Reconozco que lo de juntar letras para intentar conseguir
un escrito que interese al posible lector no ha sido algo que yo haya practicado
desde niño. Ya me fastidiaban los dictados, análisis gramaticales, comentarios
de texto y demás como para encima ponerme a bucear decentemente en la
escritura.
No fue hasta estar ya en plena adolescencia cuando cayeron
entre mis manos dos libros, de lectura obligada durante el curso de lengua o
literatura, no me acuerdo exactamente, que me abrieron los ojos al mundo de la
novela que en definitiva es el género que más me atrae, sin desmerecer al
resto. “Misericordia” de Benito Pérez Galdós y “El misterio de la cripta
embrujada” de Eduardo Mendoza, fueron dos auténticos descubrimientos para aquel
jovencito de 15-16 años. El primero no sé la de veces que lo he leído atrapado
por sus personajes y sus penurias, aunque confieso que tengo pendiente ahondar
más en el autor. Y con el segundo encontré el tipo de relato que me más
divierte pues me mantiene intrigado, me hace reír, a menudo a carcajadas, el
hilo de la historia no decae y el personaje protagonista simplemente me parece
genial. No “destriparé” nada de ambas pero siempre son los dos libros que
aconsejo leer a todo el que me pregunta por mis favoritos, lo cual no deja de
ser un simple gusto personal. Me hice un auténtico eduardomendocista, devorando
toda su obra (no toda me gusta) y disfrutando de todas las secuelas que
siguieron a la cripta.
Mientras recorría fases de lectura, alternando Stephen King
con Pérez Reverte (ese Capitán Alatriste no tiene precio) y variado picoteo
nacional e internacional, intentaba pequeños escritos (canciones para tocar mi
guitarra, de dudoso éxito, o poemas sin profundidad de uso más bien casero) que
no me acababan de convencer, teniendo siempre en mente el reto de llegar a
centrarme en una novela. Pero lo veía como algo inalcanzable, difícil en un
tipo nervioso como soy, en quien, a pesar de apostar por el orden en mi vida
cotidiana, no veía la paciencia necesaria de crear una historia creíble, con
sus personajes variados, su trama atractiva y final convincente, que es lo que
realmente pido yo cuando inicio una nueva lectura.
Algo madurito me picó el bicho de los relatos cortos, de
invierno o verano, con temas navideños o no, donde vi “premiado” mi esfuerzo en
ciertos concursos publicados en periódicos locales, llegando a hacer más
visible mis ideas, mis sentimientos y mis ganas de transmitir (nunca gané nada,
advierto para evitar equívocos o faroles que sólo dan sombra, pero el ver
publicado algo escrito por uno y oír comentarios variados del mismo ya era para
mí un premio). Esos pequeños retos me hicieron ganar confianza, me hicieron
retomar la ilusión de poder defender la idea de un libro propio que comencé a
escribir en parte como terapia a un mal momento familiar. El desenlace de ese
mal momento acabó siendo el empujón que necesitaba para, en homenaje a esa
persona que nos dejó, trabajar y desarrollar hasta su término el tan deseado
libro. Todo un triunfo para aquel chaval que rió en la “cripta” y casi lloró de
“Misericordia”.
Luego vienen las bofetadas que creo nos hemos llevado todos
en nuestros caminos de “juntaletras”, como a mí me gusta llamarme pues lo de
escritor lo dejo para gente más seria, reconocida y profesional. Presentarte a
diversos concursos y/o editoriales, con tus copias enviadas y sin posibilidad
de recuperación, la ausencia de respuestas ni de cortesía, la inocencia de ese
“tal vez” con el que todos hemos soñado y la guantada de realidad a la que
acaba uno resignándose tras un tiempo, son pasos comunes a muchos de nosotros
aficionados.
Cuatro ó cinco fueron los libros que terminé escribiendo
(más alguno en obras que tengo por ahí) y con todos me lo pasé “teta”, dicho
mal y pronto. Ese gozar escribiendo, divertirte mientras creas, manejar
sensaciones y sentimientos que luego esperas se interpreten en quienes lo lean,
esa pasión por las letras que va creciendo con el desarrollo de ideas y
personajes, todo eso he descubierto que no tiene precio. Y aunque no tengo todo
el tiempo, ni la inspiración que uno quisiera, reconozco que sigo disfrutando
de ello y haciendo que otros también lo pasen bien, reflexionen o debatan según
lo propuesto.
Pasaron varios años casi en blanco por diferentes motivos,
entre ellos el desencanto. Bueno, no del todo. Abandoné la escritura de libros
pero continuaba con mis relatos cortos y alguna canción (la poesía acabé siendo
consciente que no era lo mío). Con ello me entretuve durante bastante tiempo, coleccionando
narraciones, cuentos, historias cortas que aplacaban mi sed de crear pero que a
pocos o a nadie llegaban. Alguna vez volvía a salir en el periódico local pero
sin más pretensiones. Entonces, una charla sin querer, de esas que muchas veces
haces tras un comentario de rutina, me metió de nuevo el “gusanillo” en el
cuerpo de enfrascarme en retos muy “motivantes” en los que no tengo nada que
perder y de los que estoy obteniendo muchas más alegrías de las que a esta
altura de mi “recorrido literario” esperaba. Reconozco al responsable en
“Crónicas de Elvira”, columna compañera a esta en la columna de columnas (valga
la redundancia) de la revista Lenguas de fuego, donde hay un “loco de las
letras” que sabe contagiar este virus que te lleva a seguir escribiendo, un
enamorado de la lectura, un incansable animador de ideas que no desiste en
llevarlas a cabo y, lo peor, es que creo que lo hace bien. ¡Qué coño, muy bien!
Y es por él, y gracias a él, por lo que cada semana tengo que pensar en un tema
para esta columna, para este sueño efímero en forma de columna de humo en unas
Lenguas de fuego.
Me ha encantado conocerte un poquito más. Poder escribir nuestros pensamientos es maravilloso, y tienes toda la razón se disfruta de lo lindo.