Como
compositor musical y letrista llevo escribiendo desde los 15 años pero, a pesar
de ello, tardé mucho tiempo en decidirme a dar el paso y enviar mis manuscritos
a una editorial para verlos convertidos en libros, para mí palabras mayores.
Era
y es el pudor que sigo sintiendo a exponer mis sentimientos lo que me echaba
para atrás y, a la vez, el compromiso sincero de expresar con palabras lo que
siento en lo que veo y observo, imagino o sueño con la honestidad que suscribo;
precisamente, por ser consecuente conmigo mismo, eso ha sido siempre lo que me
atraía de romper las barreras de mis inseguridades y dejar de esconderme en la
intimidad de mis pensamientos.
Como
letrista de canciones era más fácil, ya que me refugiaba tras la música,
siempre mi válvula de escape, hasta que reuní el valor suficiente para desnudar
mi alma sin una partitura que amortiguara el sonido de mi voz que gritaba, con
un desasosiego persistente, a la vez que me sentía aliviado por el estruendo de
las notas musicales que acomodaban mis palabras.
Y
me sigo camuflando, gritando a los cuatro vientos y encajando mis escritos en
el socorrido género de la ficción cuando la realidad, que expongo
descaradamente me delata y alego, restándole importancia, que la realidad
supera con creces la atesorada ficción que asumo en cada obra, aunque siendo
honesto, que de eso se trata, suelo vomitar más verdad que ficción.
La
vergüenza torera, la dignidad como persona, escritor o contador de historias,
la intimidad a la que me abrazo con celo extremo y la eterna duda de si la
calidad está asegurada más allá de mi posible vanidad, me asaltan
constantemente, siendo un auténtico suplicio dar el paso y enviar un manuscrito
propio a la editorial para ser juzgado cuando yo ya lo he prejuzgado cien veces
y hasta la saciedad.
Es
apasionante dar rienda suelta a las emociones y percepciones de lo que ves y
sientes, pero no deja de ser frustrante luchar contigo mismo y los desvaríos de
tus miedos, indecisiones e inseguridades.
Poseer
un nombre propio que resuene en la cabeza del lector y que éste aporte cierta
credibilidad a tu pluma aún, no sé si en un futuro, llegado el caso, podría
apaciguar el miedo que siento al sentirme un intruso en este universo
literario. Pero a ese miedo también me aferro cuando escribo, al igual que el
miedo a que sientas, cuando me leas, que has perdido tu preciado tiempo; que no
sea ese el sentimiento que despierto en ti cuando abraces un trozo de mi alma.
Y
si te hiero con mis palabras o te sientes señalado con lo que escribo, yo ya
recibí el castigo divino de empatizar contigo si es que te sintieras aludido
pero, entiende que tú has sido la causa de mis emociones, a lo sumo, tengo el
poder de cambiarte el nombre y es que ya te maté callando más ahora te escribo.
Porque
puedo callar, esta vez no por miedo sino por respeto, y sabiendo que duelen más
las palabras escritas que la voz que clama al cielo, pero yo ya no puedo obviar
ni pasar por alto lo que siento y si tengo que morir que sea escribiendo y no
para hacerte sufrir, sino para seguir viviendo.
De
una u otra forma, el miedo siempre me acompaña, mi leal compañero, quizás es la
conciencia que me guía y la que me obliga a dar más de mi cuando ya creo que lo
he dado todo y ese todo es poco cuando escribir lo es todo para mi.
Miedo,
miedo no a caer sino a no poderme levantar. Miedo a obviar mi verdad, a dejarme
arrastrar por el temido qué dirán y miedo a dejar de sentir lo que siento
cuando me tiro al vacío con lo que escribo.
Miedo,
tengo miedo
Miedo,
mucho miedo
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