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Nada es imposible

Dicen que si una puerta se cierra, una ventana se abre. Pero, ¿y si no hubiese puerta?Miguel pasaba las vacaciones de verano en un pueblecito de la sierra. Sus padres le habían prometido ir a la playa pero, un año más, había terminado en Becerril, el pueblo donde sus abuelos tenían una casita. Sus padres tenían que trabajar y él se iba con los abuelos porque no podía quedarse solo en casa. No es que no le gustase estar allí, al contrario, se lo pasaba muy bien explorando lugares nuevos, pero echaba de menos a sus amigos del colegio. Becerril era un pueblo con sólo cien habitantes y ningún niño de su edad, así que, tenía que conformarse con su imaginación, que no era poca. Siempre le ocurrían cosas fantásticas. Había sido un pirata en la Isla de Los Siete Picos, había nadado junto a un delfín y tenía un amigo elfo que se había escondido en el cajón de la ropa porque en su casa se había estropeado la calefacción. El día de su llegada al pueblo, la abuela le había preparado una enorme tarta de chocolate para la merienda. Se despidió de sus padres hasta el fin de semana en que ellos fueran a visitarle y se entretuvo en ordenar su ropa en los cajones.  Luego,  cogió un libro de la estantería y leyó un rato en la sala. El libro hablaba de una cabaña escondida en el bosque,  y le picó la curiosidad. ¿Y si iba a explorar por los alrededores? Entusiasmado salió corriendo de la casa. Por el camino se cruzó con su abuelo.

—Abuelo, ¿dónde está mi sombrero de explorador?

—Está en el garaje. No corras, ve con cuidado y no te alejes demasiado —el abuelo sabía que ese sombrero era mágico y que servía  para explorar y encontrar tesoros escondidos.

Sonrió. Le gustaba ver a su nieto como un aventurero intrépido. Miguel encontró el sombrero en una de las estanterías del garaje y se dirigió al camino que rodeaba el pueblo. Caminó hasta la fuente y se sentó en el banco de las ideas, como le llamaba él,  porque allí sentado se le ocurrían muchas cosas. 

Llevaba un rato  sentado, cuando se fijó en una de las casas. No recordaba haberla visto antes, pero seguramente no se habría fijado en ella. Estaba bastante sucia y parecía estar abandonada, así que, decidió ir a investigar. El viento empezó a soplar con fuerza y le costó acercarse a la casa. Buscó la puerta de entrada, pero después de rodearla varias veces no la encontró. La curiosidad le pudo y continuó investigando. Qué extraño era todo, ¿una casa sin puerta? 

—Creo que aquí no tienes nada que hacer —una voz le asustó. 

—¿Quién ha dicho eso? —Miguel miraba a su alrededor, pero no había nadie. Una ráfaga de aire le empujó. 

—He sido yo —dijo el viento soltando una carcajada—.

—¿Crees que podrás entrar en una casa sin puerta? Nadie lo ha conseguido. Yo mismo lo he intentado y no he podido. ¿Cómo piensas conseguirlo tú, canijo? 

Miguel arrugó la frente. Le contrariaba mucho que le dijeran que no podía conseguir algo sin ni siquiera intentarlo. No  estaba dispuesto a darse por vencido, y menos hacerle caso a un viento que cambiaba de opinión cada dos por tres.Siguió investigando y descubrió una pequeña ventana, estaba sucia y algo descuidada. Se asomó con mucho cuidado, parecía estar cerrada. Empujó y empujó pero no hubo manera de abrirla. Se quedó pensando unos minutos hasta que la risa burlona del viento le sacó de sus casillas. 

—Es imposible, nunca podrás abrirla—el viento reía sin parar. 

—Sí que puedo, sólo es cuestión de tiempo. Empujaré tan fuerte, que verás cómo puedo abrirla—le gritó con rabia.Empujó, empujó  y volvió a empujar hasta que, rendido por el esfuerzo, dejó de intentarlo.

Pensó que el viento tenía razón. Era incapaz. Y se puso triste. Se sentó en el suelo, sin saber qué hacer, mejor sería marcharse a otro lugar. Respiró profundamente y miró al cielo. Una nube le saludó con su mano esponjosa. Parecía un algodón de azúcar, como los que venden en las ferias. El sol brillaba tanto, y tenía un color tan intenso, tan alegre. Suspiró. 

