Algunos decían
que Jesús había
vuelto para vengarse,
para cobrar sus
odios, para limpiar
sus heridas.
Cuentan, algunos
deudores, que regresó
la misma fría
noche de marzo
en la que
Ulloa, “el Prestador”,
soñaba que lo
enterraban vivo. Que
mientras paladas de
escombros lo sepultaban
un niño gruñía:
“Jesús volvió para
vengarse de tu
carne”. Cuentan, los
que temían a
Ulloa, y los
que temen a
Jesús, que se
despertó estremecido y que no
prestó atención a
los ruidos en
el patio, pensando
que la presión
de un sueño
estúpido y el
cariño a una
criatura no debían
ablandarlo.
Todo había
comenzado el domingo
6 de enero.
Temprano, bien temprano,
Sara golpeó la
puerta de Ulloa
en la pensión.
Estaba indecisa de
meter a su
hija, Malena Coria
Ulloa, en la
casa del viejo,
pero la necesidad
era mucha. Ni
bien llegó al
barrio, en la
estación de Carupá,
mientras la nena
desayunaba, algunos comentarios
acerca de “el
Prestador” le hicieron
notar que nada
había cambiado. No
se sorprendió, entonces,
cuando Ulloa abrió
la puerta, en
calzoncillos, y le
espetó con desprecio:
— Así que volviste, nena.
Luego los
gritos, las recriminaciones. Malena,
confusa, observaba esa
mole canosa, tratando
de entender el significado de
la palabra abuelo.
Lo siguió con
la mirada hasta
que el viejo
entró de nuevo
a la pieza
para salir con
unos pantalones, y
de nuevo a
discutir. Aburrida, sabiendo
que su mamá
arreglaría todo, como
siempre, dedicó su
atención a jugar
a una rayuela
imaginaria. Miraba sus
pies, con esa
alegría de los
chicos cuando reciben
el premio de
los Reyes Magos: unas
hermosas zapatillas rojas
de lona. Esta
noche, pensaba, voy
a dormir con
mis zapatillas en
la almohada. Basta
de zapatos usados,
de andar descalza
y lastimarme los
pies. Su felicidad
era interrumpida por
los llantos a
ese señor que
le había acariciado
la cabeza con
resignación. Malena miraba
con la vista
dibujada como una
mueca. Su mamá,
Sara, lloraba y
le decía a
Ulloa, por favor
papá, hasta que
consiga trabajo, necesito
quedarme.
— No, nena. No pueden quedarse. Esta pensión está llena de criminales, de locos.
— Pero papá, no tengo plata, no tengo lugar para vivir. ¡Hacelo por tu nieta si no es por mí!
Ulloa
movía la cabeza
de un lado
a otro:
— No, nena. En este lugar no hay espacio para ustedes. Estoy en medio de unos quilombos terribles. Además vos te fuiste escupiendo el cielo y ahora que te pegó tu propia escupida me venís con este paquete. —Dijo señalando a la nena.
— Papá ya es tiempo de perdonar. Me equivoqué pero quiero rehacer mi vida, y te necesito.
— Mentís, como siempre, como mintió tu madre.
Malena miraba,
lejana a los
gritos, fascinada, junto
a una pieza
en la parte
alta, una jaula
llena de zapatos
y zapatillas de
todos los colores.
Tembló de emoción
al ver a
ese hombre taciturno
de pelo largo
y barba sobreabundante. Malena,
se preguntó si
tal vez no
sería uno de
los Reyes Magos.
Y si lo
fuera, por qué
tendría zapatillas en una jaula;
seguro serían de
personas que se
portaron mal.
— Por favor, papá —continuaba sollozando Sara—. Tenemos hambre. Perdónanos, papá.
Ulloa levantó la cabeza y vio una sombra oculta en el reflejo del sol — Jesús sabía ocultarse hasta en la claridad—, y a Malena que subía la escalera, extasiada.
— Me cago en vos, Jesús. Rajá de acá antes de que te mate, animal de mierda. Y vos, nena, vení acá —Tomó de un brazo a Sara, y de un empujón la puso detrás suyo—. Carajo, te quedás hasta que te consiga un laburo, pero después te me mandás a mudar, ¿estamos? Yo acá trabajo, y hay gente que no me gusta que ande cerca de vos.
Esa
noche Ulloa salió
al patio de
la pensión mientras
Sara armaba la
cama en el
suelo. La luna
de enero le
dio brillo a
la figura de
Jesús que observaba
con sus profundos
ojos la luz
en el cuarto
del viejo. Se acercó, le
pidió un cigarrillo
a cambio de
un mate. Ulloa
se sentó en
una pila de
escombros; Jesús, como
un perro desconfiado,
a su lado,
cebaba. Ulloa conocía
a Jesús del
barrio, desde que
apareció maltrecho hace
muchos años atrás.
