A riesgo de comenzar a tener
tsunamis de detractores, nunca podré negar que una de mis mayores aficiones es
el fútbol. Es más, uno de mis primeros recuerdos, con unos 5 años, es en el
hall de entrada a clase, en un colegio de monjas por si eso redime algo mi
anterior pecado confesado. Disputaba un partido con un enjambre de compañeros
en donde apenas podías ver la pelota. Marcar un gol era una quimera, ahora,
cuando ocurría, todos gritábamos enloquecidos, fuera a favor o en contra, hasta
hacer salir a la sor de turno que con la mirada obraba el milagro del silencio.
Gran parte de la culpa del gusto por el balompié la tiene mi padre. En los
setenta era socio del desaparecido Club Deportivo Málaga, y podía llevar a los
niños gratis al campo, así que allí estaba yo, viendo a las estrellas del
momento, en una época en la que hasta podías saltar a corretear por el césped
antes del comienzo sin que tampoco fuera un drama ni amenaza. Cuando tu padre,
o el encargado de turno, te llamaban, volvías a tu sitio a vibrar con el
partido que iba a comenzar.
Nostalgias aparte, este
deporte siguió su evolución, con mejoras en marketing, profesionalismo,
instalaciones, transmisiones televisivas, variaciones de sus reglas mejores y
peores, ampliando horizontes hasta el negocio incontrolable que supone hoy. Te
podrá gustar más o menos, pero es innegable, al menos en nuestro país, que está
muy bien definido como “el deporte rey” pues, en definitiva, es el que maneja
las cifras de dinero más astronómicas en todos sus aspectos, sea justo o lo
contrario, y eso, hoy en día, es lo que manda, es lo que atrae y es con lo que
se pueden manejar a muchas personas. Pero entiendo que todo debe tener unos
límites y hasta a mí me avergüenzan los números que se manejan.
A los que nos gusta este juego
en sí, lejos de forofismos extremos que nublen gozar de las tácticas, técnica,
jugadas, goles y demás sensaciones que en un partido puedes percibir, no lo entendemos
mezclado con ideologías distintas a las que no sean puramente deportivas en el
marco de una competición, sin violencia ni odios que se salgan de lo que
meramente deba ser una rivalidad. Yo soy el primero que disfruto en tertulias con
amistades, en foros, en los bares e incluso en las cercanías de los estadios
con aficionados adversarios, de discusiones sanas, cargadas de humor e ironía
que no ofendan a nadie pero que permitan disfrutar de ese intercambio de
pareceres que, repito, de forma sana, tanto une a los que compartimos afición.
Luego, en el campo, cada cual canta, anima, celebra o no, con el juego de su
equipo, quedando para el post partido la mesa redonda con unos y otros jugando
a ser entrenadores, jugador o incluso presidentes o directivos.
Toda esa afición,
anteriormente descrita, se viene abajo, y hasta asquea, cuando es utilizada por
políticos para enfrentar personas. En estos días asistimos, prácticamente
televisado en directo, a las batallas campales que se producen en Barcelona, y
más ciudades de Cataluña, con motivo de todo el proceso independentista que
cuecen por aquella región. Heridos, destrozos, saqueos, amenazas, inseguridad
entre ciudadanos normales por culpa de un batallón de violencia en el que son
mayoría la gente joven, muy joven, quizás demasiado. Da pena ver a esos chicos
y chicas desplegando tanta destrucción y con tanta maldad, encapuchados y
ocultos tras bufandas, pañuelos o pasamontañas. Da miedo pensar en qué podrá
terminar toda esa historia. Y da vergüenza, mucha vergüenza, ver que en ese
juego de alimentar esa “guerra” contra todo el que no comparta sus opiniones políticas
entran dirigentes deportivos que rinden pleitesía al gobernante de turno para
seguir calentando la poltrona a la que se agarran. No entienden, o no les
interesa entender, que con actitudes como las que en estos últimos días
defienden presidentes, directivos e incluso entrenadores y los mismos
deportistas, lo único que se consigue, por el alcance que tiene todo lo que
hagan o digan, es envenenar más al pueblo, al suyo contra los enemigos
fantasmas que se inventan y al resto contra ellos por no entender sus formas. Y
la bola de odio creciendo.
Enlazando este ambiente hostil
callejero con la pasión futbolera, nos encontramos la coincidencia, en estas
fechas tan caóticas, de la celebración del partido más esperado del año por
muchos, F. C. Barcelona contra Real Madrid, el llamado “clásico”, en la ciudad
condal. Deportivamente hablando, la mayoría de las veces no suele responder a
las expectativas levantadas en los días previos, aunque invita a más
discusiones, más debates, más portadas agoreras de todo tipo de resultados,
alineaciones y pronósticos que al menos sirven para olvidar los problemas
cotidianos con un asunto tan banal como la ilusión de que el equipo con el que
simpatices mejore al otro durante 90 minutos. Eso, que suele ser un motivo de
esparcimiento y diversión, “esto es para pasarlo bien” que diría mi admirado
Juan Tamariz, lo han convertido en un evento de riesgo hasta el punto que, por
la seguridad general, se ha aplazado al no poder garantizarse que no ocurra
alguna desgracia. Lo han convertido en el clásico de los violentos. Lo han
conseguido, y eso debería dar vergüenza hasta a los propios violentos, si es
que la tienen.
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