El viento estaba expectante a los movimientos del pequeño. Eran tantos los que habían intentado abrir aquella ventana,  incluido él mismo, que aquel renacuajo era imposible que pudiera. Observó cómo el niño se alejaba de allí, cabizbajo y abatido. Se sintió vencedor y orgulloso de haber conseguido desanimar al pequeño. Si él, que era más fuerte, no lo había logrado, no iba a permitir que el canijo ese lo consiguiera. Estaba regodeándose de su victoria, cuando el niño apareció de nuevo. Llevaba un cubo con pintura amarilla, del color del sol, y comenzó a pintar la ventana con ese color. Si conseguía que la ventana estuviera contenta, quizás se abriera.

Efectivamente, la ventana se abrió. Unas trenzas rubias y una naricilla respingona aparecieron al otro lado, pero al ver al niño y al viento que miraban fijamente asombrados, desapareció de nuevo.

 —Noooo… espera… no te vayas… Sólo quiero… —el pequeño desilusionado no sabía qué más hacer. 

El viento rompió en carcajadas y se alejó de allí, silbando una canción de los Beatles, let it be, let it be… Miguel no entendía nada, cómo era posible que nadie saliera ni entrara de la casa. Y golpeó con sus nudillos en la ventana… Toc, Toc, Toc. Nadie contestó. Golpeó de nuevo, ahora con más fuerza… Toc, Toc, Toc…

—¿Quién es? —una voz se oyó al otro lado. 

—Soy yo, Miguel—el niño contestó decidido y esperó unos segundos. La ventana se abrió con mucho sigilo. Las mismas trenzas rubias y la misma nariz respingona de antes se asomaron. La niña miró a todos los lados, como buscando algo.

 —¿Se ha ido? — preguntó 

—¿Quién? Aquí estoy yo solo—dijo Miguel sin saber a quién se estaba refiriendo la niña. 

—Es ese viento molesto, que no deja de incordiar—la niña frunció el ceño a modo de desaprobación. Luego miró a Miguel. 

—Soy Alejandra. ¿Quieres entrar? —abrió la ventana de par en par dejando a la vista el interior de la casa. Un montón de niños corrían por allí, jugando y haciendo cosas fantásticas. Uno de ellos estaba construyendo un castillo de naipes enorme, y otro saltaba tan alto que parecía flotar en el aire.

Miguel tenía los ojos abiertos como platos y contestó rápidamente a la pregunta de Alejandra con un movimiento de cabeza. 

—Pensaba que no había más niños en el pueblo—Miguel no podía apartar los ojos del interior. 

—Esta casa es de mi abuela, pero este invierno nos hemos mudado al pueblo y ella vive ahora con nosotros en la casa que está al final. Me deja que la utilice como zona de juegos. Este verano han venido unos amigos de mi antiguo colegio a pasar las vacaciones. 

—¿Por qué no hay puerta? Nunca he visto una casa sin puerta.

 —Bueno, pues porque mi abuelo pensó que así ningún ladrón podría entrar—a Alejandra todo aquello le parecía muy divertido.

 —¿Cómo entráis y salís de la casa?—Miguel seguía sin comprender. 

—Pues salimos por el tejado, por una escalera. El viento está tan entretenido intentando desanimar a todo el que se acerca que no se da ni cuenta—y entre risas Miguel entró en la casa. 

Pasó un día genial con sus nuevos amigos. Ya en casa y comiendo la deliciosa tarta de chocolate, contó a los abuelos todo lo que le había sucedido. 

—¿Y dices que el viento qué?—su abuelo reía mientras Miguel les contaba cómo el viento intentó que no entrara en la casa. Su nieto tenía una gran imaginación. 

—Que sí abuelo, menos mal que yo seguí intentándolo, y cuando pinté la ventana… 

—No serás tú el responsable de que me falte pintura del garaje, ¿verdad?

—Esto… Abuelo, ¿te he dicho que Alejandra es muy simpática? Abuela, ¿podría invitar mañana a mis amigos a merendar?—Miguel se hizo el despistado mientras su abuelo le daba un coscorrón cariñoso. 

—Anda, ponte el pijama y a la cama —la  abuela le achuchó los mofletes. 

—Jo abuela, no me hagas eso —protestó. 

Se fue a dormir y soñó con aquella casa mágica, deseando embarcarse en nuevas aventuras. 

Buenas noches Miguel, que descanses. 

Sofía Robles Contributor

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