Ulloa, en cuanto
lo vio, supo
qué era: un
inútil que sólo
servía para golpear
gente. Después, estaba
más que demostrado,
era un idiota
mental. Lo bancaba
como coartada, en
una de esas
debía echarle la
culpa de algo,
Jesús no se
opondría. En caso de
que la policía
se pusiera pesada,
más valía ir
a la sombra
por agresiones que
por algo más
oscuro.
Pero los
últimos tiempos, en
especial luego de
Navidad, Jesús se
había puesto raro.
La noche del
gran quilombo, cuando
se les fue
la mano en
la casa de
un tipo, Jesús,
al volver, comenzó
a meter en
la jaula zapatillas,
ropa robada, cualquier
porquería. Ulloa se
arrepentía por haber
actuado así delante
de Jesús; pero
estaba muy borracho,
muy loco, y
si no apretaba
a la gente
hasta lo más
hondo luego lo
tomarían por tonto:
la gente es
mala, comenta y
cree cualquier cosa.
La puerta de
la pieza de
Ulloa se abrió,
Sara y Malena
se asomaron.
— Listo, papá, nosotras nos acostamos a dormir. —Jesús las miró, demasiado para el gusto de Ulloa, y señalando los pies de Malena, sonriente, dijo:
— Están… bonitas. Están… —Y no terminó la frase, ni Malena de sonreír, cuando un sopapo le cruzó la cara a Jesús.
—
¡Metansé adentro ustedes
dos, carajo! Y
vos, animal, ni
siquiera les hables,
ni las mires,
porque te desfiguro
a trompadas.
Jesús escupió
sangre y subió
corriendo a su
pieza. Malena lloraba
a los gritos.
Sara metió a la nena
de los pelos.
Conocía a su
papá, cuando pegaba
una vez, no
paraba hasta que
la furia se
le iba del
alma. Ulloa le
revoleó unos cachetazos
a su hija,
cerró de un
portazo la habitación
y le echó
llave. Luego subió
la escalera.
Jesús trataba
de cubrir su
cuerpo. Ulloa le
daba, una y
otra vez, con
un palo; en
la cara, los
muslos, los riñones.
Los huesos crujían.
Atontado oía la
voz gruesa, rabiosa,
que lo amenazaba
hasta descomponerlo.
—
¡Te conozco, bestia
podrida, te conozco
muy bien! Ni
se te ocurra
acercarte a mi
hija.
— Basta, Ulloa. No les voy a hacer…
— Claro que no le vas a hacer nada, mal parido. Porque te voy a matar.
El pánico hizo
que Jesús cometiera
el error de
golpear a Ulloa
— A mí no me levantás la mano, basura. Te di de comer, degenerado. — Jesús consiguió quedar a distancia, manotear un Tramontina del suelo, y ponerse en guardia.
—
¿Degenerado yo? ¿Yo?
El que le
rompió las tripas
al pibe del
Correntino fuiste vos…
Ulloa se
detuvo un segundo.
Sus ojos, que
no le perdían
movida al cuchillo,
enrojecieron. Embistió como
un toro y
de un golpe rápido le
desnudó la mano,
le pegó un
topetazo que lo
derribó al suelo.
Puso de espaldas
a Jesús, se
le tiró encima,
lo tomó de
los pelos y
le dijo:
— Animal de mierda, callate la boca, te dije que nunca más hables de eso. Y no te mato ahora mismo por lástima, retrasado, porque si no, te reviento y te tiro al río.
— Te voy a matar, Ulloa. Te las voy a devolver una por una —Ulloa tomó el cuchillo y cortó la parte trasera del pantalón. Jesús sintió el cuchillo arañando su piel. La saliva, que caía de la boca del viejo, le bañaba la cara—. ¡Soltame, te digo!
Sara, acostada
en la habitación,
llorando, intentó tapar
los oídos de
Malena para que
no oyera los
gritos de Jesús.
Fue inútil.
Al
rato, mientras calmaba
el llanto de
su hija, sintió
pasos en la
escalera. Tembló. El
golpe en la
puerta de calle
le devolvió un
poco de calma.
A
la mañana siguiente
Ulloa desayunaba en
el bar de
la estación de trenes. Los
nudillos le ardían.
