empezar.

 – ¿Qué hay de desayuno? – pregunté ingenuo de mí notando, al pasar mi mano por mi cara, que la barba de dos días iba en aumento.

 – ¿Qué? ¿Te apetece unos churritos o croissant con mantequilla y mermelada de melocotón para acompañar a un café de Colombia?

– ¿No hay mermelada de fresa y chocolate?

– ¡Despierta de una vez! Que el Alhambra Palace te pilla un poco retirado – nuevo zarandeo que terminó de traerme a la realidad -. ¿Llegaste a alguna conclusión anoche? – terminó por soltar al sentarse en una de las sillas y abandonar la idea de seguir torturándome.

– Sí. Y creo que sé cómo terminar con todo este follón, salvando mi pescuezo y llevando a prisión a los autores de todo este drama. Pero antes voy a ir a por Nómedes. ¿Qué hora es?

 – Cerca de las diez. Pero, ¿cómo que antes vas a ir a por Nómedes? ¿Cómo vas a sacar a Nómedes de allí? ¿Puedo ir contigo? – casi me rogó -. ¿Y después cómo sigue el plan?

  – Tú tienes que ir y hacerme un favor – y le expliqué lo que quería que hiciese esa mañana por mí -. Cuando termines vuelves aquí, a esta casa y me esperas. ¿Conforme?

 – ¿Y yo qué saco de todo esto? – inquirió interesado en alguna recompensa.

 – La promesa de que cuando yo vea a Nómedes, y hable con él, si le apetece salir de allí y volver al barrio, ese no duerme ni come ni una vez más en ese asilo. Más premios monetarios no puedo prometerte en este momento pero, con suerte, también caerán. Y, al final del culebrón este, te puedo asegurar que no me olvidaré de ti mientras viva. Sólo te pido este último esfuerzo para que, antes de que vuelva a amanecer, las cosas estén en su sitio.

 – Pondré todo de mi parte confiando en ti. Me voy a mi tarea – se puso en pie y yendo a la escalera pensó en voz alta -. Espero que Nómedes vuelva y no se haya acomodado. Conociéndolo debe de estar loco por salir, pero no le dejarán. En fin, cuando salgas cierra de un portazo. Nos vemos aquí. Hasta luego.

  – Hasta luego.

Una vez solo, seguí con mis planes. Ahora tocaban unas llamadas de teléfono para organizar las diferentes piezas de mi particular ajedrez. Llamé a Peana, sin dejarle hablar como siempre, y le pedí que liberara a Esther, lo cual acababa de ocurrir tras prestar declaración según me informó. Le dije que no se comprometiera mucho ese día pues tendría más noticias de mí, y, como siempre, le colgué. La segunda llamada fue precisamente para Esther, con las señales previas que ella me enseñó. Al tardar, creí que no estaba en casa pero, por fin, con voz ahogada por el sprint, supongo, contestó y se mostró sorprendida al oírme. Tampoco la dejé reaccionar mucho y, tras anunciarle que estaba al tanto de todo el plan que manejaba, la cité para la hora de comer que la volvería a llamar. Le aconsejé no dejarse ver mucho, ni hablar con nadie de esta conversación y colgué de nuevo. Sabía que, con toda probabilidad, esto último no lo cumpliría. La tercera llamada era para el francés, al que suponía en compañía de El Penta. Otro sorprendido de escucharme. Se apreciaba el ruido de un motor, por lo que probablemente irían en coche a algún mandado. Lo mandé callar y escuchar, lo cual provocó una reacción airada en un principio, con amenazas y maldiciones hacia mi persona, que se tornó en un bufido de espera cuando pude hacerle entender que conocía el paradero del botín de Nola y que se lo entregaría a cambio de un favor muy especial. Le pedí que vigilara a Esther toda la mañana, pues sospechaba que ella no jugaba limpio con la compañía. Le pedí, y si no lo hacía no habría trato, que, aunque la viera con alguien o saliera a algún lado, no la interrumpiera ni la detuviera, sólo la observara y reconociera con quién se relacionaba. Aunque estuviese precintada su casa, sabía que Esther había entrado a buscar, entre otras cosas, la agenda. Finalmente, lo cité a las cuatro en Los Palacios, en la casa donde conocí a Marga y Mike. Afirmando con un gruñido que aceptaba su parte, me amenazó de nuevo por si todo aquello era un juego. No le hacía gracia que yo le mandara, pero cada vez que le recordaba lo del botín callaba otorgándome su apoyo, aunque fuera momentáneo. Sabía que el francés me seguiría el juego hasta tenerme a su alcance. A poco que me descuidase, y tuviese localizado en un lugar asequible el legado de Nola, se encargaría de no volver a verme. Colgué sin despedirme y me preparé para mi última gran llamada, antes de comenzar mi jornada de trabajo. Miré la agenda de Esther y volví a repasar los nueve números que formaban el teléfono que tantos quebraderos de cabeza me estaba dando. Todo este lío sin ese teléfono no tendría el sentido tremendamente doloroso que para mí resultaba. Sería un capítulo más en la historia de la camorra granadina de andar por casa. Marqué y hablé, en llamadas distintas, con las dos personas que quería, una de ellas El Mando, camuflando mi voz con cambios de tono y con un pañuelo que la distorsionara algo más. Temía ser reconocido aunque, al parecer, no fue así. Hice luego la segunda llamada. Les mandé a ambos el mensaje que me convenía y me garantizaba parte de seguridad, parte de confusión. Jugaba a las cartas con ases marcados, corriendo riesgos necesarios que en un descuido podían volverse contra mí. Pero así es el juego. Al acabar la última conversación desconecté de nuevo el móvil por si alguien pensaba devolverme la llamada.

