Los hombres de la edad de mi padre siempre me llaman la atención. Al llegar a un restaurante, cuento la cantidad de individuos que rondan los setenta años. Si paso por mi antiguo barrio, me fijo en cómo han envejecido los padres de mis compañeros de colegio. Cuando veo una película, estudio las interpretaciones de los actores más mayores. Algunos de estos hombres trabajan en oficinas, pero casi siempre los encuentro mirando el periódico, o cruzando la calle con rostro de gravedad. Acuden a sus citas muy puntuales, y se levantan a las cinco o las seis de la mañana porque tienen las mentes ocupadas con mil cosas. No sé cómo lo hacen, pero a la hora de la comida saben dejar ese puñado de obligaciones en la puerta, y luego se lo abrochan al salir como un cinturón, como si la vida hubiese transcurrido únicamente para llegar a ese momento en que vivir se transforma en el propio trabajo.
Mi padre, por supuesto, no es una excepción. Entra al bar
donde hemos quedado, mirando el reloj, y con el mismo gesto ensayado mira
alrededor de la sala. No me busca a mí, porque nos vemos para tomar algo en este
mismo sitio desde hace cinco años, cada vez que vengo a la ciudad. Mi padre
está decidiendo si la mesa en la que me ha visto sentado es la más conveniente.
Tendrá que reconocerme que así es. Es una mesa situada en la planta baja, al
lado del pasillo que lleva a los baños. Así que la gente evita sentarse en ese
sitio, sin reparar en que son los servicios del piso de arriba los que más se
usan. En esta mesa se puede hablar con tranquilidad, y tiene una buena vista de
la pantalla donde se proyectan continuamente partidos de fútbol. Además los
asientos son cómodos. El hilo musical está a un volumen en el que uno debe
prestar un mínimo de atención para no sorprenderse a sí mismo moviendo los pies
al ritmo del último éxito de la industria. Yo no sé qué clase de hombre soy,
pero desde luego no pierdo el control con una canción que no soporto, o de la
que sé con total seguridad que no tiene una historia que contar o de la que
nacer.
Sentados a esta mesa, he contado a mi padre mis cambios
de trabajo, o le he informado de la compra de mi casa. Le he hablado de mi
divorcio. En esta mesa me siento adulto. Es un espacio neutral.
Hoy tocaba hablar de mi visita al dentista, que he pasado unos minutos recreando en mi imaginación. Llevo unos días que sangro cada vez que me lavo los dientes. Inexplicablemente, en el último momento cambio de tema y decido contar a mi padre que he investigado el árbol genealógico de la familia, y he seguido su rama hasta que he descubierto que teníamos parientes en Polonia. Mi padre tuvo un primo segundo que se instaló a media hora de Cracovia. Pero él no sabe nada de a qué se dedica, o por qué vive allí. Nunca quiso saber nada de su familia lejana, aunque a mí siempre me critica porque no llamo a unos primos a los que no he visto en veinte años. Hoy lo veo un poco distinto. Sólo me reprocha que me haya puesto a remover el pasado familiar. Dice que esas cosas se hacen cuando uno está a punto de morir, o cuando se tiene dinero para perder el tiempo en chorradas.
—Pues no lo entiendo.
Se encoge de hombros. Cuando yo era adolescente, veía la
prominente barriga de mi padre y me preguntaba cómo era posible que aquel
hombre hubiese podido conquistar a mi madre. Ahora yo soy como aquel hombre, y
aquel hombre ha perdido su barriga, y entonces ya no entiendo nada. Mi padre dice,
como si hubiera leído este pensamiento en mi rostro:
—No hay nada que entender.
—¿No tienes curiosidad, aunque sea una pizca?
—Eso para los filósofos.
