Se llamaba José, era un hombre joven
que había estado en la legión, se había casado, tenía un hijo y le encantaba
arreglar coches. Solo tenía cuarenta años y ya había vivido demasiado. Su vida
transcurría entre los distintos barrios de Móstoles, una ciudad dormitorio, a
las afueras de Madrid. Curiosamente, la población se mueve entre gente joven,
que comienza a vivir, y gente que lleva años allí viviendo, pero no se nota la
diferencia, y eso en determinadas zonas es de agradecer.
Era un hombre de 1,90 de estatura, de complexión fuerte,
ojos marrones con mirada penetrante, pelo negro ensortijado, más bien larguito,
pero no mucho, barba muy poblada y labios carnosos. Sus piernas eran musculosas
al igual que sus brazos, sus manos fuertes y seguras. En cada dedo llevaba
anillos puestos, pulseras de cordón y, al cinto, su mariconera, un montón de
llaves y algunas cadenas. La verdad es que imponía verle, tanto de lejos, como
de cerca, pero él no se metía con nadie, iba a lo suyo.
Yo le veía pasar todos los días por delante de mi ventana a
las siete y media de la mañana. En su mochila llevaba un perrito chiquitín que
asomaba la cabecita mirando el mundo desde su cobijo. Se sentía seguro, y a mí
me encantaba verlo a diario.
La vida y los días seguían pasando por nuestro lado, cada
uno en su mundo; yo en la comodidad de mi casa, con la seguridad que me habían
proporcionado muchos años de lucha por un futuro más o menos tranquilo, sin ni
siquiera esperar que la vida me pondría en manos de ese hombre para sobrevivir.
José, mientras tanto, seguía su vida en su casa: una tienda
de campaña situada en un jardín, debajo de mi balcón. Iba y venía, se juntaba
con sus colegas y yo me limitaba a observar, como todos los que tenemos una
vida segura y tenemos la ESTÚPIDA IDEA de que jamás nada va a cambiarla, de que
nunca nuestra seguridad va a ser eliminada. Nos creemos que nosotros no
llegaremos a ese mundo de marginación, pensamos que estamos en una burbuja de
comodidad y seguridad que JAMAS EXPLOTARÁ, pero la vida, el destino, el karma,
como queráis llamarlo, juega sus cartas.
José seguía pasando bajo mi ventana, el perrillo crecía por
momentos y un día vi que lo llevaba a la cintura de una correíta. Iban los dos
muy contentos y alucinaba con cómo el perrillo saltaba de un lado a otro sin
hacerle caer, le escuchaba hablar con él, algo que hacemos todos los que
tenemos mascota.
Siempre pasaba por ese jardín. Yo bajaba a mis perros
enfrente de donde él vivía y me era fácil observarle. Le gustaba leer; cuando
no lo veía con periódicos, lo hacía con libros. Otras veces escuchando música o
el fútbol. Era del Barcelona, su perro llevaba al cuello un pañuelo de ese
equipo. Pero siempre solo, pocas veces lo veía acompañado. Era su espacio, era
respetado. Nadie se metía con él, pero José tampoco se metía con nadie.
Días, meses, años… Un invierno cayó una nevada tremenda, una
nevada que puso todo como si lo hubieran pintado de blanco. Desde mi ventana se
veía todo limpio, inmaculado, sin una sola marca, una buena capa de nieve que,
lógicamente, a mí me apeteció romper, así que, sin más problema, cogí a mis
perros y bajé a la calle.
Me gustaba hacer deporte, así que, entre otras aficiones,
practicaba natación. Un día, a la ida a la piscina, a las nueve de la mañana,
vi a un sintecho durmiendo en su lugar habitual, pero algo me dijo que no era
normal. A esa hora estaba siempre recogiendo sus cosas y preparándose para ir a
desayunar. Pensé que quizá hubiera bebido la noche anterior demasiado y, por
ello, aún seguía dormido, así que continúe mi camino y me metí a la piscina.
Una hora y media después, de regreso, volví a mirar y mi
corazón dio un salto. El hombre estaba en el suelo, tapado con esa manta
térmica que pone la policía. Se encontraba un agente a su lado y dos coches en
la calle, cerca. Pregunté por preguntar, sabía lo que me contestarían, como así
fue: «Ha muerto de frío».