 Una vez que la primera parte del futuro desenlace quedó tejida, puse mis pies rumbo a cumplir la parte del pacto que había sellado con Quini. Abandoné La Enterá y bajé de nuevo hasta cerca de La Plaza Fortuny esperando que Tono no anduviese por los alrededores. Enseguida topé con la parada de taxis que recordaba estuviese por allí. Me subí al primero que había y le fijé el destino a Residencial Cielo Azul. Por suerte el taxista prestaba más atención a un debate radiofónico de política que a quién esto relata. Camino del Residencial dieron las diez y media y, en la cadena de la radio, emitieron un pequeño informativo local. Una de las noticias resaltaba la, todavía sin resolver, fuga de un sospechoso de asesinato hacía ya dos días. Se seguía sin tener pistas de su paradero.

 – El muy hijo de puta estará escondido bajo tierra – se quejaba el taxista. Yo me alegré de tener la barba de dos días y el pelo bastante cambiado por no poder peinármelo como siempre, sino sólo alisarlo con las manos -. En cuanto lo cojan le van a dar estopa hasta debajo del forro de los huevos – muy fino continuaba con su sentencia -. A gente como esa no habría que dejarla ni parpadear. Tendrían que pagar hasta el aire que respiran, ¿no cree? – interrogó para ver de qué parte estaba.

– Yo estoy con usted, desde luego.

– ¿También a favor de la pena de muerte? – y se me hizo un nudo en la garganta -. Oiga, ¿se le comió la lengua el gato?

– No… disculpe… es que… no me encuentro bien. Bueno, … sí… quiero decir… que puestos a darle por todos lados… hasta pena de muerte, ¿no? Para qué lo vamos a dejar defenderse, vayamos a que se revuelva…

 – … y le tengamos que dar dos caponazos, ¿eh?. Es usted peor que yo – se jactaba el muy cerril -. Desde que se ha subido al taxi he olido que era de los míos. Pues sepa que cada vez quedamos menos – “gracias a Dios”, pensé.

 – Si es que hoy los tiempos no son los de antes – le continué con la parodia -. No hace falta nada más que echar un vistazo a la juventud …..– le di pie para seguir él. 

 – ¡Puafff! Es que no tienen vergüenza. O era verde y se la comió una vaca – se alteraba por instantes, vaciando todo lo que le corroía por dentro y descargaba a la primera oportunidad que le diesen -. Sin ir más lejos, el novio de la hija de mi prima Sensi, la de Cogollos Vega. No he visto niñato con más agujeros por el cuerpo, con pendientes, zarcillos, “pirsin” de esos modernos y demás gilipolleces que se le ocurren. Y digo yo que el nene será algo masoca, porque yo, hasta para una simple vacuna del tétanos,  poco menos que necesito anestesia general con respiración asistida. Lleva unos pantalones que, o te cortan la circulación para marcar atributos, por pequeños que estos sean, los atributos claro, o recogen los palominos a la altura de las corvas. El peine lo tienen junto a la colección de minerales, como otro pedrusco sin utilidad, prehistórico. Y luego las niñatas. ¿Qué le voy a contar de las niñatas de hoy?

 – Lo que usted quiera. Por mí siga, que es todo muy interesante – dejaba correr los segundos.  

 – Pues que van medio en pelota picada – remataba la faena -. Que si minifalda por aquí, sin sujetador por allá, los tangas esos que no sé quién los ha inventado y, ya mismo, sin bragas. Escotes que, más que escote, son balcones enteros. Pintadas que parecen un Velázquez. Eso es lo que nos espera en nuestra vejez, ¿ sabe usted?. No espere que le preparen ninguna sopica de picadillo de forma gratuita. Si volviera el otro, no dejaba títere con cabeza. En fin, ¿de qué le estaba hablando? – se había perdido en sus divagaciones -. Pero calle, calle, que parece que se reanuda la tertulia radiofónica – y aumentó aún más el volumen de la radio para seguir escuchando despotricar, acerca de la sanidad, al jefe de la oposición de turno.

Llegamos a la misma puerta de la Residencia, le pagué la cuenta y le pedí el número de su taxi por si de nuevo requería de sus servicios en esa mañana. Ni corto ni perezoso, el buen hombre me dio su teléfono móvil para poder contactar directamente con él, pues podía pasar que, si previamente llamaba a la centralita, le dieran el servicio a otro compañero y el cliente no quedara satisfecho.

 – Usted sin problemas, me llama y yo vengo de inmediato. Que ya lo dice el refrán: “más vale malo conocido…” – “que pirata por conocer”, terminaba en mi mente.

