– ¿Un violeta? – le pregunté.
– Un violeta, sí, quinientos euros, coño, que parece que hable chino.
– Vale, bueno, continúa.
– Sigo. Como no tengo la seguridad de que me conozcan o no esos tipos, me puse a buen recaudo hasta que pude ver cómo se montaban en el coche y salían zumbando a toda leche. Preparé algo de dinero en un bolsillo para pagar, según tú, la tarifa de custodia y almacenaje que tuviese nuestro paquete por los días que llevara allí y me acerqué al mostrador. Me iba a dirigir al encargado de la consigna, cuando vi que éste se desentendía de mí y se dirigía al otro extremo del mostrador, adonde nuevamente se acerca el tuerto, esta vez sólo. Te puedes imaginar la alegría que en esos momentos tenía por el cuerpo. A través de la cristalera de la entrada a la Estación, se podía ver el Mercedes arrancado con el gordo dentro esperando a que el tuerto terminara lo que tuviera que decir. Sentí cómo describía, con acento extranjero, a alguien que cuadraba con la imagen que tú tenías antes de la ducha de anoche. Como un “gockero”, dijo. Lo remató con un “pgincipal tgaidor”, y un “me llamas sea la hoga que sea, que tendgás tu segundo premio”. De lo que se deduce que no eres precisamente la persona que va a invitar a cenar a su vera en Nochebuena. Por cierto, echaba un pestazo a pachuli, a colonia barata, que tiraba para atrás – me sonreí del detalle -. Esas palabras me tranquilizaron algo, al dejarme como un personaje fuera de sospecha y al que poca atención prestaría el soplón. Cuando terminaron de hablar, yéndose el tuerto hacia el coche, fue cuando me atendieron a mí. Le enseñé el resguardo que me diste, y comprobó que tan sólo llevaba allí tres días, por lo que el recargo por días almacenados no era gran cosa. Lo pagué y me pidió que lo siguiese un momento. Un momento dijo. El momento más largo de toda mi apestosa vida. Pensé en salir corriendo y desaparecer del mapa, pero también me consolaba la idea de que me habían tenido delante los dos, y no había hecho ni un mal gesto. Me acordé de ti y de toda tu parentela. Me hice la promesa de que si salía de allí, te iba a estar pidiendo medicinas toda mi vida sólo para recuperar la tensión que en esos momentos no había enfermero que me la midiera. Me acompañó hasta una sala en donde las paredes estaban llenas por completo de taquillas ordenadas como los nichos de un cementerio, hasta una altura de unos dos metros. La mía, o la tuya, como prefieras, estaba situada aproximadamente sobre mis ojos, con un teclado de cifras en el que había que pulsar la clave de seis números rojos que el resguardo tenía por detrás. Se apartó a un lado el encargado, dándome la espalda, para dejarme en privado marcar la contraseña. Lo hice, tiré de la puerta y apareció la bolsa de deportes esa que está en la mesa – señaló una bolsa de deportes de escai, azul marino oscura, con Montreal 76´ escrito en blanco en el lateral – momento en el que se giró de nuevo, de cara a mí, y me preguntó si era esa la bolsa que buscaba. Le hubiese dicho que sí aunque la bolsa tuviera ampollas de nitroglicerina. Lo único que pasaba por mi cabeza era salir de allí lo más rápidamente posible, pero sin llamar la atención. Salimos y me dirigí al servicio porque tenía unas ganas inmensas de orinar, y para estar en un sitio sólo durante un rato y recuperarme un poco. Dentro del mismo me metí en una de las cabinas con retrete y cerré el pestillo. Me alivié y, cuando terminé, permanecí un rato en silencio, respirando despacio y profundo, volviendo mi corazón a su latir normal. Me disponía a salir, cuando se oyó abrir la puerta de los servicios, calculando que entraban hablando tres personas. Una la reconocí rápidamente, era el tipo que me atendió en la consigna. Parecía alterado, o que lo llevaban a la fuerza. La voz cantante la llevaba uno que mandó impedir el acceso al servicio a ninguna persona hasta que terminaran de hablar. Sin dar tiempo a oír nada más, abrí de inmediato la puerta de mi retrete antes de ser descubierto por otro de los individuos que, sin orden ninguna registraba, una a una, las cinco o seis cabinas que allí había. Se hizo un silencio de golpe que no me gustaba nada de nada, sólo roto por los gemidos y suspiros del de la consigna, al que un tercero tenía con la cabeza metida en un lavabo, por lo que no podía identificarme. Al verme, el que parecía el jefe, se me acercó, me cogió de la pechera y me gritó que saliera de allí inmediatamente, sin dejarme decir ni hola. Creo que mi aspecto aniñado lo confundió, le dio la seguridad de que yo no diría nada a nadie. Ni siquiera se fijó en la bolsa que llevaba en las manos. Y dicho y hecho. Sin correr, pero con paso acelerado, atravesé la puerta de salida de los servicios y, en cuanto escuché el portazo tras de mí del nuevo cierre de la misma, me puse a correr sin mirar atrás. Atravesé la parada de taxis y de autobuses de línea, abandoné la vía principal y me puse a callejear en dirección a la Plaza de Toros primero y, posteriormente, a los aledaños de la Plaza de la Constitución. Tranquilicé mi paso, empapado en sudor, para no llamar la atención y la crucé para situarme en el otro sentido del tráfico. Evité el gentío que allí siempre hay, vigilando, desde la esquina de una de las callejuelas que desembocan en ella, la parada de autobús hasta ver llegar el mío. Una vez dentro ya todo fue algo más fácil, aunque no te niego que el callejear hasta aquí desde Puerta Real me ponía los pelos de punta ante la posibilidad de encontrarme de nuevo con alguno de esos tipos.
– ¿Cómo era el personaje que te echó de los servicios de la Estación de autobuses? – le pedí que me explicara para seguir confirmando datos.
– Muy trajeado, el pelo de pincho, castaño, no muy alto, cuarentón, ojos verdes y un hoyuelo en la barbilla. Parecía…
– Un yuppie – completé yo -. Un yuppie con una cicatriz que le cruza la boca partiéndole ambos labios. Lo llaman el jefe.
– Exacto – confirmó Quini -. Era bastante desagradable mirar esa cicatriz.
– Todos moviendo ficha a raíz de mis llamadas – pensé en voz alta -. Supongo que igual que se pasaron por allí, lo mismo harían con unos cuantos sitios susceptibles de guardar tan preciada bolsa.
– Pues dirás lo que quieras, pero a mí me parece fea como ella sola – se mofó Quini -. ¿Se puede saber qué contiene?
