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La broma infinita

Título: La broma infinita

Autor: David Foster Wallace

Año de publicación: 1996

Nº de páginas: 1.212

            A veces, entre una obra literaria y
el lector hay una historia.

            Corría el año 2015. En esos tiempos
mi mujer comenzó a hablarme de un tal David Foster (sin el “Wallace”);
comentaba que había visto unas entrevistas muy interesantes realizadas a este
filósofo y, a partir de ellas, le parecía que era un hombre de enorme
personalidad. Reconozco que yo no sabía de su existencia hasta ese momento, ya
que me he movido más con la literatura clásica que con la narrativa
contemporánea, y en esta última mis lagunas son enormes, aunque debo decir que
las voy corrigiendo poco a poco.

            Un día, no recuerdo de qué año,
estábamos en una librería de Castelldefels, no de Viladecans, y yo hojeaba
libros sin la intención de robarlos. Mi mujer, que no mi hermana, hablaba,
junto al mostrador, con el librero. Y se acercaron a donde yo estaba, y también
donde estaba el libro. Ella deseaba que yo lo leyese. Y eso hice, comprarlo y
leerlo. Pero no pude acabar su lectura hasta hoy en día (año 2019) debido a que
en medio de todo esto hubo una mudanza y se empaquetaron los libros para llevar
a cabo el traslado. Allí, señalado por el marcapáginas en la página 750,
permaneció el libro casi 3 años. Por fin lo pude rescatar de su olvido, y
acabar la lectura. Entre medio de todo esto yo estaba escribiendo mi novela Canicas ruedan
(aún inédita). La comencé, mi novela, con una anécdota similar a la que acabo
de contar, y voy a poner el primer capítulo entero porque creo que dice mucho
de lo que es La broma infinita y lo que conlleva leerla o, simplemente,
la intención de leerla.

            «Hace como dos años, fuimos mi
hermana y yo a una librería de Viladecans. Yo hojeaba por ahí, entre los
estantes, intentando robar algo, y mi hermana hablaba con el librero, quizás
para distraer su atención y que yo pudiera campar a mis anchas. Pero no era esa
su intención; estaba preguntándole por una obra en concreto, una novela
titulada La
broma infinita
. Se acercaron ambos a donde yo estaba, y,
casualidad, donde estaba el libro. Entonces lo vi, y me entraron sudores de
canguelo porque mi hermana estaba pidiéndome que lo adquiriese y lo leyera. ¿Por
qué sentí pánico y deseos de escapar de allí? Muy simple: el libro, más que una
broma, parecía un cachondeo. Enorme, gigantesco, infinito como decía una de las
palabras de su título.

            »—Es un tocho —dije sollozando—. ¿De
verdad quieres que me lo lea?

            »El librero me miraba entre
compadecido y contento por la perspectiva de deshacerse, además ganando pasta,
de ese monstruo.

            »—He oído hablar muy bien del autor
—dijo mi hermana.

            »Dudé unos instantes. Quiero decir
que dudé de entre salir de allí corriendo o matarla a ella, a mi hermana. Pero
impulsos que no eran de ese tipo también corrían por mi mente, y acepté leerlo.

            »El libro estaba bastante arriba y
el librero se puso de puntillas para cogerlo. Llegaba justo y lo tiraba hacia
atrás. No calculó bien y se cayó del estante el volumen, formando un cráter en
el suelo de terrazo beis tras el impacto. Me agaché y lo cogí, con enorme
riesgo de producirme una hernia discal.

            »Ya lo tenía en mis manos.

            »No me abandonó durante mucho tiempo

            »La broma infinita es el icono
literario de uno de nuestros movimientos urbanos contemporáneos, conocido como
«hípster», compuesto por individuos jóvenes que desean destacar en lo
intelectual y visten desenfadadamente. Como en todo movimiento de este tipo
cuando se extiende, surgieron imitadores que empezaron a diluir la corriente
primaria, y a muchos de éstos se los reconoce porque no se les puede hablar de
un tema en profundidad aunque tengan un ejemplar de Finnegan’s Wake bajo el brazo, ya
que lo suyo, lo de los imitadores, es lo que en el argot se llama «postureo», o
sea, que hacen ver que son lo que no son en realidad. El mimetismo hace avanzar
al mundo.

            »El asunto es que comencé a leer la
obra y le di fin al cabo de unos meses. Me gustó pese a observar que había
muchas cosas que sobraban en ella, lo que se llama paja. Cosa curiosa, me entró el gusanillo de escribir
algo, de ser autor de un libro yo también.