Nunca llegué a ver la Residencia en todos los años que llevábamos de relaciones comerciales. Nos limitábamos a recibir los pedidos por teléfono, y a enviarlos a través de una empresa de mensajería que nos hace estos servicios. La entrada era como la fachada de un enorme y lujoso chalé. Un arco blanco recibía al visitante en donde, con unas letras en cerámica granadina, se podía leer “Residencial Cielo Azul”. Un pequeño camino de suelo de terrazo conducía a la puerta del recibidor, dejando a ambos lados un jardín de césped muy buen cuidado, con flores de diversos tipos y dos árboles con pequeños brotes blancos. Los pájaros revoloteaban por encima de mi cabeza, como en los dibujos animados, y temí, por unos instantes, dado su cercanía, que pudieran descargar sobre mi vestimenta alguna necesidad perentoria. Tras la puerta principal, blindada y lacada en blanco, llegué al hall, donde desde un mostrador, en el cuerpo del cual había instalado una enorme pecera con una gran variedad de tipos de peces, una señorita de muy buen ver y excesivamente maquillada para mi gusto, me dedicó una amplia sonrisa a la vez que preguntaba si podía ayudarme en algo. Extraía de una voluminosa impresora de ordenador un listado de vete tú a saber qué. Paredes blanquísimas, con protectores de madera en las esquinas de las columnas, con cuadros de diseño moderno en las paredes, de estos que no entiendes ni lo que quiere transmitir el autor, ni por dónde empezó y por dónde terminó. Plafones de luz iluminaban un corredor que se perdía tras una puerta abatible que llevaría, probablemente al interior de las instalaciones. Viéndome pasmado ante ella repitió la señorita de antes la misma pregunta, siempre sin dejar de sonreír.

 – Sí, perdone, es que me ha sorprendido gratamente el aspecto y la decoración que tienen. Es de muy buen gusto todo lo que veo – peloteé un rato para distraer su atención y poder ir visionando durante ese tiempo el terreno, estudiando posibles vías de escape en caso de accidente -. Creo que reservaré una plaza, o dos, para dentro de treinta años – bromeé con la chica -. ¿Tienen sitio para esa fecha o está todo completo? – y reímos juntos mi ocurrencia -. Bueno, en realidad, vengo buscando a una persona que ingresó aquí hace unos meses. Nómedes, se llama Nómedes. Un abuelito que recogieron de la calle las fuerzas del orden público y que no estaba en un buen estado de salud. Se encuentra aquí, ¿no?

 – Sí, él está aquí. El problema es que aún tiene las visitas controladas por la policía y no podemos dejar que hable con cualquiera, pues su estado de salud no ha mejorado mucho.

 – Sí, sí, eso ya lo sé. Pero yo cumplo órdenes de los altos cargos – disimulé a la vez que sacaba la cartera con la placa de policía y se la enseñaba, mostrando la chica su conformidad -. ¿Puedo hablar con el director? Necesito informarle de cierto cambio…

  – En estos momentos está fuera – me sonreía la suerte-, y no sé cuánto tiempo tardará. Pero creo que no pondrá impedimentos a que siga usted con su labor siendo, como es usted, de la policía. Otras veces han venido otros compañeros suyos para interesarse por él, pero de la última vez hará más de dos meses. Habría que dar un toque de atención a quien correspondiera, porque no se puede tener a una persona encerrada en un sitio que odia con toda su alma, aunque el sitio sea el mismísimo paraíso. Eso es lo que retrasa su mejoría, no ya física, sino mental.

  – La entiendo, la entiendo. Por eso, entre otras cosas, es por lo que estoy aquí y por lo que vengo de paisano. Tengo buenas noticias para él, aunque no debo adelantarle nada hasta saber su opinión. ¿Podría hablar con él en privado?

– Voy a pedir a mis compañeros que lo localicen y lo pasen a la sala de visitas. Discúlpeme un momento. Ahora vuelvo.

– ¿Podría usar su teléfono un segundo? – le solicité- Es para confirmar unos datos, ¿ Ok? – con una mueca de conformidad no muy amistosa continuó su camino. Hice una llamada corta pero necesaria para que mis cábalas dejaran de serlo y pasaran a ser datos confirmados.

 Salía en esos momentos por la puerta abatible del pasillo una señora uniformada de blanco, tipo enfermera, que empujaba un carro con los restos de los desayunos en varias bateas. Pasó detrás del mostrador de recepción y retiró, sin fijarse en mí, una pequeña bandeja que yo no había visto y que la habría utilizado la chica que me atendió. La dejó en el carro y, supongo que por la llamada de la naturaleza a su vejiga, extrayendo un manojo de llaves, se perdió tras una puerta que presentaba un letrero con las letras WC. Me quedé mirando el carro que, en varias de las bandejas que portaba, ofrecía a la vista bollería diversa, ya en trozos sobrantes o en piezas completas intactas, tras el correspondiente tentempié. Sin testigos, y con el estómago pidiéndome algo a esas alturas de la mañana, es fácil imaginarse la lucha interior que tuve conmigo mismo. Al final, un croissant y un bocadito de nata, que se me hacía difícil hubiese alguien allí que pudiese desayunarse con ello, cayeron en un santiamén. Y, como me vi con tiempo, tres largos tragos de una taza de café me ayudaron a bajar lo anterior. “Sólo me falta la copita de anís”, pensaba cuando, de nuevo muy sonriente, apareció la recepcionista para indicarme que la siguiera.                                            