– No me creo que no le hallas echado una ojeada todavía. Con lo que te gusta meter tu nariz en todos lados. ¿No imaginas nada?
– Lo que imagino no es nada bueno, así que, si lo confirmo, no quiero saber nada. Bastantes problemas tenemos nosotros como para añadir otros.
– Ábrela y sácame a mí de dudas, pues lo que yo sé tan sólo son sospechas, con certeza sólo conozco lo que tú – lo invité a levantarse y a que, sentado cómodamente ante la mesa, fuese descubriendo el pastel. Hizo un primer gesto de ir, para después dejarse caer de nuevo en la cama y negar con la cabeza.
– Pues a mí me tenéis en ascuas los dos – rompió su silencio Nómedes -. Entre la historia de Quini y las cavilaciones de este hombre, no entiendo nada. A lo que sí estoy dispuesto es a salir de dudas de lo que contenga esa bolsa. ¿Me permitís el honor de abrirla yo? – como asentimos los dos, con la tranquilidad de un maestro de ceremonias, Nómedes se levantó, se sentó en una de las sillas ante la mesa y la bolsa, cogió esta de las asas acariciándola en un primer momento para sentir el tacto del escai y luego, con esa misma mano, agarró la cremallera que debía deslizar hasta el otro extremo de la bolsa para abrirla. En ese momento se bloqueó. Se bloqueó Nómedes, no la bolsa. Se sentía incapaz de abrirla, como augurando algo escabroso que traería inconvenientes a sus vidas. Nos miró de reojo esperando un empujoncito que con las manos simbólicamente le di. Dejó caer sus manos en su regazo y negó con la cabeza
– No puedo. Hay algo en todo esto que me da mala espina.
– ¡Vaya par de gallinas! – exclamé -. No se preocupen los señores que yo se lo mostraré – me levanté por fin de la cama, me di un par de estiradas con bostezo incluido, y ocupé el lugar que Nómedes me había cedido en el borde de la mesa -. Ta, ta, tachán – bromeé con la mano en la cremallera -. ¿Qué será? ¿Qué no será? -. Las caras eran serias a medida que corría la cremallera al otro lado. Incluso yo me sentí nervioso por poder esclarecer uno de los muchos misterios que quedan por descubrir. Mis dos compañeros de escena se asomaban cada vez más cerca al agujero que se abría en la bolsa, intentando reconocer algo que les fuera familiar aunque, ellos menos que yo, no esperaban encontrar nada que les sorprendiera gratamente. Aparecieron dos bolsas negras de basura, cada cual con algo en su interior guardado, la mayor de las cuales ocupaba dos terceras partes del interior de la bolsa de la Olimpíada. No parecían estar cerradas por ningún nudo, sólo plegadas para que el contenido no se mezclase. Cada paso que daba en la extracción y manejo de las bolsas era seguido por Quini y Nómedes sin perder detalle. Al manipularlas fuera, resbaló entre mis dedos algo que seguimos los tres con los ojos hasta que se detuvo en el suelo. Una exclamación de admiración sonó al unísono de las tres gargantas. Ni en mi viaje a Londres, junto a mi mujer, hace unos años, donde admiré las Joyas de La Corona Británica, había visto un pedrusco como el que iba engarzado al anillo objeto de nuestra curiosidad. Lo recogí, haciendo pinza con mis dedos índice y pulgar, y lo subí hasta la altura de nuestros ojos.
– ¡Madre mía! Menudo cacho de trozo de piedra bonita – apuntó emocionado Nómedes ante semejante visión -. ¿Os la habéis repartido ya, o es de las que sobran?. Con sólo esto se jubila uno a una isla desierta sin Residencias por ningún sitio. ¿Hay más? Porque como esas dos bolsas estén llenas de minerales como este, vamos a tener que aprender Geología, ¿ no creéis?.
No respondimos. Creo que, tanto Quini como yo, hacía tiempo que sospechábamos que allí habría un alijo importante de difícil salida para los ignorantes en estos asuntos turbios. Coloqué la sortija encima de la mesa dejando hueco para ordenar futuras compañeras. Aparqué por un instante la bolsa mayor y me centré en la menor, de la que había salido el anillo. Al abrir la boca de entrada, y recoger algo los bordes para visualizar el fondo, se extendió ante nuestros ojos un abanico de centelleantes luces procedentes del reflejo que la luz que entraba por el balcón proyectaba desde los cristales de diferente color, tamaño, forma y densidad que conformaban las innumerables joyas que allí se reunían. Evocaba las películas de piratas, cuando descubren y abren el arcón que guarda las alhajas escondidas durante siglos por el Corsario Barba Roja, cegando la vista el destello que irradian cuando incide sobre ellas la luz del día. Había de todo, como en botica. Gargantillas, collares, abalorios, brazaletes, anillos, pulseras, sortijas, pendientes y hasta piedras sueltas que, supongo yo, serían destinadas a futuras tallas para diseñar nuevas obras de arte como las que allí veíamos. Sumergía mi mano en ese montón de pedrería y, sólo el roce con mi piel, me producía una excitación que jamás había experimentado. La avaricia se apoderaba de mí por instantes, pero igual de rápido me abandonaba. Era un botín importante, y aún faltaba por descubrir qué ocultaba la otra bolsa. Los dejé a los dos, enfrascados en la contemplación y toqueteo a discreción de las joyas, y me centré en la otra bolsa. Al abrirla, por peso y consistencia del interior, sabía que no repetiríamos el muestrario de antes. Metí la mano y, al momento, cesaron los dos tasadores de bisutería que me acompañaban su faena para centrarse en qué saldría de allí. Sonreí agitando las cejas de arriba abajo a lo Groucho Marx, gracia típica que explotaba siempre en momentos de tensión.
– Señores, no se imaginan lo que palpan mis dedos – saqué la mano y le ofrecí la bolsa primero a Quini y luego a Nómedes. Ninguno la aceptó, poniendo caras de incomodidad a mi sugerencia -. Si ninguno es capaz de meter la mano aquí, no seré yo quien descifre este misterio.
– Venga ya, hombre. ¿Me he jugado la vida por esta bolsa y no me vas a decir qué contiene? – se enfadó Quini -. Si no queremos meter la mano es por respeto a que seas tú el que nos lo desveles. Yo ya me doy por satisfecho con ver estas preciosidades, pero veo improbable, si no imposible, que saquemos algo de provecho de todo esto.
