Hay mucha gente que no
consigue encontrar nunca una amistad por múltiples motivos, o les cuesta un
mundo hacerlo. Incluso, los que hablan de ella suelen decir que sus verdaderos
amigos los pueden contar con los dedos de una mano, y les suelen sobrar dedos.
“Amistad es una relación
afectiva, pura y desinteresada entre dos personas, construida sobre la base de
la reciprocidad y el trato asiduo” según una de las múltiples definiciones que
podemos encontrar.
No es lo mismo un conocido
que un amigo, términos que en muchas ocasiones son confundidos. “A ese lo
conozco, es mi amigo” solemos oír en distintas oportunidades lo cual puede
llevar a equívocos. Desconocidos nos son la mayoría de las personas de nuestro
pueblo o ciudad. Son esas caras que ves nuevas cada día, que te las cruzas por
la calle, en el autobús, al comprar el pan o en la cola del banco. Con ellas a
lo sumo cruzas un saludo por educación o tratas un asunto concreto que haga
falta resolver con su intervención por motivos logísticos y luego, probablemente,
no los vuelves a ver jamás. Los conocidos
yo los entiendo como aquella gente con la que, sin profundizar en nada,
te cruzas con frecuencia y con las que intercambias breves saludos o
conversaciones protocolarias sin llegar a saber más de ellas, o poco más de
ellas. Coincides con ellos en tu rutina, con cierta frecuencia, y te acaban
siendo familiares y reconocibles aunque sea sólo físicamente. Con algunos
podrás hablar de temas triviales, vecindarios o generales sin pretender
resolver su vida ni que nos ayuden con la nuestra, o sólo siendo esa ayuda
testimonial. Podríamos encajar en este grupo a compañeros de trabajo, los
vecinos del bloque, el portero de la casa, clientes en según qué ocupación,
algún transeúnte esporádico que se una a la película del día a día cuya
presencia se repita y con el que llegamos a saludarnos, empleados del
supermercado, banco, papelería del barrio u otros establecimientos que
frecuentemos según necesidades y muchos más que eso, sólo se quedarán en
conocidos sin más, aunque siempre pueden haber excepciones. Algunos podríamos
incluir en estos dos bloques comentados a algún familiar más o menos cercano,
pero eso son otras batallas que cada uno debe lidiar personalmente.
Apartados de todo lo
descrito en el párrafo anterior tendríamos a los que, definitivamente,
consideramos amigos. Como bien dice la definición inicial es una relación pura
y, sobre todo, desinteresada. No puedo esperar de un amigo que esté junto a mí
por intereses, eso no cuadra y es despreciable. Igual que yo no busco estar con
un amigo por únicamente obtener algo de él. Obviamente, negarlo ya negaría la
amistad, claro que obtenemos un beneficio de su compañía, de su presencia, su
conversación, de sus sonrisas y de sus consejos, y hasta de sus reproches y reprimendas,
llegado el momento. El compromiso con
ellos es siempre sincero, incondicional, con el valor de la lealtad como base
de esa amistad. En este grupo es donde comenzamos a flaquear y dudar a la hora
de decidir a quién meter (exclúyanse cónyuges, hijos y familia cercana a las
que, en condiciones normales, tendríamos bien calificados a pesar de que más de
uno está ahora sonriendo maléficamente). Tienen que ser personas, a mi entender,
que hayan vivido experiencias especiales a nuestra vera, que hayan tenido presencia en momentos o pasajes
importantes, que hayan servido, como es mi caso, para encauzar el camino a
seguir para crecer y formarnos como personas, yo con ellos y ellos conmigo. El
trato asiduo es importante pero no imprescindible, aunque bien es cierto que el
roce une más. La separación es más liviana hoy en día con toda la tecnología
que hay al alcance de cualquiera, sólo hay que tener el empeño de hacer buen
uso de ella.
Me considero un afortunado
en esta cuestión de la amistad, además de un “rara casu” (los eruditos del
latín pueden lapidarme, si fuera necesario, aunque siempre le echaré la culpa a
google). Tengo la suerte de contar con una cuadrilla de amigos forjada desde la
escuela de EGB, muchos de los cuales están juntos desde parvulario pues yo me
uní algo más tarde. Después de tantos años, más de 40 por ahora, en donde ha
habido de todo, bueno, malo y del medio también, seguimos viéndonos como
aquellos chaveas que pasaron niñez, adolescencia, juventud y demás fases (y
desfases) unidos, unas veces más, otras menos, pero siempre sabíamos que
estábamos próximos, que el vernos era sensación de seguridad, de entendimiento,
de escuchar comprendiendo y de ser escuchado en silencio. Nunca faltó una
sonrisa ni una mano que tirara, si falta hacía. Nos gusta llamarnos colegas,
aunque pueda sonar vulgar en muchos foros, pero a nosotros nos gusta y eso nos
vale. Así mismo, cada uno tenemos nuestro apodo o nombre cariñoso de toda la
vida (que obviaré rebelarlos para evitar “linchamientos” de este junta letras)
que casi es exclusivo de uso entre nosotros y nos sirve para crear, digamos,
“denominación de origen” en el grupo, exclusividad que hemos hecha extensible a
cónyuges, hijos y familia cercana que sabe de nuestra existencia de siempre,
siendo así como mejor nos identifican.
Antes de que se disipe el
humo de esta columna espero haber dejado alguna reflexión sobre uno de los
valores que más aprecio y que debemos saber inculcar a los más jóvenes como
pilar necesario en su formación como personas. No a todo el mundo les ofrecerá
el camino amigos, ni se compran en ningún centro comercial, pero sí es
necesario estar listo para saber quién de verdad merece la pena calificarlo como
tal.
Un brindis por mis amigos,
por mis colegas, por Los colegas de siempre.
Buenos días, un placer leer sobre la amistad,¿ cuantas veces cambia nuestra lista de amistades a lo largo de nuestra vida por uno u otro motivo?