Impotencia, vergüenza, sentí lástima de mí misma por no
haberme acercado a mirar una hora antes. Tal vez no se hubiera salvado, tal vez
sí, tal vez… Jamás olvidaré lo que vi, lo que oí, los comentarios
desagradables de esos vecinos que lo tenían debajo de sus balcones, la
indiferencia, la alegría mal disimulada de que por fin se había terminado esa
molestia. Tantas cosas que durante mucho tiempo mi cabeza no paró de pensar y
darle vueltas.
Así que, con ese runrún en mi cabeza, me enfrenté tiempo
después a la nevada en mi barrio, y con ello, al salir ese día con mis perros,
miré hacia donde vivía José y le vi salir de su tienda de campaña. Hasta ese
momento yo no había cruzado palabra con él, no sabía cómo hacerlo, pero el
destino te pone el momento adecuado en las manos, solo tienes que saber
aceptarlo. Y así fue, en ese momento se me vino a la cabeza el suceso de la
piscina y pensé: «No voy a ser responsable de que este hombre lo pase mal, si
puedo hacer algo por él».
Así que, sin más ni más, le pregunté:
—Señor, ¿quiere un café?
Se quedo mirándome. La verdad es que eran las 7 de la mañana
y no era normal que a esas horas hubiera gente por la calle, y menos tal y como
estaba la mañana, pero los que tenemos mascotas sabemos que a ellos les importa
muy poco el frío, la nieve o la lluvia y que, sí o sí, la rutina para ellos es
la misma.
—Bueno —me contestó.
—Pues ahora mismo bajo.
Me subí con mis perros, preparé dos cafés muy calientes,
galletas y azúcar, y me lo bajé. Allí estaba él esperando, así que nos tomamos
el café juntos. Me dijo que las galletas no las quería y, cuando terminó, me
dio el vaso y las gracias. En ese momento, aproveché para preguntarle si quería
algo de ropa de abrigo, como unas chaquetas y pantalones. Me respondió que sí,
así que de nuevo subí a casa y comencé a prepararle algo de ropa de abrigo.
Mi pareja, que también se llamaba José, trabajaba en el
alumbrado público de Madrid, con lo cual, todos los inviernos le daban dos
uniformes preparados para el frío, el agua, y también botas, por lo que siempre
en casa había un montón de uniformes completos con chaquetas, camisas,
pantalones y botas nuevas. Y como encima a él no le gustaba tirarlos ni tampoco
ponerse los nuevos, con las mismas, pensé: «Pues mira, alguien las va a
aprovechar…».
Cogí dos chaquetas, dos pantalones, camisas, botas, que eran
de las que estaban forradas por dentro y se los bajé.
Al menos yo sabía que no pasaría frío y que, si se mojaba la
ropa, tendría para cambiarse de nuevo. Seguía nevando, y por el momento, yo no
podía hacer mucho más.
Creemos cuando vivimos con alguien que lo conocemos como a
nosotros mismos y, de repente, ocurre algo que te pone delante la cara más
desagradable de esa persona y descubres algo que nunca pensaste que fuese así.
No recuerdo si fue al día siguiente o a los dos días, lo que
sí sé es que mi pareja bajó a la calle con los perros y, al volver, me montó
una bronca que me hizo más daño por el contenido que por las formas.
Cuando subió, me preguntó si había sido yo quien le había
dado a ese «tío» su ropa de trabajo. Le dije que sí, que lo que sobraban en
casa eran uniformes y que con la nieve y el frío que hacía esa persona necesitaba
ropa.
Para qué poner aquí todas las barbaridades que escuché… Solo
sé que le dije: «Espero que nunca te veas en esa situación y te tengan que dar
a ti esa ropa».
La vida te lleva por donde le da la gana, ocurren cosas que
te enfrentan a situaciones impensables y hace real el refrán ese de «no me
juzgues, si no te has calzado mis zapatos».
La realidad es que ese día me llevé una gran desilusión
personal. La falta de caridad de mi pareja, algo que yo jamás me hubiese
pensado, me hizo pasar unos días muy malos. Se nos echó encima la Navidad y,
realmente, esa noche no me apetecía ni cenar. No me quitaba de la cabeza a la
persona que estaba debajo del balcón. Al día siguiente, bajé con dos cafés de
nuevo a desearle Feliz Navidad. La vida continuó su camino, los días siguieron
pasando y los meses también. Nos metimos en enero, febrero, marzo, abril,
durante esos meses fuimos más o menos afianzando nuestra amistad. Al menos, ya
teníamos más comunicación, le dejaba embutido o pan del día cuando venía de la
compra.
Y llegó el mes de mayo.