– Pero de lo que hay aquí se puede aprovechar hasta el olor que quede dentro – le cité para picarlo -. Es el tajo que todos esperábamos, el vil metal que todo lo puede – ante sus caras raras zanjé -. Dinero, coño, que todo hay que decíroslo para que os enteréis – dicho lo cual, metí de nuevo la mano y saqué un fajo de billetes de quinientos euros, ante un nuevo suspiro de sorpresa general. Tras este, otros siete tacos de billetes usados de diversas cantidades fueron desfilando delante de nuestras narices y los iba colocando, aparcados en batería, delante de las joyas. En silencio, sin decirnos nada, cada uno fue cogiendo un montón tras otro de billetes y los iba contando. Cuando entre todos terminamos el recuento, la cifra ascendía a más de cuatro millones de euros, sólo en billetes, sin contar lo que valiesen las joyas. Nadie dijo más durante varios minutos. Supongo que todos pensábamos lo mismo. Bien repartido entre los tres, suponía la jubilación anticipada hasta del mismísimo Quini, que era poco más que un crío. Veíamos la solución de todos nuestros problemas y el comienzo de una nueva vida. Al cambio eran más de seiscientos cincuenta millones de pesetas de las de antes. Una pasta, vamos. Sólo con eso podíamos pasar de las joyas, que con seguridad darían más problemas. En nuestro silencio, a veces, nuestras miradas se encontraban y eran seguidas de sonrisas cómplices que mostraban nuestro estado de ánimo.
– Que alguien me pellizque – rogó Nómedes –, porque el día que llevo es de cuento de hadas. Me sacan del correccional ese, me traen a mi casa, me reúno con mi Quini y, para colmo, me cubren de dinero y joyas. ¿ No seréis unos ángeles y esto el paraíso al que he llegado después de muerto?. ¡Ay mis querubines! – y nos abrazó a los dos al unísono con una fuerza como yo nunca hubiese creído que tendría. Sería la alegría del nuevo rico.
– ¿Y para qué quieres el dinero y las joyas en el paraíso? – le pregunté -. Allí ya te lo dan todo hecho. Aparte de que tú de muerto tienes poco, sobre todo desde que has salido de allí – sonreíamos todos de forma nerviosa, intranquilos. El tema, aun visto desde el punto de vista más optimista, tenía miga. Todo este dinero explicaba los múltiples intereses que unos y otros mostraban. Nuestras vidas, tratando con quien se trataba, corrían serio peligro -. Bueno, hablando en serio – y adopté una postura más reflexiva -. Mi intención es que este botín vuelva a manos de la policía. Aunque parezca lo contrario, quedarse con algo, por poco que fuese, sería muy arriesgado tanto para vosotros como para mí – hubo leves protestas, sobre todo de parte de Nómedes, que terminaron sin más incidentes -. Debo continuar con mi plan y engarzar todas las piezas para resolver el puzzle. A las cuatro he quedado con unos “amigos”, pero antes he de hacer una visita que me debe aclarar mis datos. Me da miedo salir a la calle por si me encuentro con policías, o con los que me buscan para darme un repaso de chapa y pintura en el chasis. No sé si nos volveremos a ver por aquí y, si eso ocurre, en qué condiciones será, pero me quedo con un buen sabor de boca de ambos…
– Como comprenderás – me interrumpió Quini – tengo unas ganas inmensas de perderte de vista, pero no por ello voy a dejar que vayas al matadero solo. Por lo menos, mientras transites de día por el barrio, déjame ser tu guía. Si quieres me mantengo a distancia tuya, para que no nos relacionen, pero puedo llevarte adonde quieras esquivando zonas demasiado transitadas, ¿ lo recuerdas?
– Puede ser peligroso y no estoy dispuesto.
– Haz caso al chico – ahora fue Nómedes el que me interrumpió -. No se meterá en tus asuntos, pero te mantendrá seguro mientras callejeas. No conozco a nadie que se mueva mejor por el barrio que él.
– De acuerdo – acepté tras unos instantes de dudas –, pero pase lo que pase conmigo, no te preocupes de nada más que de salvar tu pellejo. Nada de heroicidades que dejen a Nómedes sin su Quinito del alma – dicho lo cual le relaté los sitios a los que tenía pensado ir y las horas aproximadas de cita. Urgía echar algo al estómago en previsión de lo que pudiera pasar en el resto del día -. ¿ No tendrás algo comestible de reserva por ahí, eh, Quini? Un pata negra, o caviar ruso, o langosta que nos mate la necesidad que a estas horas cualquier ser humano siente por el arte de comer.
– No sé cómo te la apañas pero siempre encuentras soluciones a tus necesidades. La de ahora era difícil de resolver, pues por lógica, tras la mañana que he llevado, en lo último que me iba a parar a pensar es en traer comida mientras regresaba a casa. Y menos para ti, de quien me estaba acordando no muy gratamente. Pero mira por dónde, en la Plaza Fortuny, me ha llamado Manolo a voces, el de la freiduría-asador de pollos, que al parecer os ha visto salir de un taxi, preguntándome si había vuelto al barrio Nómedes. Confieso que la alegría que me ha entrado al oír ese comentario me ha hecho olvidar todo el mal rato de la mañana. Le di un sí por respuesta, pero le pedí que por ahora no lo comentara con nadie. Es de fiar. Un tío culto, pues se rumorea que tiene hasta los estudios de…..
– Lenguas clásicas – apostilló Nómedes.
– Eso, sabía que tenía que ver con las letras. Me preguntó si te vería y, lo mejor – prosiguió con su relato – es que, según me comentó, para celebrar tu vuelta, y sabiendo de nuestras estrecheces monetarias, me regaló “para que le des un homenaje de bienvenida al viejo” un pollo asado, una ración de patatas fritas y otra de croquetas caseras, con una barra de pan para mojar la salsa. Total, que salí de allí convencido de que cerca de ti, Rocker, las iba a pasar putas con los líos que te buscas, pero, pasar hambre, no pasaría hambre nunca más en mi vida, porque desde que te conozco, las cosas en ese aspecto van inmejorables. No todo lo que te rodea tiene que ser malo, ¿no? – se levantó y puso sobre la mesa la bolsa que Manolo le había dado, con su logotipo impreso en uno de los laterales, donde se leía “El pollo con sabor, te lo da Manolo en su asador”, que respondía al lema de la casa. Antes, había yo devuelto cada parte del botín a su bolsa correspondiente, y las guardé de nuevo en la Montreal 76`. Comimos con apetito los manjares del tal Manolo, interrumpiéndonos sólo cuando Quini nos hacía reír con alguna expresión mímica de su cara, vizqueando los ojos, moviendo las orejas a una velocidad inimaginable o abriendo la boca llena de comida amenazando con arrojarla fuera. A pesar de su valentía y madurez temprana, seguía mostrando en ocasiones el medio niño medio adolescente que por edad era. Y Nómedes, en nada se parecía al viejo indolente que vi en la sala de visitas esa mañana.