  Atravesamos la puerta abatible y avanzamos por un blanquísimo pasillo en el que se distribuían a los lados diversos despachos, una sala de curas y botiquín terminando con un giro a la izquierda que llevaba a una doble puerta acristalada con otro letrero, éste de plástico negro con las letras en blanco, en donde se anunciaba la sala de visitas. Estaba junto al comedor, la cocina y otra puerta abatible que llevaba, por las voces que se oían, a la sala de estar o de recreo. Tras los cristales podían apreciarse los movimientos de dos personas. Entramos y reconocí a Nómedes en el viejo que estaba sentado con las manos entrelazadas y los codos apoyados en una mesa ovalada, como de reuniones de empresa, con la cabeza cabizbaja. Delgadito. Tan delgadito, que dudo que llegara a pesar más de cuarenta o cuarenta y cinco kilos. Yo había visto perros por la calle con mucho más peso y mejor aspecto. Me miró algo confundido y retornó la vista a su sitio anterior. A su lado, un enfermero medio guarda jurado matón de discoteca, lo vigilaba como si de un terrorista se tratase.

 – Se pasa así los días enteros – cuchicheó a mi oído la señorita recepcionista -. Es como si vegetara. Le hablamos, y ni nos oye. Se limita a ir a comer, dormir y sentarse en un rincón del jardín, bajo un naranjo, a mirar el suelo o perdido en el infinito. Claro, claro, tan sólo le he entendido en todo este tiempo las palabras mi barrio y el nombre de Quini. Pero ninguno sabemos a qué o a quién se refiere.

  – Déjennos solos, por favor – rogué a los dos que sobraban allí -. Quisiera tener una charla a solas con el señor Nómedes, y quiero la máxima tranquilidad para él y para mí.

– Señor, si me permite aconsejarle – comenzó el enfermero a decir –, no sabemos el potencial de agresividad que puede desarrollar el aquí presente, cuando se encuentre sin la debida custodia. Yo preferiría quedarme por si hiciera falta mi intervención – hacía subir el pan mientras hablaba.

 – Se lo agradezco en el alma, de corazón, asumo la responsabilidad de lo que pueda sucederme aquí encerrado con tan peligroso personaje, pero – y me acerqué a su vera para terminar muy bajito, de tal forma que sólo él me oyera – sé artes marciales y tengo experiencia con tipos mucho más duros que éste – le enseñé a él también la placa policial lo cual le dejó satisfecho más que mis palabras.

– De todas formas estaré fuera, cerca de usted por si me necesita. Ante cualquier contratiempo dé una voz y acudiré de inmediato.

 Salieron los dos y nos dejaron solos. Cerré la puerta para salvar nuestra intimidad, y dificultar el poder ser oídos. Tenían preparada una silla al otro lado de la mesa, frente a Nómedes, para que yo me sentase. La cogí y la arrastré hasta situarla junto a él. Me senté y lo podía ver controlar de reojo mis movimientos, en alerta, esperando ver el desarrollo de los acontecimientos. Iba con la idea de no dar rodeos, de ir al grano desde el primer momento.

 – Vengo de parte de Quini – susurré en voz baja.

– ¿Le ha pasado algo? ¿Lo habéis detenido? – levantó la cabeza asustado por nombrarle a la única persona que en ese momento le importaba y quería y, por supuesto, echaba de menos. Sus ojos se abrían escrutando los míos a la vez que sus manos se separaron con ánimos de venganza si las respuestas a sus preguntas eran afirmativas.

 – No, no le ha pasado nada – seguía yo susurrando e invitándolo a bajar el tono de su voz con un gesto de mi mano -. Yo soy su amigo. Lo de la placa de policía es una larga historia que no puedo contarte ahora, pero que nos puede servir para que salgas de aquí y vuelvas al barrio libre como siempre fuiste. ¿ De acuerdo?. Debes confiar en mí, pues lo que hago, además de un favor a ti y una promesa a Quini, forma parte de un trato que hice con él. Pero antes debo saber cómo te encuentras, y si estás dispuesto a volver allí, si te apetece o si, por el contrario, no quieres regresar. Dejamos claro que respetaríamos tu opinión. Ni Quini, ni yo, ni nadie, puede sacarte de aquí contra tu voluntad.

  – Pero sí mantenerme encerrado contra mi voluntad. Espero que no sea un juego, porque me acabas de abrir una herida que llevaba camino de cicatrizar con el tiempo, y sólo curará cuando me vea de nuevo en mi barrio, en mi calle.

 – En La Enterá, en la calle Damasqueros, con un candil por luz, con un patio interior con más mierda que las patas de un marrano, con…

 – Para, para. Veo que conoces algo de allí, de mi vida, y no hay otra forma que no sea a través de Quini. Quini, mi Quini – se le iluminaba la cara al nombrarlo. El viejo apático que vi al principio, en la mesa, se activaba por momentos. Sonreía vagamente, se balanceaba nervioso en su silla, me miraba y retiraba la vista rápidamente, intentaba confiar en mí, pero su instinto se lo impedía de inmediato -. ¿Cómo está él? ¿Se acuerda de éste viejo? Es, y será, la única ilusión que me queda en la vida – ahora los recuerdos lo sumergían de nuevo en un halo de tristeza, que le hicieron derramar dos lágrimas mal contadas que enseguida enjugó.