La bronca no
se le había
pasado. La ginebra,
de a poco,
lo apaciguaba. No
había dormido. Pensó
toda la noche
en Jesús, en
Sara, en el
hijo del Correntino.
Se le acercó
el mozo y,
mientras le llenaba
el vaso de
nuevo, le dijo:
— Qué cara, Ulloa, ¿Qué anda pasando?
— Ando con quilombos, che.
— ¿Laburo?
— Laburo, familia. El inútil de Jesús, anoche se pasó de vivo y me calenté de una manera que para qué te la voy a contar. Se manda una cagada tras otra, y además el mongólico se me hizo el guapo.
— Ah, sí. Esta mañana, bien temprano, pasó a manguear un café. Dijo que se rajaba a la mierda —Ulloa se extrañó, esperaba que no hubiera dicho demasiado—. Un desastre era. La ropa llena de sangre, le diste feo, ¿eh? Rengueaba. Dijo que se pudrió de vos, que siempre lo cagabas con la guita, que se hartó de bancar tu carácter de mierda.
— Mentira. Si yo le daba casa y comida —Le agarró la muñeca al mozo—. ¿O acaso me vas a decir que esa bestia se merecía algo más? ¿Qué más te dijo que le hice?
— Tranquilo, Ulloa. Que yo te cuento lo que dijo. Para mí lo bancaste demasiado, che. Encima de lo que le hizo a esa criatura. No contó nada más, tampoco es gil.
— Bueno, carajo. Que ese Correntino de mierda me debía flor de guita. Se mandó solito el enfermo, lo quería manijear amenazando al pibe… Cuando llego yo el Correntino estaba atado en el suelo con cables… Y Jesús arriba del pendejo. ¿Qué querías que hiciera?
— Nada, si yo no me meto. Pero ahí nomás tendrías que haberlo mandado a la mierda.
“El
prestador” se quedó
mirando por la
ventana. Tratando de
hacerse a la
idea de que Jesús se
hubiera ido y
punto.
Pero las
cosas traicioneras, como
suele pasar en
la vida, se
fueron calmando y
eso, para Ulloa,
nunca era buena
señal. Al contrario.
Y “el Prestador”
era un tipo
que solía no
equivocarse en el
destino.
Tiempo después,
su hija consiguió
un trabajo gracias
a su padre:
limpiaba en una
casa de putas,
a unas cuadras
de la pensión.
La presencia de
Malena fue ablandando
al viejo. Le
tomó cariño, comprendía
ahora, a su
edad, lo que le decían
en el astillero
cuando era más
chico: “uno por los
hijos hace de
todo, pero por
los nietos mata”.
Y la nena,
a todo esto,
se sentía protegida
por ese hombre
enorme, que la
llevaba a pasear,
que, incluso, dentro
de lo que
ya funcionaba como
familia normal, la
llevaba a sus
rondas de cobranza.
El viejo pasaba
con la nena
a la casa
de los “clientes”,
tomaba unos mates,
y de nuevo
a la calle.
Si alguno decía
que no alcanzó
a juntar la
plata, Ulloa decía:
— Bueno, no hay problema. ¿Cuándo paso de nuevo?
— Y, pase la semana que viene, ¿puede ser?
— Sí, cómo no. Faltaba más.
Pero
cuando se despedían,
en la puerta,
al descuido, decía:
— Bueno, paso la semana que viene entonces pero, ojo, que vengo sin la nena.
Y los que
pensaron que Malena
lo había enternecido,
de pronto vivían
la sentencia de
un tipo que
jugaba sucio—. Trate
de juntar la
plata, ¿quiere? No
sea cosa que
me obligue a
cobrarle como al
Correntino.
Malena se sentía encantada,
dentro de un
entendimiento de cosas
que ya comenzaban
a parecerle típicas,
dejando el hambre
lejos, como un
mal recuerdo. Ya
no les faltaba
comida, ni pedía
con su mamá
en los trenes.
Y cada vez
que pasaban por
una zapatillería, el
viejo le decía
que le iba
a regalar una
muñeca y un
par de zapatillas
violetas.
— Rojas, abuelo, me gustan las rojas.
— Pero ya tenés rojas, nena. ¿No querés unas violetas?
— No, rojas quiero.
Por
la noche llegaba
Sara, le mostraba
a Ulloa la
plata recibida, y
el viejo lo iba anotando
en un cuaderno.
— Ya que te doy la comida y el techo quiero controlarte el filo. No sea cosa que todavía te la patines como la última vez. Vas a aprender a ahorrar, nena. Ni bien puedas te alquilás una piecita en la pensión del puerto. Esa es decente, no como esta mugre.