Cerca de las cuatro de la tarde terminábamos la comida. Me sentía nervioso, pero con ganas de entrar en faena. Imaginaba en estos momentos al francés y a El Penta esperándome en Los Palacios. Necesitaba mantenerlos allí sujetos, por lo que volví a telefonear al francés.
– ¿Dónde estás metido? Llevo espegándote en este nido de cucagachas un buen gato – me respondió con tono desafiante.
– Quedé contigo a las cuatro y ahora están dando en mi reloj. De todas forma, he tenido dificultades para dar con todo el botín y recuperarlo por completo….- le tranquilicé.
– ¿ Lo tienes todo?. Maldito hijo de mala madge. Debes negociag conmigo. Yo sabgé custodiaglo mejog que tú. Cogges un guiesgo impogtante con eso en tu podeg. Si el jefe da contigo, date pog muegto.
– Los riesgos que corro los valoro yo, ¿ estamos?. Mis fuentes de información ya me han comentado que tanto tú, como el jefe, habéis estado dando unas vueltas por la ciudad esta mañana, intentando dar conmigo y con el botín. No me gusta que me hallas desobedecido – le chuleé un poco ante lo que percibí un resoplido furioso -. Yo te voy a dar el dinero como signo de amistad hacia ti, pero quisiera que me correspondieras haciéndome un favor.
– Donde yo haya estado esta mañana no te impogta, ni a ti, ni a tus “fuentes de infogmación” – alguien por lo bajo le pidió más paciencia, “por ahora”.
– ¿Te callas o cuelgo? Lo que tengo en mi poder puede interesarle a más gente aparte de a ti. ¿Comprendes? – continué -. Al parecer no eres santo de la devoción ni del jefe, ni de El Mando. Ni tú, ni El Penta.
– ¿Y tú cómo puedes sabeglo? ¿Quién me dice que no me engañas y buscas enfgentagnos a los dos?
– Llámalo. Llámalo y pregúntale si sabe algo sobre un tipo de la consigna de la estación de autobuses, al que tú le has dado quinientos euros esta mañana, y que probablemente, él y sus chicos, lo hayan dejado para el arrastre. Va por ti. Va tras de ti. Y no te extrañe que te vuelvas y esté pegado a tu desagradable culo para comprobar si te cambiaste de calzoncillos al salir de casa esta mañana.
– ¿Cómo puedes sabeg todo eso? – desquiciado bramaba ya el francés.
– Cállate y escucha. Voy camino de Los Palacios. Estaré ahí en media hora, a lo sumo en una. Llevo conmigo lo que tú quieres. El favor que te pido es que, efectivamente, llames al jefe. Cítalo para que enseguida se reúna contigo ahí, en Los Palacios. Cuéntale lo que quieras, pero que esté ahí contigo cuando yo llegue. Me interesa que reconozca mi mérito e interés por la compañía – mentí casi cómicamente -. Debe de estar enfadado por no haber conseguido nada, igual que tú, así que, por tu bien, yo que tú no le calentaba mucho la cabeza pidiéndole explicaciones sobre lo de esta mañana y me limitaría a darle la alegría de que uno de tus hombres, en este caso yo, se ha hecho con el botín. Las demás explicaciones déjamelas a mí cuando llegue–. Temí que por un momento su orgullo de mercenario se rebelara contra todo y me mandara al carajo, lo que me dejaría con el trasero al aire y con todos mis esquemas rotos. De citarlos en un sitio apartado dependía que las cosas fueran bien o no. Confiaba en que mi forma de actuar, completamente chapucera en estas lides, les diera a ellos la tranquilidad y seguridad suficiente como para que fingieran seguirme el rollo, buscando la oportunidad de tenerme cerca -. Bueno, ¿Qué? ¿Qué me respondes? ¿Estás conmigo o contra mí? – repetí con pedantería esa frase que había oído en multitud de películas en las que había dado tan buenos resultados.
– Te espego, pego no más de las cinco, ¿me oyes? – parecía más calmado -. Si no vienes, ve haciendo testamento.
– Y tú ve llamando al jefe, pues de lo contrario, ni aparezco – y colgué sin despedirme. Quini y Nómedes no salían de su asombro al ver cómo me codeaba con dos matones como el francés y El Penta. No se atrevían a decirme ni preguntarme nada, lo cual era de agradecer. Me dejaban en silencio, dando tiempo a que mi mente encajara los acontecimientos pasados y ordenara los futuros. Me levanté, ordené la bolsa olímpica como creí conveniente, di un fuerte abrazo de despedida a Nómedes y comencé con Quini la tournée previamente pactada. De día todo se ve, por lo que esta vez el retorno a nuestro taller de coches o motos de la tarde anterior, nuestro primer destino, fue por un camino más largo pero más seguro que a mí se me hizo más soportable al no tener los botines de Mike. La ropa que me dio Quini, aunque fea por los colores, y porque pegaban poco unas prendas con otras, por lo menos era cómoda. Y gracias, porque esta vez sí hubo que ir por auténticas escombreras, esquivando calles de posible tránsito policial y zonas de posible tránsito mafioso, Los Palacios incluidos. Recorrimos, en parte o completas, las calles Santa Escolástica, Cruz de Piedra, Niño del Royo que nos llevó hasta la puerta del Gran Hotel y desembocamos en Antequeruela Alta, junto a Matamoro, todas calles del Realejo alto, con vistas a la Alhambra en muchas de ellas, que recorren sus faldas. No teníamos mucho tiempo, por lo que nada más llegar le pedí a Quini que siguiera con el plan. De nuevo apoyado en el viejo gato hidráulico, contemplé a Quini dirigirse a la casa de Esther, repitiendo en la llamada la contraseña que ya no era tan secreta. No tardó ésta en aparecer por la puerta extrañándose de ver a aquel chico joven. Vestía una bata de invierno, a cuadros. Hablaron unos minutos y, como era de prever, ella desapareció un momento para volver, ya sin bata, con sus vaqueros y un jersey de cuello alto beige. A la vez que observé los movimientos de mi joven amigo, realicé una corta llamada telefónica al comisario Peana. Ni sonó el tono de llamada cuando descolgó el auricular. Estaban esperando información para poder moverse. Me extrañaba la “confianza” que Peana había depositado en mí. Creí en un sexto sentido policial, aunque también era muy importante el que no tuvieran pistas de ningún tipo excepto las que yo les había facilitado en mis llamadas. Tarde o temprano mi suerte terminaría, y lo que había que conseguir es que terminara por voluntad mía y con mi inocencia demostrada. Se oía, como en conversaciones precedentes, rumores de fondo al utilizar auriculares de manos libres. Rápidamente le informé de la parte final de mi plan sin especificar mi posición actual, ni la futura. No obstante los cité para en breve saber más de mí. Entre gritos rogándome más información y maldiciones variadas, tanto a mi persona como de otras índoles, volví a cortar la llamada y desconectar el móvil. Todo seguía encajando.