            »Por supuesto, tenía muchas lecturas
a mis espaldas, pero La broma infinita la menciono porque fue el detonante definitivo para
que tomase bolígrafo y papel. El motivo concreto de que fuese esta obra la que
me impulsara definitivamente a escribir, lo ignoro, porque se trata de una
novela llena de clichés, y de gente con problemas pero todos ellos
superdotados. Puede que el impulso surgido en mí se debiese a que sentí algo
parecido a una necesidad
de escribir algo incluso más extenso que esa obra; dicho de otro modo, digamos
que fue una cuestión volumétrica, de superar extensiones ya realizadas, poco
relacionado ello con la literatura en sí (a la hora de la verdad, cuando te
pones en serio a crear, las cosas son distintas: al principio sólo pude
escribir una novela corta). Pero todo eso son suposiciones, porque hallar las
motivaciones reales de las personas cuando sienten deseos de realizar algo, es
en definitiva imposible; así que el caso fue ese, que al acabar la lectura del
libro sentí que debía escribir. Y aquí dejo el tema.»

            De Canicas ruedan, primer capítulo. Novela
escrita por mí entre 2015 y 2019.

            Lo primero que se puede observar es
que se trata de una obra excesiva, todo en ella es grande.

            Las primeras 300 páginas de la
novela registran constantes cambios de escenarios y de personajes. Al lector le
cuesta un poco situarse. Estos cambios parecen estar diseñados como a modo de
presentación; luego la trama se estabiliza y los cambios de registro y de
personajes son más suaves.

            Hay tres lugares principales donde
se desarrolla la acción de la novela:

            El desierto, de madrugada, con el
diálogo que no parece tener fin entre Marathe, un terrorista inválido
integrante de la AFR canadiense, y el travestido Steeply, agente de la BSS.
Esta conversación llega hasta la página 700. Esto último lo comento para que
nos hagamos una idea de lo sobredimensionada que está la novela; todo en ella
es excesivo. Este encuentro entre Marathe y Steeply está dirigido a hallar lo
que ambos personajes llaman «el Entretenimiento», lo cual es para ellos un arma
definitiva. Este Entretenimiento es, ni más ni menos, una película que quienes
la visionan no pueden dejar de hacerlo porque enloquecen y mueren de inanición.
Con esto nos encontramos, junto a la esponsorización de los años del
calendario, con la crítica más evidente hacia la sociedad de consumo
estadounidense, y del mundo en general. Esto se ve incrementado con las
numerosas referencias a las drogas y a la marginalidad que genera su consumo
continuado. La película de que se habla en esa conversación se titula precisamente
La broma
infinita,
dirigida por el difunto Jim Incandenza, casado y padre de
tres niños varones. El escenario principal por donde se desenvuelve Marathe,
una vez abandona el desierto, es la tienda de los asesinados hermanos Antitoi,
quienes habían tenido en su poder una copia de la película.

            Otro de los escenarios que abarca
mucho espacio en la novela es la Ennet House, centro de desintoxicación para
alcohólicos y drogadictos. En este lugar nos encontraremos sobre todo con el
gigante Gately y con la protagonista del Entretenimiento, la actriz y locutora
de radio Joelle van Dyne, también conocida en el libro como Madame Psicosis,
mujer asombrosamente bella que siempre lleva cubierto el rostro con un velo. A
veces en la obra se insinúa que tiene el rostro desfigurado, pero esto es algo
que el lector no sabrá jamás porque Joelle en ningún momento se deshace del
velo que la cubre. La AFR busca a Joelle, precisamente porque es la
protagonista de la película, y esto supone que haya un ataque al centro, que
Gately, él solo, se encarga de hacer que fracase. Después de esto, queda herido
e ingresa en un hospital. En él le hacen todo tipo de visitas, incluida la del
espectro de Jim Incandenza durante un sueño. Los sueños que tiene Gately le
parecen reales, son muy vívidos.

            El último de los escenarios
principales es el centro de alto rendimiento para jóvenes tenistas, la AET.
Aquí, sobre todo conoceremos a Hal Incandenza, el hijo menor de Jim. A veces
Hal es narrador en primera persona. Se trata de una gran promesa del tenis que
comparte centro de entrenamiento con otros chicos, como por ejemplo Michael
Pemulis y John Wayne. Hal tiene problemas con las drogas, y esto lo llevará,
hacia el final del libro, a la Ennet House, en un intento de dejar atrás las
adicciones. En el centro de alto rendimiento, convive con su madre, dueña de
todo aquello, y con su deforme hermano mediano Mario, aficionado como su padre
a la realización de filmes y cortometrajes. El hermano mayor, Orin, de joven
fue tenista como Hal, pero se pasó al fútbol profesional y vive lejos del
núcleo familiar. Orin tuvo una relación con Joelle y fue quien la presentó a su
padre. Esto, finalmente, la llevó a ser la protagonista de la película La broma infinita, en la que se presenta
desnuda, con el velo y en apariencia embarazada.