Sara, como
expiación tal vez,
se sometía. No
se lo quería
poner en contra
al viejo. La
cosa iba dentro
de todo bien,
aunque no estuviera
juntando la cantidad
de dinero que
ella quería. Le
había preguntado a
la encargada de
su trabajo si
no podría hacer
un par de
clientes por noche,
por un tiempo,
para sumar. Pero
la mujer le
dijo que ni
loca. Si se entera tu
papá, me prende
fuego el boliche,
nena. Me dijo
bien clarito: “Que
limpie mierda sin
guantes si es
necesario. Pero de
puta no labura.
¿Estamos?” Y lo
que dice “el
Prestador”, se hace.
A
fines de febrero,
Ulloa consiguió que
un deudor influyente,
un tal Vitalli,
jugador y putañero
interminable, inscribiera a
la nena en
la escuela nº2
de Tigre, a cambio de
perdonarle una deuda
grande.
— Pero no hay registros de la nena… tendría que empezar en primer grado, Ulloa.
— Fraguá los papeles.
— Pero eso me puede traer un quilombo enorme, querido.
Ulloa
prendió un cigarrillo,
lo miró fijo
un rato, y
le dijo:
— Te estoy perdonando mucha guita, amigo. Además, ¿vos sos abuelo?
— Sí, tengo dos nietos.
— ¿De qué edad,
viejo?
A
Vitalli le dieron
náuseas, sabía a
qué venían las
preguntas, en particular
porque Ulloa sabía
todo acerca de él.
— Pará, viejito… en serio te digo.
— ¿Te enteraste
lo que le
pasó al hijo
del Correntino?
— Sí. Algunos dicen que Jesús lo…
— Como Jesús hay muchos. Pensalo. El día que empiecen las clases yo vengo con mi nieta. Si no está anotada en tercer grado ni te preocupes en buscarme, ¿de acuerdo? Y tampoco te gastes en ofrecerme la guita que me debés.
En marzo, Malena
Coria Ulloa, comenzó
tercer grado.
Si
bien la vida
para Ulloa y
su familia era
agradable, dentro de
lo que gente
como Ulloa puede
entender como felicidad,
seguía pensando, cada
tanto, alguna tarde,
junto al puerto,
en Jesús.
Hasta que
una noche, Ulloa,
soñó que lo
enterraban vivo. Y
sintió que Jesús
estaba a la
vuelta de la
esquina, en su
cuarto, en el
colegio de la
nena. Se arrepintió
profundamente, con un
enorme penar en
el alma, de
lo sucedido: — Tendría que
haberlo tirado en el matadero…
Ese
mediodía, cuando regresaba
del colegio con
Malena, cumplió su
promesa, como si
acaso hubiera sido
la última, y
le compró un
par de zapatillas
rojas. La nena
con una sonrisa
que le robaba
toda la cara
no esperó ni
un instante más.
Tiró la mochila
en un rincón,
se puso las
nuevas zapatillas y
salió al patio
a jugar. Ulloa
iba a cocinar
unos fideos cuando
recordó que debía
pasar por lo
de un cliente.
Faltaba un buen
rato para que
llegara Sara, lo
cual era un
problema, no quería
llevar a la
nena; si el
tipo no tenía
la cuota lo
iba a tener
que sacudir: era
el segundo atraso.
Llamó a Malena,
que estaba mirando
hacia las habitaciones
de arriba, y
le explicó que
debía salir un
rato apenas, le
preguntó si se
animaba a quedarse
sola. Malena dudó
un instante y
luego dijo que
se animaba.
— Bueno, no le abrás a nadie, y quedate adentro haciendo la tarea. Ya vuelvo, nena.
El
día estaba fresco.
Caminaba más rápido
de lo usual.
La casa donde
tenía que cobrar
estaba a cinco
o seis cuadras,
en la villa.
Iba deseando que
no surgieran problemas,
que le pagara
enseguida, no le
gustaba dejar sola
a Malena. Llegó
en cinco minutos
a la casa
de su cliente,
un tal Vargas,
un tipo al
que le había
prestado una buena
suma. Llamó con
las manos en
un rancho, ladró
un perro al
oír las palmas
y, en medio
de la carrera,
al ver a
“el Prestador”, aulló
de pánico. El
animal se orinó
en el suelo.
De atrás de
la casilla salió
Vargas, secándose las
manos. Era un
hombre menudo, delgado.
— Buenas, don Ulloa —se dirigió al perro—, cállese, bicho de mierda. — Y le pegó una patada, tras lo cual el animal aulló y se orinó de nuevo, haciéndose un bollo a sus pies.