Antes de que se encontraran Quini y Esther conmigo, abrí la bolsa olímpica y extraje la colección de billetes. No me veía nadie y podía permitirme ponerla a buen recaudo, y sólo conmigo como testigo. Además, entre el montón de chatarra que había, con el color herrumbroso oscuro de los metales, el negro de la bolsa se enmascaraba perfectamente. Y como la luz dentro era muy vaga, bien profundo y tapado con algún resto de metal, nadie podría jamás imaginar que allí se escondía semejante fortuna. Y así fue como aquel centro de inmundicia pasaba a ser mi pequeño paraíso fiscal. Luego ya vería qué hacer con esa millonada.
– ¡Rocker! Qué alegría de verte…- gritó Esther, provocándome un respingo y entrando por el ventanuco que Quini usaba para sus escarceos. A mí me había dado tiempo a colocarme de nuevo en mi gato sentado. Seguía igual de guapa que ayer cuando la vi por última vez -. Qué alegría de verte.
– ¿Vivo y libre? – le recriminé -. Aunque te parezca mentira. Sigo vivo y en completa libertad, y creo que no precisamente gracias a tu ayuda.
– Si me dejas, te explico – se la notaba avergonzada por mi reproche. Sabía que lo había hecho mal y no iba a dejar que pensase demasiado.
– Pues la verdad, una de las razones por las que he venido, es para pedirte explicaciones – mi tono de desaprobación lo mantenía para tenerla a la defensiva. Suponía que intentaría ponerse a bien conmigo, con cualquier excusa, hasta averiguar si a mi lado soplaba el viento favorable o no. A poco que le cediese terreno, ella conocía muy bien sus armas para extraer de los hombres todo lo que necesitaba. Había sobrevivido así, y no tenía que cambiar la táctica cuyos resultados eran muy aceptables -. Ven, siéntate aquí. Me vas a oír y me responderás a algunas preguntas porque, de lo contrario, tu libertad corre serio peligro. Quini – me volví al chaval –, haz el favor, vigila fuera la casa de esta señorita y avísame si alguien o algún coche sospechoso se acerca hasta aquí – cuando Quini se hubo marchado continué dirigiéndome a Esther o Shena, como se prefiera a estas alturas -. Ahora que estamos solos, quiero dejarte claro que no me fío de ti nada de nada. Sé de ti más de lo que te imaginas. Tú crees que me conoces, o por lo menos crees conocerme algo. No soy quién tú crees que soy – mentía convincentemente -, y ha llegado el momento de que conozcas unas cuantas cosas. Escúchame, y pon toda tu atención en lo que te voy a narrar – medio sorprendida, medio asustada Esther fijó sus ojos en mí y asistió al relato de todas mis sospechas, sin saber que no tenía pruebas sólidas, pero fascinada por la convicción con que detallaba cada paso, cada detalle, de una trama más compleja de lo que todos, ella misma incluida, pensábamos. Fueron unos quince minutos de monólogo en los que muchos gestos de sorpresa y temblores de escalofríos recorrieron su cuerpo, mientras yo, conforme pasaban los minutos, me afianzaba en mi relato, incidiendo más en aquellos puntos que creía que a ella la impresionarían por aquello de aturdirla un poco para mi posterior cuestionario. Terminé e hice una pausa antes de comenzar mi interrogatorio.
– ¿Y tú quién te crees que eres para que yo me trague todo eso? – interrogó ella primero sin darme a mí tiempo a empezar -. ¿ Te crees que lo primero que me digas me va impresionar?.
– ¿Es que acaso he dicho alguna mentira? – me sentí presionado por su reacción pero me mantuve en mi posición -. Si quieres, discutimos todos estos aspectos en Comisaría, con el comisario Peana, con pruebas y testigos por delante – la amenacé ante el miedo de que se me escapara de la encerrona que le tenía hecha -. Con tus antecedentes, ni vas a ir de misionera, ni te darán una hucha el día del Domund, ¿comprendes?.
– ¿Y de qué conoces tú a Peana? ¿Os habéis recogido juntos alguna vez en cualquier bar de carretera, o eres asiduo de sus calabozos? – se permitió ironizar -. A ver si vas a resultar uno de sus chivatos.
– Pues sí, algo lo conozco – y por enésima vez abrí despacio la cartera con la placa policial y se la mostré. Furiosa, salida de sus casillas, se abalanzó sobre mí intentando golpearme con ambas manos y profiriendo contra mí múltiples insultos. Asiéndola de los brazos la empujé y zarandeé hasta devolverla a su sitio, sentada en el gato hidráulico. Algo más tranquila, escondió su cara en sus manos e inició un gimoteo propio de la impresión de sentirse acorralada, incapaz de articular palabra -. Te pido perdón, si te sientes engañada, te he traicionado en cierta forma pero nadie ha jugado limpio en toda esta historia. Ahora que sabes todo, y te he contado todo, tú decides si me aclaras unas dudas que tengo voluntariamente, o lo hacemos de malas maneras. Lo único que obtienes es tu libertad como testigo colaborador – separé las manos de su cara y, posteriormente, sus pelos para poder contemplar sus ojos. No se podía decir precisamente que se hubiese deshidratado de llorar. No se distinguía ningún indicio de humedad en sus párpados, ni rimel corrido. Todo el teatro anterior era su forma de ganar tiempo para no sabía yo muy bien qué.