            En la novela aparecen infinidad de
lugares y de personajes, pero he citado los más importantes y que llevan el
peso principal de la narración.

            Al principio de leer esta obra
llegué a pensar que se trataba de una broma por parte del autor hacia los
lectores, ya que se paraba en detalles (muy minuciosos, por cierto) que no le
importan a nadie. Poco a poco me fui dando cuenta de que ese detallismo era una
casi obsesión del autor por no perder el control que de lo que desea exponer en
su novela, y precisamente será por eso que es tan extensa. La crítica comenta
que es una sátira contra la sociedad de consumo; yo diría que esto a Foster
Wallace no le importaba demasiado, más bien veo en ella el reflejo
distorsionado, o sea, novelado, de lo que en realidad son obsesiones
personales, como los traumas de la infancia y de la adolescencia, y el mundo de
las drogas, con sus consecuentes caídas en la depresión y la enfermedad mental
en general. Y, cómo no, no da de lado el autor a su etapa de jugador de tenis,
algo que sin duda le dejó huella, si nos atenemos en el enorme espacio que le
otorga a este juego en la novela.

            El humor es una constante en el
libro. Como ejemplos, puedo citar lo esperpéntico que resulta imaginarse a
Steeply disfrazado de mujer y cayendo por llevar tacones al pisar por una
pendiente en la vastedad nocturna de un desierto, o bien cuando el joven
tenista Ortho Stice está ante la ventana, mirando con la cara pegada a ella; y
poco después Hal, que se lo ha encontrado así, se da cuenta de que, en efecto,
la tiene literalmente (la cara) pegada al cristal debido al tremendo frío
reinante que ha congelado el aliento de Stice y lo ha dejado pegado porque se
acercó a mirar el exterior. Foster Wallace cuenta las cosas de un modo que no
hace gracia porque son tomadas con naturalidad y seriamente por el lector. Es
decir, es muy sobrio explicando cosas que deberían producir risa, por lo que
mientras está leyendo no se ríe uno; se ríe después, cuando ha dejado el libro
y sigue pensando en él. Entonces se cae en la cuenta de la barbaridad que se ha
estado leyendo. Pese a todo, por lo menos en lo que a mí respecta, diré que hay
una serie de escenas sucedidas casi al final del libro, cuando la enfermera
sexi Kate o Cate y el doctor Pressburger acuden a la habitación donde está
ingresado Gately, que resultan en verdad hilarantes y el lector no deja de reír
mientras las está leyendo.

            Haber leído sus primeras 750 páginas
y luego dejar que repose el libro unos años para acabar de leerlo (otras 350
páginas aproximadamente), me ha dejado la sensación de que esa primera parte
leída suponga algo así como una mezcla de varias sustancias en un vaso de agua
transparente que, al quedarse estancadas durante tanto tiempo, han ido
depositándose en el fondo y formando un poso del cual he podido escoger todo su
volumen, en medio de enormes vetas de material de la desmemoria. El ver desde
la lejanía temporal gran parte de la novela me ha supuesto observarlo todo
desde una panorámica distinta; pero el acabarla ahora, o sea, seguir con ella
desde donde la había dejado, me concede la capacidad de refrescar muchas cosas
y analizarlas desde una mejor perspectiva. A todo esto hay que añadirle el
hecho de que la novela, en sus páginas finales, se vuelve mucho más tradicional
desde el punto de vista narrativo, y eso le confiere al conjunto una
legibilidad que, en la lectura de las páginas primeras, para mí no tenía, o,
mejor dicho, era más bien deficiente.

            El lenguaje utilizado es de muy alto
nivel, el autor hace uso de palabras poco usuales y la mayoría de las oraciones
son extensas o muy extensas y, a menudo, llenas de subordinadas. Como he podido
leer en otra crítica al libro, éste es excluyente, no apto para cualquier
lector.

            Tiene la novela momentos en verdad
tediosos, como cuando emplea decenas de páginas para explicar en qué consiste
el juego del Escatón, por ejemplo. Por esto, por lo insustancial de algunas
escenas y por lo enredoso del comienzo yo catalogo a esta novela de casi obra
maestra. Extirparle esos momentos, o reducirlos o modificarlos de manera
conveniente, le hubiera ido bien a la novela y sin duda se hubiese convertido
en una obra maestra.

            David Foster
Wallace (1962-2008) fue un gran escritor de nuestros tiempos. Es una pena que
se suicidase debido a una profunda depresión que padecía desde hacía muchos
años, porque seguramente se marchó de nuestro mundo sin haber escrito la novela
que hubiese sido su mejor aportación a la literatura. O puede que no, que jamás
hubiese podido superar la calidad que aportó en
La broma infinita.

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