— Buenas, Vargas. Lindo cagón su guardián.
—Una porquería,
pero este me
vino de regalo,
era del finado
hermano de mi
mujer, ¿sabe? Usted
lo conocía —hizo
una pausa, se
miraron a los
ojos—, el Correntino.
¿Quiere pasar y
tomar un vaso
de vino?
—El
Correntino… no conozco
a nadie con
ese nombre, che
—Ulloa se hizo
el desentendido. No
quería prolongar la
conversación—. Ando apurado,
tengo a mi
nieta sola, ¿sabés?
Si tenés lo
mío mejor, así
me voy.
—Ah, la nenita, sí. El Jesús me contó que andaba con familia —La cara de Ulloa palideció, al mismo tiempo que el perro volvió a aullar-. Él me dijo que ustedes le habían dado duro al Correntino —dijo buscando en el bolsillo trasero de un pantalón mugroso—. Acá tiene lo suyo. —Y extendió la mano con unos billetes.
— ¿Cuándo
hablaste con Jesús?
¿Cuándo lo viste?
— Anoche —respondió Vargas, pensando que tendría que haberse callado—, me lo encontré en la esquina de la pensión. Yo no lo había reconocido, él solito me paró y me empezó a contar lo que usted hizo con el Correntino y su familia.
—
¿Me estás queriendo
decir algo, che?
Lo arreglamos acá
nomás, no hay
ningún problema, yo
no ando armado.
—El viejo sudaba,
ya se quería
volver, el comentario
acerca de Jesús
no le había
gustado nada, pero
tampoco podía dejar
que le hablen
así nomás.
— Tranquilo, hombre. Si no le reclamo nada. Apenas le aviso que Jesús anda diciendo por todos lados que fue usted el que violó al hijo de mi cuñado, que volvió para vengarse.
— Agradecé que ando con poco tiempo, maricón de mierda —lo tomó de la camisa—. ¿Y qué más te dijo Jesús?
Vargas no
pudo responder otra
cosa que incoherencias. El
miedo le impedía
hablar. Ulloa le
pegó unos cuantos
golpes y lo
revoleó contra la
casilla.
Volvió a
la carrera, pensando
en darle a su
hija la plata
que faltaba y
listo, acelerar la
mudanza, total era
un bien para
su nieta, y
que en cualquier
momento le caía
Jesús para matarlo,
o algo peor. Apuró
más el paso
todavía.
Entró en
la pensión y,
detrás de él, casi
de inmediato, llegó
Sara, con un
andar cansino. En
el patio silenciado,
Ulloa tuvo un
mareo que le
hizo poner las
manos en las
rodillas. Sara se
asustó, apuró el
paso y se
detuvo junto al
viejo. —Estás pálido, papá.
¿Qué te pasa?
Ulloa tenía
un nudo en
la garganta, no
podía decir que
había dejado la
puerta, en ese
momento abierta, cerrada.
El silencio lo
espantaba. Tomó valor
y, mientras Sara
preguntaba por Malena,
entró a la
pieza. Sólo encontró
la mochila, en
el mismo lugar.
Con lágrimas en
los ojos, salió
de nuevo al
patio, empujando a
Sara.
—Por Dios, papá,
¿qué te pasa?
¿Dónde está Malena?
Ulloa se
ahogaba, el aire
le cortaba los
pulmones, parecía no
poder sacarlo de
su cuerpo. Sintió
en el corazón
como una puñalada.
Como un castigo,
recordaba, en cada
exhalación, al hijo
del Correntino, las
piernas con hilos
de sangre, y
los latidos que
le decían que
su cuerpo se
quedaba ahí nomás.
Se persignó nombrando
a Cristo. Sofocado,
dijo:
—Jesús…
Desde la
calle se escucharon
los gritos lacerados
de Ulloa, llenando
el mediodía, cuando
vio, en la
mitad de la
escalera, las zapatillas
rojas, nuevitas de
su nieta. La
carrera hasta su
casa, el miedo,
terrible miedo que
siempre presintió en
sus deudores, parecía
que había venido
todo junto de pronto, en
un instante, como
una intolerable maza
que lo sepultaba
vivo.
Más
arriba, junto a
la puerta del
cuarto que era
de Jesús, estaba
Malena, saltando la
cuerda, riendo, sin
preocuparse de los
gritos, también cotidianos
de su abuelo.
Mirando el rostro
de Sara, Ulloa
balbuceó:
—No me dejes
ir vivo, nena…
Y ya no volvió a decir nada más.
Imagen de cabecera Eric Perlin en Pixabay
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