– El está muy bien, dentro de lo que es su vida en el barrio. Se defiende mejor de lo que yo, que no conozco nada de estos submundos, podría hacer. ¿Si se acuerda de este viejo?. No se acuerda – y me miró Nómedes asustado -, es que no para de acordarse ni un momento – y suspiró aliviado -. Puede parecer un chico frío y distante, pero cuando lo observas y lo conoces un poco, ves la excelente persona que puede estar fraguándose en ese diminuto cuerpecillo. Además, es muy apreciado en el barrio, lo cual es algo complicado de conseguir. ¿ Sabe una cosa?. Estoy en deuda con él de por vida y, en cuanto me enteré lo que supone usted para él, me prometí hacer lo que estuviese en mi mano por llevarle de vuelta al barrio. ¿Quiere que nos vayamos? ¿Quiere salir de aquí y no volver a pisar esta cárcel?

– Nada me haría más feliz. Aquí no me tratan mal. Pero este no es mi mundo, ni esta es mi vida. Te supongo enterado de mi historia y, tras eso, pocas cosas me estimulan en mi quehacer diario. Pero Quini, ese chaval, es mi segunda oportunidad en la vida. Y encerrado aquí no la podré aprovechar – cuántas palabras seguidas en pocos minutos había desgranado el viejo comparado con lo que la recepcionista buenorra me comentaba. Me alegraba que sí volviera a ilusionarse ese anciano tan castigado por la vida.

 – Pues ahora tienes esa posibilidad, pero no la pierdas por la boca, con la bebida. No es ejemplo para el chico y no te pone en buena posición de ser algo más para él – Nómedes asentía a mis palabras -. Escúchame pues. Ahora quiero que vuelvas a ser el mismo viejo taciturno que me encontré hace un rato al entrar en esta sala. Te voy a esposar y trágate todo lo que diga de ti. Nos vamos a marchar en taxi, y hasta que no lleguemos al mismo, y estemos alejados de aquí,  no des muestras de alegría ninguna. Mientras háblame de lo que se te ocurra, para hacer algo de tiempo.

 Me contó que el día que lo detuvieron estaba completamente borracho en el Campo del Príncipe, molestando a los usuarios de las mesas que un bar tenía instaladas en una esquina. Al parecer, el dueño del bar, al que Nómedes no culpa de nada, llamó a la policía para que se ocuparan de él. Estos, viendo su reincidencia en múltiples casos similares, se lo comunicaron al juez de guardia que decretó su ingreso, primero en la Unidad de Rehabilitación de Alcohólicos del Hospital Clínico y luego, a los veinte o veinticinco días, en esta Residencia. Le comunicaron que aquella iba a ser su casa por un tiempo indefinido, con lo cual se terminó de hundir, decidiendo encerrarse en sí mismo hasta el día de hoy. No le había dado tiempo de despedirse de ninguno de sus vecinos y amigos, ni de darles explicaciones por lo sucedido, incluyendo al dueño del bar. Le dolía más que nada no saber de Quini, de cómo seguiría su aprendizaje, y de cómo lo trataría la vida sin él. Todos los días rezaba para que un ángel lo sacara de allí y lo devolviera a la calle o, si no, que un diablo le arrancara las pocas ganas de vivir que le quedaban, dándole la paz con su muerte. Durante casi media hora completó su relato con sus vivencias en la Residencia, qué comía, dónde dormía, qué hacía aparte de dejar volar su mente fuera de aquí. Me habló de los enfermeros, del régimen severo de horarios y movimientos que sufría él y el resto de residentes, aunque la impresión general era que la vida pasaba de forma aceptable. Desmintió que hubiese ido nadie allí a visitarle desde aquel fatídico día en que lo ingresaron, dos días antes de la Nochebuena pasada. Las Navidades las había pasado en completo silencio, deambulando de un sitio a otro de la Residencia, maquinando algún plan de escape que no había concretado hasta la fecha. Ahora, si lo viesen los mandamases de aquí, no se creerían que el hombre que estaba ante mí era el mismo que se apagaba lentamente entre aquellas paredes.                                     

En un momento dado, sentimos movimiento tras la puerta acristalada, lo que me hizo volver a caer en que debíamos retomar mi plan de fuga y salir de allí cuanto antes. Le mandé callar hasta nueva orden. Encendí el móvil y llamé al taxista a su teléfono particular. Me confirmó que en unos minutos estaría en la entrada de la Residencia. Le indiqué que aunque no me viera, me esperase y colgué. Saqué las esposas y se las coloqué a Nómedes, sin apretarle lo más mínimo para su comodidad. Le rogué que volviera a poner la cara de tristeza que todos conocían, lo agarré del brazo izquierdo y, abriendo la puerta de la sala, enfilamos juntos el pasillo rumbo a la salida tratando de ignorar la mirada del guardián.

 – ¿Adónde se creen que van? – me increpó el enfermero musculitos que se había pasado todo el tiempo esperándonos -. Este señor no tiene permiso de paseo. Sólo salidas al jardín.