– ¡Atentos! ¡Silencio, que viene un todo terreno negro por el fondo de la calle! – entró avisándonos Quini. En ese mismo instante, Esther, con la agilidad de un felino, me propinó un rodillazo en mis partes blandas empujándome con fuerza hacia atrás. Caí con tan mala fortuna que topé con mi cabeza contra el resto de un eje delantero de coche, pero sin llegar a perder el sentido. Entre los dolores intensos provenientes de mi entrepierna y la humedad caliente que brotaba de mi cabeza, la ofuscación que sentía me impidió reaccionar de inmediato. Fue Quini quien se abalanzó sobre Esther, esquivó un directo de derecha, que amenazaba llegar limpio a su mentón y dejarlo K.O., la agarró por el pelo y, con un sopapo a mano abierta, la tumbó boca abajo en el suelo sentándose sobre su espalda mientras yo me recuperaba del todo. Un poco más repuesto, y medio a rastras, extraje las esposas de mi cazadora y se las apreté a las muñecas lo más fuerte que me fue posible, por detrás de su espalda. A medida que me movía notaba el salpicar de gotas de sangre provenientes de mi cabeza.
– Te ha hecho un buen piquete – me comentó Quini mientras no cejaba en su empeño por tenerla bien apretada contra el suelo -. ¿Quieres un pañuelo?. Tengo uno en mi bolsillo izquierdo – lo cogí y, mientras me limpiaba la herida de la cabeza con apretones secos en la zona, que parecía haber dejado de sangrar, me asomé por la ventana a husmear. La herida de la cabeza parecía más espectacular, pero era el rodillazo el que me tenía algo mareado, hasta con náuseas que me recordaban el sabor del pollo y las croquetas del almuerzo. En el coche anunciado por Quini, se distinguían cuatro figuras de hombre. Estaba aparcado en la misma puerta de la casa de Esther y con el claxon reproducía los toques de la contraseña que ésta tenía para abrir la puerta a conocidos, la misma que yo conocía. Venían a por ella.
– ¡Estoy a…! – intentó gritar la chica antes de que Quini le tapara la boca con la mano.
– ¡Aaah! – se quejó éste -. Me ha intentado morder la muy..
– ¡Estoy…! – comenzó de nuevo y calló de inmediato cuando vio que saqué la pistola del policía, que tenía sin estrenar, y se la puse entre las cejas. Quini también se mostró asombrado, pero, habituado a sorpresas a mi lado, no dejó que los nervios le atenazaran.
– Abre la boca – le mandé sin dejar de apuntarla -. Muy bien. Y ahora te vas a comer el pañuelito de tito Rocker, con salsa gore y todo – le metí el pañuelo hasta que le fuera difícil expulsarlo y entonces guardé el arma -. Ahora, Esthercita la buena se va a estar calladita, porque si no vas a enfadar a estos dos amigos, a los que les queda un ápice de paciencia, y no sé qué va a ser lo próximo que te haga. Tengo la cabeza dándome palpitaciones, el pelo con coágulos de sangre reseca, que será el remate de mi aspecto maravilloso, y da gracias que el malestar genital desaparece por momentos. Te aseguro que, con tu ayuda o sin ella, todo se aclarará, por lo que estaré encantado, si no decides cooperar, de llevarte unos cartones de Celtas al penal donde te recluyan – cesaron de pronto los toques de claxon y aligeré a asomarme de nuevo. Los cuatro estaban ya fuera del automóvil, mirando hacia la balconada, en donde una de las contraventanas de cristal estaba abierta, supongo que para ventilar el salón. Uno de los hombres lo reconocí al instante y, suponiendo que Esther se alegraría de verlo, no dudé en, tras apretarle el pañuelo dentro de su boca hasta casi provocarle arcadas, alzarla de nuevo y colocarla en posición para que pudiera verlo, sin que nos viesen y sin que llamase su atención. Sin esperarlo yo, y Esther menos, tras fracasar en sus intentos de entrar por la vía natural, montaron en el coche todos menos uno que recogió de los asientos de detrás sendas botellas que resultaron cócteles molotov. En un suspiro los encendió, los arrojó a la contraventana abierta y se montó en el coche sin reparar en el daño que había hecho saliendo a toda mecha de allí. Esther se derrumbó en lágrimas ante el cuadro del coche desapareciendo de nuestras vistas, mientras se extendía el olor a quemado por la zona en proporción con el tamaño de las llamas, que se agitaban en el interior de la vivienda amenazando a las casas contiguas. Ante el temor de que se asfixiase con el pañuelo cerrándole la boca, tiré de él -. Bueno, nos vamos que aquí se va a liar la marimorena y yo tengo cosas que hacer por otro lado. Decide si vienes o no con nosotros, pero decídelo sobre la marcha – dicho lo cual le quité las esposas, las guardé de nuevo y emprendimos nuestra particular huida de allí, con Quini de guía oficial, como siempre. Yo me encontraba restablecido del atentado contra mi persona por lo que no me fue difícil seguir su ritmo que, en poco tiempo nos puso de nuevo a la vista el monumento nazarí. En todo momento no me separé de mi bolsa olímpica, aligerada en peso por mí.
– ¡Esperadme! ¡Esperadme! – escuchamos a nuestras espaldas a Esther en plena carrera por llegar a nuestro lado. A lo lejos se sentían el ulular de las sirenas de bomberos, ambulancias y policías, percibiéndose una columna de humo que no presagiaba nada bueno para el hogar de nuestra acompañante. También ella presentaba restos de sangre por la boca y nariz, tanto por los forcejeos con Quini, como por la que llevaba el pañuelo que tuvo en su boca -. Menuda han liado esos cabrones en mi casa. Yo creo que la cabeza de una cerilla tarda más en encenderse que el techo que acabo de ver hundirse. Los bomberos no van a encontrar nada más que ascuas – hizo una pausa para recuperar el aliento y recomponerse un poco, y dirigiéndose a mí, con un tono dócil, se confesó -. Debo admitir que no he sido lo racional que exige mi situación, agrediéndote e intentando escapar, sobre todo, tras ver lo que me preparaban los que creía amigos.
– Amigos y algo más – le apunté.
– Bueno, sí – reconocía abochornada -. La historia que antes me contaste tiene un alto porcentaje de verdad. La esencia en sí, y sus consecuencias, las has descrito perfectamente. Conociéndola como la conoces y perteneciendo al gremio que perteneces – cosa en la que yo no quería hacer hincapié para no pararme ahora a dar explicaciones a Quini –, no quiero liar más mi situación. Sólo pequeños matices se podrían retocar, pero que en nada cambian el final. Definitivamente, quiero estar de tu lado y que se valore la ayuda que pueda aportar por si en algo mejorase mi situación futura. Si tienes alguna duda sobre cualquier tema que pueda yo resolver, estoy a tu disposición.
– De momento vamos a seguir nuestro camino y quitarnos de la vista de gente indeseable.
