Los recuerdos, nuestros recuerdos. Imágenes del pasado que se tienen en la memoria o aquello que sirve para evocar algo o a alguien. Ambas definiciones son las más válidas para concretar lo que pueden suponer en nuestras vidas los recuerdos. Hay quien se empeña en no vivir de los recuerdos y están los que disfrutan viviendo con ellos, sin obcecarse, sin torturarse, sin limitarse a ellos, pero gozando, madurando y aprendiendo de ellos.
La vida son momentos.
Momentos que se enlazan unos con otros y terminan por trazar un recorrido por
el que “nuestro tren” realiza multitud de paradas, miles, millones, infinitas
paradas. Cada parada deja una imagen, un detalle, un objeto o incluso una
cicatriz que servirá para recordarla, feliz o infelizmente, y que sin duda nos
enseñará algo útil, enriqueciendo nuestra experiencia. Poco a poco esa
experiencia se amplía hasta hacernos maestros. Maestros que al fin reparten su
sabiduría cultivando a nuestros hijos los cuales tendrán normalmente en
nosotros sus primeros recuerdos.
No me obsesionan mis
recuerdos, pero reconozco no saber vivir sin parar de vez en cuando a repasar mi
extensa colección. Disfruto desconectando mis sentidos, dormido o despierto,
dejando mi mente vagar por los incontables kilómetros de memoria almacenada
hasta centrar imágenes dispares que afloran mis sentimientos. A veces río,
otras lloro; las más me deleito viviendo, de nuevo, pasajes diversos reflejados
en una sonrisa. Lo necesito como supongo que también habrá para quién el olvido
absoluto de su ayer sea su mejor terapia. Aún con esos me resisto a creer que
no tengan un recuerdo del que jamás se desprendan, uno que les aliente a creer
que la vida merece vivirse.
Mi primer recuerdo, o mejor
dicho el recuerdo más lejano que conservo, no va más allá de los cinco años y
eso que he batallado con mi mente en innumerables ocasiones para ir algo más
lejos. Pero no, se resiste a darme ese placer. Por lo mismo intento con mis
hijas mantenerles frescas sus vivencias de esos años, intentando que no pierdan
esos recuerdos dentro de su recién inaugurado álbum, jugando con ellas a evocar
paradas ya hechas. Por ahora lo consigo a duras penas, aunque ellas cuentan con
la ventaja de la tecnología actual, que graba todo para acomodo de sus mentes, lo
que para mí es hacer “trampa” dentro de mi afición a soñar. Supongo que si
tuviera mi vida enlatada no trabajaría lo mismo mi cerebro y perdería también
parte de su romanticismo la labor de recordar. Al igual que un objeto
conservado puede variar en matices por el paso del tiempo, las imágenes también
modifican algo sus colores, entorno e incluso a veces su secuencia según las
tardemos más o menos en evocar, o la fijación que de ellas tengamos, terminando
de dar leves variaciones en nuestros sentimientos que sorprenden de forma
agradable. A veces creo que esos cambios de matices las podemos forzar para no
hacer rutinario el recuerdo, pero sin hacerle perder su esencia.
Recuerdos acumulados,
recuerdos de media vida. Recuerdos de cortos infantiles en blanco y negro que
van prolongando su métrica y añadiendo color conforme avanzas de la
adolescencia a la juventud hasta alcanzar la cuarentena. Desde el patio de
parvulario hasta el mismísimo ayer. Y siempre algo se queda, algo seguro se
pierde, pero confías en que ese algo algún día te vuelva. Y vives situaciones
dos veces que siempre recuerdas completas, sin saber si fue pasado real o fue
vivido a duermevela.
Vives un intenso presente,
esperanzas tu futuro a medias y, sin que nadie lo sienta, aumentas tu
particular tesoro con nuevas paradas vitales, con nuevos recuerdos que sueñas.
¿Y es pecado soñar? Yo sueño con mis recuerdos a la vez que mis recuerdos me
parecen un sueño, un bonito sueño. Y cuanto más recuerdo más sueño, y así ese
sueño será mejor recordado.
Que no se olviden los
recuerdos, que no se pierdan ni abandonen, pues sin vivir sólo de ellos, con
ellos quiero seguir viviendo.
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