– Este señor, como muy bien lo llama usted, tiene que declarar ante un juez lo que sabe sobre ciertos temas que a usted poco le importan – contesté con toda la potencia que mis pulmones podían dar. Luego, ya más bajito, casi para que él sólo se enterase, terminé -. Y si quiere poner obstáculos al normal devenir de la recogida de datos del caso que me ocupa, aténgase a las consecuencias civiles, penales, mercantiles, judiciales y/o canónicas que de ello derivase. ¿Me comprende? – obviamente ni yo lo comprendía, pero el fulano en cuestión al verme tan enfadado, teniendo en cuenta que era policía y asumiendo que aquello que acababa de oír, que no entender, podría derivarle a más de un quebradero de cabeza, además de posibles problemas a la empresa en que trabajaba, suavizó su postura hasta el punto de ser él mismo el que nos sostuvo la puerta abatible que daba a recepción.

 – Mari Tere – se dirigió a la recepcionista – haz un parte de salida del señor Nómedes. Va a acompañar al señor agente policial a una declaración ante el juez. Bueno, yo les dejo aquí. Ha sido un placer conocerle a usted señor……

  – Ramírez, cabo Ramírez, de la policía secreta de la Guardia Civil – le contesté evocando a mi “amigo” Ramírez -. No se preocupe, que el testigo estará bajo custodia nuestra todo el tiempo. Espero que en unas horas estemos de vuelta. De todas formas, muchas gracias por sus útiles servicios al frente de esta Residencia. Le dejo en sus obligaciones, que supongo serán muchas – acabé invitándole finamente a que nos dejara en paz. Tras un adiós entre dientes, desapareció pasillo adelante -. Bueno, señorita Mari Tere, ¿qué papel tengo que rellenar para llevarme al insurrecto?

– Señora, agente, señora y no señorita.

Pues quién lo diría, si podrías ser mi hija – bromeé.

– Bueno, dejémoslo ahí. Este es el papel en donde se hacen constar los datos del residente saliente y, en su caso, los motivos por los que se solicita dicha salida, y en donde se señala aproximadamente la hora o el día, cuando son salidas por un tiempo, del regreso. Firme al final como persona responsable de su tutela mientras el residente no está con nosotros – una vez lo hube rellenado todo, con mis datos y firma falsos, Mari Tere lo leyó concienzudamente y con una nueva sonrisa nos despidió “hasta la vuelta”, que si Dios quiere no se producirá en cierto tiempo, sino nunca.

Atravesamos el jardín y el arco de entrada, y enseguida reconocí el taxi que me trajo hasta aquí. Nos montamos en la parte de atrás, y le indiqué la Plaza Fortuny como destino de regreso. Nómedes me sonrió en cuanto oyó dónde íbamos a la vez que me dejaba retirarle las esposas antes que nuestro amigo, que seguía enfrascado con la tertulia radiofónica, se percatara de nada.

 – ¿Una visita rápida? ¿Qué, fue a recoger al abuelo? – interrogó más por cortesía que por interés -. Parece contento. ¿Cómo está usted, abuelo? ¿ A pasar unos días en familia?.

  – Pues sí – contestó Nómedes -, a pasar los mejores días que pueda con mi “familia”, a la que echo mucho de menos.

   – Así es. Usted echándolos de menos, y ellos son capaces de tenerle encerrado en esa residencia a perpetuidad. Así le pagan a uno cuando ya no sirve para nada, cuando el cuerpo no tira ni p´alante ni p´atrás. Te dejas la espina dorsal por ellos para que al final la patada en el culo sea meteórica. Conocí yo al suegro de una prima hermana segunda de la vecina de la hija de un amigo, también taxista, que yo mismo me encargué de montarlo en el taxi, justo donde usted se sienta ahora – Nómedes se removió incómodo por el detalle -, y llevarlo a un asilo, que más bien parecía las naves de gases que usaban los nazis en la Segunda Guerra Mundial, porque a ninguno de los siete hijos, SIETE – gritó enfurecido –, les salió de sus partes llevarlo personalmente. El hombre enfermó y murió entre cuatro paredes sin que nadie fuera siquiera a darle conversación. A esos sí que los pasaba por la silla eléctrica, ¿ no es cierto abuelo?.

 – Sí, pero ése no es mi caso. En mi situación, yo mismo preferí irme a la Residencia Cielo azul para estar más atendido y relacionarme con gente de mi edad – mintió Nómedes a media sonrisa.

 – Toma, y hasta yo me iría a esa residencia. Nada más el aspecto exterior te invita a entrar allí y no querer salir. Porque eso tiene que costar unos cuartos al mes, ¿ no, abuelo?

   – Pues yo no lo sé. Son mi familia los que se hacen cargo de todo, y a los que les agradezco la libertad que me dan – me guiñó un ojo mientras decía esto último.

  – Pues hacen muy bien. Yo a su hijo lo conocí esta mañana en el viaje de ida y me pareció un fuera de serie. Conque los demás sean la mitad que él, ya tiene usted el futuro arreglado. ¿ Porque es su hijo, no?

  – Sí señor, usted lo ha dicho, este hijo mío es un fuera de serie – me lo decía mirándome a los ojos agradeciéndome lo que estaba haciendo por él.

– ¿Alguna novedad sobre el asesino ese ha dicho la radio? – le pregunté por si algo se había dejado filtrar a los medios de comunicación.