Con Quini a la cabeza, recorrimos nuestro itinerario de antes, pero al revés, hasta el cruce de la calle Cruz de Piedra y la calle Fuente Alta, muy cerca ya de Los Palacios, donde nos sorprendió el paso de un motorista de gran cilindrada que por poco arrolla a Quini. Hubiera jurado que se trataba de uno de los tipos que hace un rato estuvieron en la puerta de la casa de Esther. Sentía mi corazón latir cada vez a mayor velocidad. Necesitaba quitarme el miedo que me estaba comenzando a invadir y no veía la forma. Presentía el peligro acecharnos a la vez que la hora de mi cita con el francés se acercaba. En uno de los portales de la calle decidí hacer una parada y obligué a mis dos compañeros de travesía a entrar conmigo. Bajo el hueco de la escalera, que llevaba al piso superior, y junto a la puerta del piso bajo, fuera de la vista del exterior, me senté en el suelo con mis rodillas contra el pecho abrazadas por mis manos. Sentía mi vientre suelto, con mucho trajín de tripas y aerofagia, producto de mi intranquilidad. Quini y Esther me siguieron en silencio, esperando que les dijera algo. Terminaron sentándose junto a mí, uno a cada lado. El silencio en el portal contrastaba con el paso de motocicletas a velocidades anormales para un barrio de calles estrechas y tranquilas. Era como si hicieran ronda para detectar cualquier movimiento sospechoso en la zona. No formaban excesivo ruido, pero sí lo suficiente como para llamar la atención de los vecinos, pues pasaban por los mismos sitios periódicamente, a intervalos de pocos minutos. En una de esas se oyó el sonido de dos o más motocicletas aproximarse a menor velocidad, a tenor del ruido que traían. Conversaban sus conductores sin que hubiese dificultad en oír lo que se decían.
– …eran tres, te lo juro – comentaba uno de ellos -. Lo que me ha despistado es que el primero, el que a punto estoy de atropellar, fuera un crío – “pero con más cojones que tú”, pensé para mis adentros -. Yo qué voy a saber que un crío era objeto de interés. De los otros, no te puedo ni dar la descripción. Los vi de refilón, como sombras, ellos doblaban la esquina y yo también, a la vez y sin darnos cuenta de más detalles. Pero seguro que era en esta calle – estaban ahora parados justo en la entrada de nuestro portal y continuaron su conversación. Nosotros encogimos más los pies no fuera que se nos viera desde el exterior -. Y además es la hora en que nos dijo el jefe que empezaría el baile, ¿ no? ¿Qué hora tienes?
– Casi las cinco – respondió el otro sin muchas ganas -. Desde luego, para que el jefe intente atrapar a este pájaro antes de que vuelva a la jaula debe de haber su motivo. Y debe de ser importante, porque si no, no se entiende el despliegue por los alrededores del caserón antiguo este – se debía referir a Los Palacios -.
– Y la concentración de peces gordos. Hay gente que en mi vida había visto y que parecen estar por encima de los habituales.
– A mí me pasa igual. Fuera del gordo, el tuerto,….. incluso el jefe, con el que llevo menos tiempo, pero al que creía un capo superior, parece un mandado ante tanto tipo trajeado. ¿Has visto como responden de inmediato a cada sugerencia del tipo ese del flequillo? Bueno, vamos, parece que la gente que viste tampoco acecha demasiado cerca – terminó apretando el puño del acelerador de su motocicleta a lo que el otro le siguió.
No teníamos mucho tiempo, por lo que pedí a Quini que fuera a dar un vistazo por los alrededores y me informara cómo estaba el ambiente. Nada más irse me dirigí a Esther para aclarar unas dudas que necesitaba confirmar en mis averiguaciones. Así, después de terminar nuestra breve charla, tenía resuelta toda la trama con nombres y apellidos de todos los implicados, algunos muy ilustres como El Mando, llamado por los dos truhanes de las motos como el del flequillo. Debía acudir a mi cita lo antes posible, para que las moscas no huyeran de la mierda. No hizo falta que pidiera a Esther que viniera conmigo. Salió de ella misma el acompañarme. La notaba definitivamente echá p’alante, lo cual me podía beneficiar cuando me encarara con todos aquellos mafiosos. La última parte del plan era ponerme en contacto con el comisario Peana para darle las pistas definitivas de mi plan. Me retiré de la chica unos metros y lo llamé.
– ¿Dónde está? – atacó sin dar un saludo -. Necesito más datos o mis jefes me cortarán la cabellera por confiar en usted. Supongo que antes notaría la tensión que aquí se respiraba y que a mí se me hace insoportable. No podemos estar dependiendo de los fascículos que nos relata cada vez que nos llama. Necesitamos todos los detalles que haya averiguado para intervenir nosotros también.
– De acuerdo. Le cuento todo lo necesario para que puedan actuar, pero respeten mis reglas del juego – terminé de exponer mi plan y el papel que quería que cada pieza jugase, cosa que, aunque no les hizo ninguna gracia, se comprometieron a respetar. Tomé precauciones en algunos niveles de mi relato para que Esther no se enterase de determinados detalles. Todo el rato que duró mi exposición seguí sintiendo moverse a unos y otros, organizándose para una acción inmediata, con órdenes para distintos cuerpos de las Fuerzas de Seguridad. Sentí una voz familiar que, de primeras no encajé, pero que casi al final de mi relato no dudé en identificar -. ¿Todo entendido? ¿ Alguna pregunta?.
– Todo entendido. Tenga mucho cuidado, su vida está en peligro – me alertaba – pero eso supongo que lo sabrá.
– Lo sé. Confío en mi ángel de la guarda que hasta ahora no me ha defraudado. ¿ Puedo saludar?.
– A ver si se cree que esto es un concurso de la tele – se extrañó Peana.
– Es que creo que cerca suyo revolotea el cabo Ramírez de la Guardia Civil, personaje encomiable y digno protagonista del inicio de mi epopeya, al que le envío de mi parte, y del resto de los conciudadanos, felicitaciones por su defensa de la imparcialidad, neutralidad, igualdad y justicia en su labor diaria, buscando con esmero el camino recto, objetivo y ecuánime por el que conseguir ser un agente íntegro e insobornable en la libertad, autonomía e independencia de cada individuo.
– ¡Jóder! ¿No me estará insultando, piltrafa? – se le escuchó defenderse a lo lejos al cabo.
– No es el momento de entrar en batallas dialécticas – terció Peana.
– No diga palabras demasiado técnicas, que hay a quien su intelecto no le da para más – seguí mofándome -. Sólo espero que se respete el trato al que hemos llegado, sin que nadie saque los pies del tiesto antes de tiempo, incluidos los muy cortitos de mente – y me guardé el teléfono en el bolsillo de la camisa. Podía imaginar la cara y el revuelto de tripas que el cabo Ramírez tenía en esos momentos.