En el bar suena «Ava Adore» de The Smashing Pumpkins. Me
gustaría contarle a mi padre que esa canción resume a la perfección el dolor de
mi boca y por qué se terminó mi matrimonio. Si tuviese un padre normal, podría
traducirle parte de la letra, y tal vez entendería que yo no vivo para
fastidiarle, sino que mi ex mujer y yo sólo parecíamos encajar bien, que todo
era cuestión de apariencia hasta que nos hartamos de mantener la farsa. Que
nuestra relación, básicamente, se limitaba a robarnos las energías, estamparnos
mutuamente, estrellarnos como vehículos en un accidente, tener reacciones
químicas y un inútil intercambio de información. Mi padre no entiende que las
relaciones puedan ser complejas y al mismo tiempo hallarse tan vacías. Además, todo
lo que no sea música en español le importa un bledo.
Cuando se sienta, empieza a sonar una pieza de Thomas
Fersen, que también me resulta muy cercana: el protagonista llega tarde a todas
sus citas, deja que los platos se acumulen en el fregadero, se distrae viendo
las obras en la calle.
Pero no hay tiempo para pensar en las canciones de otro. La
atmósfera se enrarece por culpa de la discusión que se desata a continuación.
Como suele pasar, se inicia a partir de un ofrecimiento por parte de mi padre.
Él planea algo para mí, y ese algo, como en cualquier relación paterno-filial,
se trata de una cosa que no me interesa en absoluto, pero gracias a esa cosa
acabo metido hasta las cejas en una improductiva discusión. Mi padre quiere que
me quede con la finca de su hermano mayor, un tío al que vi por última vez
cuando tenía diez años. Resulta que mi padre ha conseguido comprársela, y
quiere que me la quede y trabaje en ella. Está convencido de que es un enorme
legado, porque pagará menos por ello. Pagar poco por un bien se ha convertido
con el tiempo en un argumento inapelable. Yo no le doy importancia, ni a la
finca, ni a la proeza de mi padre.
—A mí no me parece algo tan serio. Te lo tomas a la
tremenda, papá.
—Lo
que digo es que recibimos algo de nuestros mayores y que cuidar de ese algo es
una de las cosas más hermosas que tenemos. ¿Entiendes dónde quiero ir a parar?
—No lo sé.
—La finca de tu tío puede ser tuya.
Si se la vendiera a nuestro vecino, ganaría más, pero creo que estaría bien que
la tuvieras tú, aunque no vayas mucho por allí. Y si decidieras trabajarla con
tus propias manos, yo puedo enseñarte a sacar el mejor partido al sitio. Es
buena tierra. ¿Te acuerdas de cuánto medía? ¿Te acuerdas de que, cuando eras
pequeño, me decías que querías vivir en una casa dentro de ese terreno? Te lo
voy a dibujar…
—No hace falta.
—Ya está hecho. Las servilletas
sirven muy bien para hacerse una idea. Desde este punto, hasta este otro, hay once
olivos. Desde aquí hasta aquí otros once. ¿Cuántos olivos son? Ya te lo resuelvo
yo: ciento veintiuno. ¿Sabes por qué mide once por once de lado?
—Ni idea.
—Pues porque es un cuadrado. Antes
las fincas se dividían en cuadrados. Luego vinieron los políticos a dar por
saco con el rectángulo y empezaron los problemas de verdad.
—Creo que no puedo tomar esa
decisión ahora, papá.
—¿Cuándo si no? Ya tienes edad para decidir. ¿Qué vas a hacer?
No sé qué responder al
ofrecimiento, tomar decisiones no es algo que brote con espontaneidad de mi
ánimo. Supongo que mi padre entendería una respuesta negativa por mi parte.
Creo que él está preparado para todas las reacciones, excepto para la
indiferencia, que es la que realmente anida en mi interior. Incluso admitiría
el rechazo tajante, la confrontación, la negativa a la heredad, si yo fuera capaz
de mostrarle un sentido de responsabilidad elevado que me impidiese aceptar su
ofrecimiento.