   – Está usted preocupado por el hijoputa ese, ¿eh?. No, no han dicho nada nuevo. Tendría que tenerlo yo aquí, en mi taxi, para enseñarle lo que es la vida. Ni a tomar aire le iba a dar tiempo a ese muerto de hambre. Es cierto que, al parecer, ronda por El Realejo. Y también, por el mismo barrio han detenido a varios mafiosos que pueden estar relacionados con él y con más asuntos oscuros. Pero poco más. De todos modos, no salgan solos o a deshoras mientras dan o no con su paradero. Y… un momento – y subió un poco el volumen de su radio -, parece…SÍ – gritó al sonar una canción que no reconocí – es Antonio Molina. Esta canción se la dediqué a mi mujer hace más de treinta años. Qué recuerdos – alucinaba sólo de nuevo y sin prestarnos atención hasta pasados unos minutos, en que ya estábamos muy cerca de nuestro destino -. ¿De qué hablábamos antes de mi paranoia Molinera?. Bueno, es igual. Les dejo por aquí para no tener que entrar de lleno en la Plaza Fortuny y verme obligado a subir la calle Molinos, ¿conforme? – le pagué y, tras estrechar su mano casi ya como colegas, me dijo aprovechando que Nómedes salió primero -. No maltraten al abuelo, parece muy buena gente. Y usted, aséese un poco más. Quítese esa barba de varios días, vista algo más presentable, péinese, en definitiva cuídese algo más y verá cómo la vida le trata mejor, que parece también estar enfermo – le prometí que lo haría y que nos acordaríamos de él en nuestras oraciones, cosa que pareció darle igual.

Por mutuo interés de quitarnos de calles confluidas de gente, recorrimos al revés el camino que yo había utilizado hacía algo más de dos horas para salir en su búsqueda. Cada esquina, cada rincón, cada piedra del suelo que pisábamos, le traía recuerdos, como si hubiese sido ayer el día que lo arrastró la policía fuera del barrio. Se veía la alegría en este hombre enjuto, canijo dirían otros, con chaqueta de pana marrón, camisa de franela de cuadros, pantalón gris y que por zapatos llevaba unas Chirucas negras. Llegamos a la entrada de La Enterá y, durante unos instantes, disfrutó mirando su fachada, que dicho sea de paso no era una gran maravilla.

 – ¿Y Quini? ¿Estará dentro? – me interrogó.

– No creo. El recado que tenía que hacer era en la otra parte de la ciudad. Pero entremos. Yo quedé en esperarlo dentro, y de paso nos quitamos de la circulación.

 – También es verdad. Por cierto no me has contado por qué tienes tanto respeto a dejarte ver por las calles.

– Bueno, es un culebrón rocambolesco que te resumo sentados tranquilamente en el salón.