Mayo, un mes para olvidar y borrarlo del calendario. El día
veintidós mi pareja se suicidó, mi vida dio un vuelco. El día se volvió noche y
el mundo se detuvo, pero solo para mí. El resto siguió adelante; las personas
se reían, los coches circulaban, el sol salía, mis perros querían bajar a la
calle…
El caos en el que me sumergí en ese momento aquí no tiene
relevancia, pero la lección que me dio esa persona sin hogar no la olvidaré
nunca.
Le conté lo que había ocurrido y me subí a mi casa a seguir
con mi incertidumbre a cuestas. Como todos los días tenía que salir, me
saludaba y me preguntaba qué tal estaba. Me encontraba a gusto hablando con él,
sentada en su banco y nuestros perros juntos. Me desahogaba y, poco a poco, fui
confiando en él. Un día me preguntó que si comía, porque cada vez me veía más
delgada. Le respondí que no me apetecía y que no. Quiso saber qué me gustaba o
qué era lo que comía mejor: pizzas, chocolate, bollos, yogures… cosas así. Le
contesté. A partir de ese día, a mí no me faltaba nada de eso. ¿De dónde lo
sacaba? Lo sabemos todos, pero no estaba pasado de fecha, aún se podía comer y
siempre que tenía algo guardado para mí me decía: «Baja con el carrito…».
Un día me preguntó si podía freírle unas chuletas de cordero
que le habían dado. Al estar frente a un mercado, y a la espalda de otro, el
veía perfectamente cuando venían a tirar las cosas que no habían vendido, así
que, como le conocían, antes de tirarlo se lo daban a él.
Le dije que sí, y desde ese día le preparaba la comida y se
la bajaba caliente. Siempre tenía de sobra para los dos. Compartíamos,
hablábamos y, así, poco a poco, fue pasando el tiempo. Ni que decir tiene que
mis vecinos nos veían juntos en el banco sentados, con los tres perros juntos.
Me veían bajarle la comida, nos veían charlar… En fin, la comidilla del barrio,
pero bastante mal lo estaba pasando yo como para preocuparme por ello. Cuando
mi desesperación subía de grado, me bajaba con él y me sentaba a su lado. Él
seguía leyendo su periódico y yo jugaba con su perro. A veces, no hacía falta
ni hablar. Él entendía mi situación y yo la suya, nadie juzgaba a nadie, éramos
dos parias en la vida, arruinados, solos y marginados.
Marginada me sentí por la sociedad, las instituciones, los
vecinos, enfrentándome sola a todo, así que era como él. Nos juzgaban a los
dos, pero nadie se puso nuestros zapatos. En una determinada temporada, dejé de
salir, solo lo hacía para ir al médico y poco más, pero seguía mirando por la
ventana. Un día descubrí que él estaba apoyado en los cubos que tengo enfrente
de mi terraza mirando hacia mi ventana. Lo observé y lo dejé pasar, no me
apetecía hablar con nadie, ni con él.
Al día siguiente, cuando vine del médico, vi que de mi
terraza —vivo en un primero— colgaba una bolsa de plástico. Me metí en el
jardín, miré y vi que se había buscado una cuerda para dejármela atada. La
descolgué, me la subí y dentro había pizzas. No bajé a darle las gracias, no me
apetecía. No sabía qué decirle, me desconcertó, ningún vecino del bloque en el
que vivo desde hace treinta años había bajado a llamar a mi puerta, y él se
preocupaba porque no me veía.
Fue pasando el tiempo, le dejaba subir a mi casa a ducharse,
veíamos el fútbol, tomábamos unas copas, charlábamos. Era una relación limpia,
ninguno quería nada del otro, solo necesitábamos charlar, estar tranquilos,
Subía con su perrita, y ella me quería un montón. Una tarde vino a contarme que
tenía un problema.
—¿Uno solo? —le pregunté—. Qué suerte tienes. Yo tengo un
montón…
Me dio una carta para leerla. Era una citación para un
juicio por haber pegado a un señor. Le pedían cárcel… Su única preocupación era
quién iba a cuidar a su perrita y quería preguntarme si yo lo haría.
—¡Claro que sí! Y también iré a verte a la cárcel y te
llevaré tabaco y sardinas. Una lima no, porque no quiero que te metas en más
líos, pero me tendrás allí, si tú quieres que vaya.
Le vi preocupado. Se había reinsertado de las drogas, no se
metía en líos. Solo tenía un problema con el alcohol, pero, por lo demás, era
un hombre tranquilo. Estaba preocupado porque el entrar en la cárcel supondría
un retroceso, y eso es peligroso.
