A medida que
crecemos, vamos perdiendo
o dejando por el
camino amores, amigos,
compañeros, conocidos, familiares,
trabajos, casas, ciudades;
incluso costumbres, gustos,
preferencias, prioridades, nuestra
propia salud.
Pero
la peor de
las pérdidas, y
quizá la primera
de todas, es la pérdida
de la inocencia,
la que, a
su vez, nos hace perder
nuestra propia esencia
y pureza.
Cuando perdemos
la inocencia, ya
dejamos de ser
niños para convertirnos,
automáticamente, en un
eslabón más de la
cadena, una consecuencia,
un producto, un número,
uno más de
los que no
suman, y hacemos
de la desconfianza una
virtud y, por
consiguiente, nos volvemos
más vulnerables y
temerosos.
Y
así nos perdemos
por nuestro mundo
y, de tanto dar
vueltas y vueltas
sin sentido, buscando
el camino, caemos rendidos
y nos dormimos
como niños que no
somos en
el limbo de
los adultos.
Y
soñamos, soñamos y
volvemos a soñar,
hasta que un día
despertamos, abrimos los
ojos y nos
levantamos al sentir algo
que nos hace
renacer. Porque hay
que nacer de nuevo
para entender que
el amor es
el motor del
universo y el
único camino.
Nunca más volveremos a ser niños, pero, una vez despiertos, nunca más volveremos a estar perdidos.
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