En mis
diarias idas y venidas por el Camino de Ronda (Granada), de casa al trabajo y
viceversa, me encuentro frecuentemente con un personaje que pulula por los
barrios de alrededor del puente que hay en dicha calle. Yo ya lo he denominado,
para entenderme conmigo mismo, como “el vecino de los gritos”. Tendrá entre
treinta y cuarenta años, cerca de 1,80 metros de altura, piel morena, delgado,
fibroso, pelo moreno corto y de apariencia correcta. La primera vez que me lo
crucé por la acera no llamó especialmente mi atención a primera vista, más como
suelo ir yo pensando en mil cosas absorto a lo que me rodea, pero al llegar a
mi altura, más bien un poco pasada la misma pues me cogió de espaldas a él,
sentí un estallido de improperios varios, a un nivel sonoro superior al umbral
máximo permitido y acompañado de gestos al aire que el individuo dirigía a un
oyente ficticio que me sacó de mi aislamiento mental para quedarme durante unos
instantes quieto, observando al
individuo que le había puesto sonido a la calle. Obviamente, todo el que tenía
que pasar cerca de él rodeaba el sitio dando una distancia prudencial de
seguridad que les permitiera, llegado el caso, poder tener una vía de escape si
la situación lo requiriese. “¿Por qué? No, no, no. Ya nos veremos y te llevo
eso…¡A mí me dejas!..” eran algunas de las frases y palabras, muchas inconexas,
algunas ininteligibles, con sus pausas silenciosas y algún regreso a la
realidad para pacíficamente solicitar fuego al primer viandante que pasase para
encender uno de sus vicios visibles. Gente a mi lado miraban de soslayo mientras
se alejaban calificándolo de “loco, pirado, trastornado” y otras lindezas.
Llamaba la atención que, a pesar de estar haciéndose notar por el escándalo de
voces, no miraba a nadie, no encaraba a nadie, todo lo hacía mirando al cielo o
hacia zonas vacías. Al poco paró y siguió su camino.
Después de ese día, hará siete u ocho meses, lo he seguido viendo en distintas partes de la zona. O si no visto, lo he oído desde unos centenares de metros antes con su discurso elevado. Alguna vez que otra ha coincidido verlo cuando está con alguien próximo a él justo en el momento de arranque del altavoz que lleva dentro y, sin ser necesariamente tema de risas, no he podido controlar una sonrisa al ver los saltos, carreras o encogimientos de los cuerpos de aquellos que les sorprende con sus alaridos, con caras de estar viendo al diablo, aunque se intentan recomponer rápido para evitar la mofa general de los que ya conocemos el tema. Jamás le he visto actitudes violentas hacia los otros transeúntes, aunque a ellos no les parezca lo mismo la angustia del sobresalto inesperado. Otras veces lo veo sentado o tumbado en la acera, o en un banco al sol, la mirada perdida, fija en la nada, indiferente a lo que pase, o lo más, atendiendo al humo que sale del cigarro que se consume entre sus dedos. Nunca lo vi dormido. Nunca lo vi borracho o con signos de descontrol. Camina firme, con su pequeña mochila verde sujetada por su mano, pero ¿a dónde camina? Tentado he estado alguna vez de seguirle durante un rato pero en seguida desisto por miedo a molestarle, ahí sí tendría motivos para enfrentarse, y por la seguridad de que su recorrido entra en bucles repetitivos sólo variados para entrar en otras rutas de similares repeticiones.
La
locura del vecino de los gritos es toda
una incógnita tan respetable como atrayente. Me pregunto si realmente los locos
no somos el resto y es precisamente ese resto el que lo ha empujado a la locura.
Cuando me percato de su presencia a lo lejos, y lo pillo en sus momentos de
silencios, me gusta aflojar mi siempre acelerado paso y poder observarle sin
que se dé cuenta. ¿Qué pensará en sus silencios? ¿Qué planes de vida tendrá, si
los tiene? ¿Cuáles serán sus gustos, aficiones? ¿Dónde estará su familia en
caso de que tenga? ¿Dónde vive o duerme? Casi prefiero no saberlo, o al menos
no saberlo todo para continuar especulando sobre él, sin maldad como no
aparenta tener, pero abierto a las millones de variantes que sus silencios
prometen. Los gritos son ya otra cosa, son el desahogo del que se rebela contra
el pensamiento de sus silencios.
Quizás
deberíamos ser más los que gritáramos. Sí, ya sé que no es muy correcto y no
entra dentro de las fórmulas protocolarias de convivencia, pero muchas veces no
nos queda otra forma de lucha, de protesta, que nuestra propia voz, aunque sea
aumentada de volumen.
Y a mí
que me gusta llamarle vecino, el vecino de los gritos sí, pero mi vecino.
Buenos días, la soledad a la que nos condena esta sociedad nos hace refugiarnos en nuestro propio mundo, le dotamos de voz,le damos su propia identidad y posiblemente ajustemos cuentas con él.
A veces en voz alta, a veces detrás de una posible enfermedad mental, pero siempre, siempre acompañado de una enorme soledad.
Bonito artículo que nos hace reflexionar.
Muy probablemente tienes razón, Esperanza. La soledad es una causa de muchas de estas situaciones, y en demasiadas viene acompañada de faltas afectivas que se unan a enfermedades de nuestra mente que nos hagan percibir la realidad de forma diferente.
Pero también pueden tener su cuota de verdad, de «otra realidad» no totalmente descartable. No siempre, por supuesto, pues en la mayoría de las ocasiones son demandas irrazonables.
En fin, sí son casos para reflexionar aunque sea cada cual individualmente.
Me ha gustado mucho el artículo. ¿Quién no tiene un vecino que nos llama la atención por su extraño comportamiento?
Yo suelo preguntarme que pensamientos pasarán por su mente.
Gracias Victoria. Efectivamente, la incógnita de lo que ronde por su cabeza durante tantos ratos que, supongo, tendrá de reflexión sobre todo lo que le rodea es el motivo más atractivo de este vecino al que difícilmente llegaremos a conocer el resto.