Tiempo después de aquello, un día, al bajar a mis perros, vi
venir a un hombre que me impresionó. Estaba totalmente pelado, sin barba, y
vestido con vaqueros y camiseta… guapísimo.
—¿Qué pasa? ¿No me saludas?
Me quedé mirándolo y vi cómo se sonreía.
—¡Dios mío! ¡Qué guapo eres! —Soy así, impulsiva y directa.
Se echó a reír y se puso rojo.
—¿Puedo darte un abrazo?
—Sí, claro.
Le di un enorme abrazo y le dije de nuevo lo guapísimo que
estaba. Le pedí por favor que se mantuviera así siempre. Obviamente, no me hizo
caso, pero sus ojos brillaban de quiero pensar que era felicidad, felicidad
porque una persona que le conocía le veía guapo y, encima, se lo decía. Porque
siempre le decía que era una buena persona, porque nunca me aparté de él, me
daba igual si olía mal o no porque era su amiga.
Seguimos
charlando, me seguía consiguiendo pizzas, bombones, una bandeja de bollos
recién hechos… Yo, a cambio, le lavaba la ropa. Los vecinos estaban alarmados.
Les daba pavor cuando llamaba a mi casa y yo le abría para que subiese con la
perrita. Le dejé que metiese en mi trastero sus cosas, le dije que, si quería,
le dejaba mi coche para que durmiera dentro, pero me comentó que no, en
invierno los coches cogen muy baja temperatura. En fin, fue un buen amigo justo
cuando todos los que se suponía que tenía desaparecieron.
El destino me trajo otros: Lucí, Gonzalo, Charo, Javi, María
Jesús y un sintecho, José, con el aprendí que detrás de cada persona hay una
vida que nunca imaginas cómo puede haberse desarrollado. Nadie sabe por qué has
llegado hasta ahí, pero juzgamos sin saber, y yo me di cuenta de lo cerca que
estuve de verme como él, en la calle, sin tener donde vivir.
Un hombre que te busca los dominicales de los periódicos de
los domingos y te los guarda porque sabe que te gusta leerlos, que te busca
revistas, que se preocupa de que comas dentro de sus posibilidades; un hombre
sin techo que cuida de una mujer con techo… ironías de la vida. Ese hombre no
es un mal hombre.
Un revés te puede llevar de la mano sin darte cuenta al
alcohol, las drogas, a la depresión, a la locura. Nadie está libre, y el que
crea que sí ojalá nunca lo tenga que comprobar.
El tiempo pasó y los vecinos llamaron un día a la policía
para que le desalojaran del jardín y aprovecharon para cerrarlo, con lo cual,
él se tuvo que buscar otro lugar para vivir. No perdimos el contacto. Yo iba a
verle donde se había asentado y charlábamos, hasta que un día no lo encontré.
Pregunté por todos los lados y conseguí enterarme de que estaba ingresado en el
hospital. Era el mes de enero.
Me recorrió un escalofrío. Removí todo lo que pude para dar
con él, ya que le habían trasladado al Gregorio Marañón. Llegué tarde, había
muerto. Estaban esperando a que alguien se hiciese cargo de su cuerpo. Habían
llamado a su familia, ya que estaba empadronado en Madrid, en casa de sus
padres, pero su hermano dijo que no se hacía cargo. Busqué a su hijo por todo
Móstoles, pero no fui capaz de dar con él. Curiosamente, todos los amigos de
José desaparecieron, así que nadie sabía nada. Yo me enteré de todo porque me
hice pasar por su asistente social del grupo de raíz, una asociación que
trabaja con la gente de la calle.
Al final, murió solo, vivió solo, aunque, como siempre digo,
las personas morimos, pero los libros quedan y con ellos el recuerdo de estas
personas maravillosas que uno se encuentra por la vida.
La línea tan sutil que nos separa del mundo de la indigencia
solo la apreciamos cuando la vida nos da un revés y nos enfrentamos a ello. Yo,
que vivía con 3000 euros al mes, de la noche a la mañana casi pierdo mi casa, y
un sintecho me tendió la mano, me devolvió con creces lo que otras veces yo le
había dado a él. No juzgó, no preguntó, no habló, solo me tendió una mano y me
brindó su amistad.
Y desde aquí mi pequeño homenaje a José, un sintecho que me tendió su mano y cuidó de mí hasta que un cáncer de cerebro se lo llevó.
Relato perteneciente a
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