En realidad, lo que me
supera es el maldito dolor de encías. Mi padre deja el tema pero no le apetece.
Parece que partir de esta conversación él
se ha dado cuenta de una parte de su condición para la que tampoco está
preparado, y tiene que aceptar a partir de ahí que ha dejado de ser influyente
en mí, que llevo tiempo dando síntomas de autonomía.
Quizá debiera insistir en
esa incomprensión de la situación. Es fácil negar las cosas cuando se acepta
que el otro no te podrá entender jamás. Pero no, yo me arranco con una diatriba
absurda con frases como «Uno no debería tener propiedades ni fantasías», y
termino mi intervención explicándole que me veo como otro animal diferente a
él, como un gorrión. Las palabras exactas que pronuncio son: «yo soy un
gorrión, me quedo al margen y después robo pedazos de pan a las aves mayores y
estúpidas». Me doy cuenta de que con mi símil he dejado caer que él es una de
esas aves mayores y estúpidas, pero ya es tarde y espero de él una exhibición
de atroces aspavientos.
Mi padre me mira un rato
con la cara totalmente pálida. Yo no sé qué me irrita más, si mi boca o mi padre.
Pero veo que mi padre está acorralado, que ha encogido. Se ha vuelto otra vez
transparente, como acostumbra a hacer en nuestras discusiones. Sin palidecer,
pierde toda su fuerza y veo a través de él.
Una vez vi a un padre y a su hijo discutiendo, y yo pensaba en cómo sería ver a un hijo que ya ha crecido y pensar que es un auténtico imbécil. Ahora soy incapaz de plantearme esa cuestión, y eso que estamos en la situación indicada para responder a la pregunta. En el fondo, se trata de una cuestión mucho más seria: enfrentarnos a la dolorosa verdad de que, cuando nos independizamos, queremos ser lo contrario a nuestros padres. Luego comprendemos que nos parecemos a ellos más de lo que pensábamos. Y después nada, sólo comparamos cómo fueron ellos y cómo somos nosotros.
Acompaño a mi padre a su casa, que queda cerca del bar. Durante el camino no cruzamos más de dos o tres monosílabos. Intento rebajar la tensión con algún comentario esporádico sobre el estado de la calle donde me crié, que veo cada vez más degradada. Los carteles nuevos se superponen a los antiguos, sin desprender los restos de cola y agua que endurece el papel antiguo y amarillento donde se han ido anunciando conciertos a los que ya no se podrá ir. Hay socavones nuevos en la carretera y losas levantadas en la acera. Una luz ambarina parpadea entre las sombras. Me cuesta creer que yo pudiera haber crecido en esta calle. Casi me inclino a pensar que he tenido una supervivencia antes que una infancia.
La casa de mi padre suda por dentro. Lo ayudo a cambiarse de ropa. Me da las buenas noches, distraídamente. Es casi invisible. En el fondo, mi padre siempre ha tenido la misma edad. Yo lo he visto más joven, más grueso, más bronceado y con menos entradas, pero siempre ha tenido la misma cantidad de años en mi mente.
Espero a que se duerma antes de pedirle disculpas por mi comportamiento tan hostil de hace un rato. El pelo de mi padre, por muy hacia atrás que se lo peine, sigue siendo un recordatorio de la muerte y la degradación humanas, un ejemplo de nihilismo. Apago la luz de su dormitorio. El bulto que forma en la penumbra se infla lentamente. Recorro una vez más la casa antes de salir tratando de no hacer ruido. Ya no reconozco ese piso. Veo el último quicio de luz mostrando la entrada envejecida de la casa de mi padre, que precisamente la adquirió de un familiar y por eso pudimos pasar nuestra vida allí. Parece que todas las superficies y las paredes de la casa van a quedarse pegajosas, pero lo cierto es que mi padre mantiene la casa increíblemente vacía y limpia.
Página web del autor: Daniel Jándula Martín
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