Como suponía, Nómedes conservaba la llave suya que utilizaba antes de su detención para entrar a la casa. Subió las escaleras sin decir nada y, arriba, en el salón, se paró a mirarlo todo, confirmando que todo estaba en su sitio tal y como lo dejó. Se sentó en uno de los camastros y, una vez comprobado el estado del colchón y del somier con tres o cuatro botes, se tumbó a todo lo largo para disfrutar después de tanto tiempo de su confort. Yo, mientras, asistí a la escena sentado en una de las sillas. Lo dejé disfrutar el momento, sin prisas, porque tampoco las había. Era obvio que Quini no había regresado, pero hasta que no lo viera no me quedaría tranquilo, pues la misión conllevaba sus riesgos. De todas formas no creía que tardara mucho en volver. Recordaba los pasos que me quedaban por dar y, por unos instantes, las piernas me temblaron junto con las manos. Ya no había vuelta atrás, y la decisión estaba tomada. En unas horas, toda la pesadilla que me había perseguido durante los últimos dos días, pasará a ser tan sólo eso, un mal sueño que recordaré como una aventura del género negro. Me felicitaba a mí mismo por lo fácil que había sido sacar a Nómedes de su “cárcel”, sin director al que dar más explicaciones, sin apenas oposición por parte de los dos figuras que me encontré, recepcionista y musculitos descerebrado, y con la placa de policía que asusta hasta al más pintado. Lo único que me quedaba de resquemor, era la imagen externa que yo presentaba. Supongo que se quedarían diciendo algo así como que “menudo agente guarro nos han mandado, no ha visto un peine ni una maquinilla de afeitar desde hace tres Navidades, por lo menos”. Miré de nuevo a Nómedes y se había quedado frito en lo alto de la cama. Cuánto habría echado de menos este tiempo ese viejo catre. Al no saber qué tiempo de espera me quedaba, tomé su ejemplo y me acosté en el otro lecho. El no haber dormido en condiciones las dos últimas noches favoreció que el sueño me venciera rápidamente, y otra vez los fantasmas de las pesadillas me acecharon. Me veía llegando a la puerta de mi casa, en la que Chris y las dos niñas me esperaban alborozadas por mi regreso con la luz de la entrada encendida. Abrí mis brazos conforme mis pasos me llevaban a la puerta para poder abrazarlas. Sentía una alegría inmensa de volver a entrar por esa puerta sin que nada anómalo ocurriese, y que la felicidad retornase a mi vida tal y como hasta hacía dos días había sido. De pronto, tras Chris apareció la cara sonriente de Rice, blanco como la leche, con su hilo de sangre avanzando por la comisura de los labios, apoyando sus manos en los hombros de Chris que lo miró complacida. Junto a él Nola, con la cabeza hacia atrás por el corte de su cuello, sostenía la olla con el famoso potaje de lentejas. Miré de nuevo a Chris y a las niñas y se las notaba aún más sonrientes, rompiendo en carcajadas al ver el estupor en mi rostro. Algo se arrastraba por el suelo, entre las piernas de todos. Cuando pasó a primera fila, comprobé que era el cuerpo de El Mechas, con los ojos desorbitados, con su entrada de bala entre ellos, que me invitaba a pasar a la fiesta mientras las risotadas y el griterío en general aumentaba crispando mis nervios. Los mandaba callar a gritos y más se reían. Nola giró su cuerpo y me dejó ver su cara, que apoyaba en su espalda, deformada por los golpes que recibió, pero con su boca abierta emitiendo también sonidos de jolgorio. A la vez se mofaba de mí, repitiéndome una y otra vez que si estaban ricas sus lentejas. Me volví para no ver nada más de aquel espantoso cuadro y me encontré, sentado en las escaleras, al policía cuya placa yo había estado utilizando. Fumaba un cigarrillo empapado en sangre, la misma que le salía del vientre a borbotones. Me sonrió y me preguntó si me divertía con sus objetos de trabajo. Dio una chupada al pitillo y, al aspirar el humo, salían columnas del mismo por agujeros de bala que yo no apreciaba en el pecho. Intenté correr escaleras abajo, pero me lo impidió una marea humana encabezada por Doña Leonor, Doña Carmen y Doña Patro, seguidas por Diego el portero, Don Carlos el relojero, los gemelos Zipi y Zape, y un largo etcétera de vecinos amigos y conocidos que no cesaban de reír, unos más fuerte que otros, terminando por desembocar en un ataque de locura en el que todo daba vueltas a mi alrededor. Sentía la presión cada vez mayor del gentío que se arremolinaba contra mi cuerpo, que me impedía respirar. Me subieron despacio hasta perder el contacto de mis pies con el suelo y, sin prisas, me fueron acercando cada vez más al hueco de la escalera, entre gritos, risotadas, aullidos, palmas y mil sonidos más. Estaba paralizado y me resultaba imposible defenderme, lo cual aumentaba mi angustia ante lo inevitable. Me soltaron en un punto que no logré asirme a nada que impidiera que me precipitase al vacío. Al caer, boca arriba, podía ver sus caras de zombis disfrutando con el sufrimiento y vejación al que me estaban sometiendo. Conforme caía, y me alejaba, apreciaba cada vez más caras curiosas asomándose al hueco para verme, volar primero, y reventarme contra el suelo después. Pero antes de eso, la cara del policía asomó por encima de todas acusándome de haber sido un “chico muy malo”. Y caí, y caí, dejando tras de mí un grito lastimero de dolor y rabia.

– Quieres despertar de una puñetera vez – oí a Quini gritarme de nuevo, zarandeándome más que la vez anterior, hasta el punto que lo tuvo que parar Nómedes ante la posibilidad de que descuadrase las patas de la cama que no estaban para esos meneos -. Este tío está de psiquiátrico. Cuando salgas de esta vas a dejar toda la pasta que te quede en el mejor loquero que encuentres. Pero dudo que pueda ayudarte, porque lo tuyo es grave. Y, si al final te cura, es para que luego el tipo coja tres años de vacaciones para recuperarse él – y se sentó en el borde de la otra cama para coger aire y seguir su ataque contra mí -. Gritas como un poseso cada vez que te duermes y ya estas crispando mis nervios. Espero que tus planes salgan bien y te pierda de vista pronto porque sólo me traes estrés, estrés y más estrés.

 – Quini, yo también te quiero – le bromeé todavía agitado por la pesadilla -. Me habían tirado por el hueco de las escaleras.

– Mira, pues no es mala idea. Lo que pasa es que en esta casa no tenemos hueco, pero por el balcón no estaría de más.

  – ¿Qué hora es? – pregunté medio recostado a Nómedes, que parecía más calmado y que tras la discusión se había sentado junto a Quini para mantenerlo abrazado. A éste también se le veía contento de volver a tener junto a él a su profesor y medio padre.

– Las dos y veinte van a dar.

– ¿Las dos y veinte? Se me ha hecho tarde. Debo llamar a ciertas personas para ver cómo continua esta función. Pero antes, dime Quini, ¿ cómo te fue?. ¿Conseguiste lo que te dije?

– No sé qué tendrá esa bolsa de deportes, pero debe ser algo muy solicitado – comenzó a referirme -. Te explico. Cuando llegué a la Estación de Autobuses me fijé, tal y como me dijiste, en el parking de coches, junto a la parada de taxi; en una de las plazas más disimuladas, se encontraba el Mercedes que vimos ayer salir pitando tras lo de la casa de Marga y Mike. Al principio no le di importancia, pero cuando me dirigía a la zona de consigna, como también me dijiste tú, vi a esos dos tipos a los que nos hemos referido otras veces, el gordo y el tuerto, dialogando con el jefe del servicio, a la vez que le entregaban un violeta por su cooperación.

Continuará…

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