– Venga, que se hace tarde – me urgió Quini que acababa de llegar de su particular ronda –, vayamos a que los gallos se escapen del corral.
– ¿Cómo está el patio? – pregunté tomando la bolsa olímpica de nuevo en brazos.
– Estamos a unos cien metros de unos ventanales, al final de esta calle, por los que nos podemos meter hasta el corazón de Los Palacios. Parece ser que nos esperan por la entrada normal, con lo que por allí no nos verán entrar. Ven que os lo enseño desde la calle – salimos y nos condujo hasta tener el ventanal ante nuestras narices. Sólo empujando con algo de fuerza, las maderas que lo tapiaban cedieron lo suficiente como para poder escurrirse por el hueco que dejaban, previa subida encima de un contenedor de basura que malos recuerdos me evocaba.
– Fin del viaje. Hasta aquí has llegado, amigo – le recordé a Quini que se disponía a entrar con nosotros -. Un pacto es un pacto, y alguien debe cuidar de Nómedes. De todas formas no creas que me has perdido de vista de por vida. Estoy en deuda con vosotros y, si todo sale bien, pronto estaré rondando por aquí. Ahora, media vuelta y, sin mirar atrás, no pares de correr hasta casa, ¿has comprendido?.
– Pero…- intentó insistir.
– Fuera de aquí, ya no te necesito. Corre y piérdete – le dije con más fuerza pero sin alzar mucho la voz. Agachó la cabeza y salió corriendo de vuelta a la calle. Me dio pena ser duro, pero no veía otra forma de convencerlo -. Venga ya de sentimentalismos – dije con mal gesto dirigiéndome a Esther que había contemplado casi toda mi conversación con Peana y con Quini entre el asombro y la incredulidad, pero la pobre es que tenía poco donde elegir -. Y tú, hasta nueva orden, no abras el pico para nada, ¿ sí o sí?.
– Sí, claro – acertó a decir.
Al estar la calle en cuesta, y encontrarnos nosotros en lo alto de la misma, entrando por donde entramos, nos situamos directamente en la planta donde conocí a Marga y Mike, sin tener que subir, esta vez, escalera alguna. Me llamó la atención la cantidad de vigas de madera que soportaban fundamentalmente los techos, aspecto que en mi anterior visita no había centrado mi atención, aunque maderas había por todas partes apuntalando muros, en los pasamanos de las escaleras, puertas, ventanas y otros ornamentos. Un gran murmullo de voces venía de unos metros más allá. La distancia era de unos cincuenta metros. Me fui acercando, con Esther muy cerquita, sorteando escombros, trozos de maderas, restos de conservas, basuras y hasta se nos cruzó una rata del tamaño de un gato, ante lo que Esther reprimió un grito. Cuando divisábamos ya las primeras siluetas, entre columnas desnudas de ladrillo, sentimos cómo nos agarraban por la espalda de nuestras ropas. Un puño cerrado que abarcaba media cazadora mía, y otro con medio jersey de Esther, le bastó al gorila que nos sorprendió por detrás para inmovilizarnos mientras nos arrastraba al meollo de la reunión. Hubiera jurado que, más que andar, volábamos sin tocar el suelo. Pero lo peor de todo fue el aterrizaje, que parecía no lo tuviera muy ensayado el simio en cuestión. Entramos en mitad de una estancia ruinosa, a modo de distribuidor, formada por cuatro paredes con dos puertas de comunicación con el resto de la casa, una por la que entrábamos en esos instantes, y otra, más allá de una columna, además de un acceso a las escaleras que comunicaban con los pisos inferior y superior, donde todos charlaban animosamente, unos más nerviosos que otros. Nuestro amigo nos dejó planear sin motor los últimos cuatro o cinco metros, sin paracaídas ni red. Rodamos liados el uno con la otra ante el delirio y algarabía de más de uno. Yo no solté la bolsa en todo este tiempo. No quería que se descubriese su contenido demasiado rápido. Pero eso me privó, en mi accidentada toma de tierra, del apoyo de la mano que sujetaba la misma, con lo que el resultado de mis lesiones fue más doloroso de lo que aparentaba. Rabiaba de dolor del hombro derecho y de la cabeza, con la que había chocado contra la pared que frenó nuestro rodar. Poco menos que veía la Vía Láctea, con estrellas de todos los colores. Nos sentamos en el suelo, apoyando nuestras espaldas contra la pared, de cara al tendido y bajo el marco de la única ventana existente. Por fortuna, no se me había caído durante el percance ninguno de mis artículos obtenidos y usados a lo largo de mi odisea, pues de lo contrario las cosas se podían haber complicado y torcido más de lo que ya estaban. Con el malestar todavía intacto, lancé un vistazo a Esther y vi, que aunque apoyada como yo contra la pared y consciente, su estado tampoco era para lanzar cohetes. Su párpado derecho presentaba una hinchazón que ascendía por segundos, dotando de un color morado oscuro a la piel e iniciando un fuerte derrame sanguinolento en el ojo, como si un puñetazo le hubiese hecho plena diana. Deformaba su cara como la de un boxeador recién descendido del ring, a lo que ayudaba la imagen, de la misma guisa, del labio superior. Su encontronazo con el suelo o la pared, tuvo peores consecuencias estéticas que el mío, aunque presumo que el dolor en mi caso, si no mayor, sí sería por el estilo. Con una mirada le supliqué que aguantara otro poco más pero, entre que el lado que me miraba era el afectado, poco expresivo, y la conmoción que supongo aún sufría, no sé si el movimiento de cabeza que me dedicó fue para animarme a seguir, o para anunciarme su próxima expiración. Volví la cabeza de nuevo a nuestros curiosos admiradores, dándome de bruces con la “graciosa” mirada de El Penta que, cogiéndome por la barbilla, me obligó a levantar la cara hacia arriba enfrentando su nariz a la mía. La brusquedad de la acción me hizo lanzar un breve y suave gemido de dolor al reflejarse el movimiento en mi hombro. Desde luego que tener su calvorota, y su aplastada nariz, tan cerca daba escalofríos. Y esa risita perdonándome la vida, tampoco me alegraba el cuerpo. Su respiración agitada no paraba de embestir mi mucho más delicado cutis, llegándome un olor mezcla de tabaco, alcohol y de alguna exquisita tapa pasada que, ya digerida, se había transformado en avinagrada cloaca a tenor del aroma que despedía.
Continuará…
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