Caperucita
acababa de salir de casa camino de la casa de su abuelita como narra el cuento
que todos conocemos. Bien asesorada por su madre, para no desviar el camino ni
hablar con extraños a sus trece añitos, volaba calle abajo a lomos de su
bicicleta. Tapada por su caperuza característica llevaba, fuertemente agarrada
en su rejilla portaequipajes, la cesta que contenía los pasteles recién
horneados, el pan y la mantequilla. Segura de la alegría que su visita, y los
manjares que portaba, darían a su “yaya”, como ella la llamaba, sólo pensaba en
el buen rato de merienda que compartiría con ella, en las historias que le
oiría, en las caricias y besos que le daría y, cómo no, en la paguilla que
seguro la “obligaría” a coger por el mandado y que tan bien le venía para sus
gastos.
No vivían muy lejos unas de la otra,
pero veinte minutos sí solía tardar en llegar y, en ese tiempo, no eran pocas
las veces que, desobedeciendo los consejos de su madre, iba haciendo paradas
para ver a sus amigos. Le gustaba recordar la vez que se encontró a su amiga de
clase Blanca Nieves, en su portal, aguantando le reprimenda de su madrastra,
que para nada les caía simpática a ninguna de ellas, que le insistía, una y
otra vez, para que se comiera como merienda una manzana a la que ella se negaba
en rotundo. El aspecto de la misma no podía ser peor y ninguna comprendía el
afán de la señora. Paró Caperucita al lado de su amiga y la tormenta arreció
sobre ambas, con gritos hacia ella del tipo “abogada de nadie”, “mojigata” y
otras lindezas que terminaron al aparecer en escena, no supimos bien de donde,
el padre de su amiga. Éste, viendo el drama por el que ésta estaba pasando,
intentó apaciguar los ánimos tomando la fruta con la intención de comérsela,
aunque a cambio pidió a la adolescente una contraprestación: la invitó a que se
pusiera manos a la obra para ordenar su cuarto y limpiarlo, acto de extrema
dificultad pues por él pululaban, en esos días y sin mucho control, siete
gatitos que había recogido de la calle a los que ella llamaba, cariñosamente,
sus “siete enanitos”, lo cual relajó la cara de la madrastra que veía así otra
batalla ganada a costa de ceder en ésta. Sonrieron ambas amigas y Caperucita le
prometió que a la vuelta de su visita obligada pararía por su casa a echar una
mano en la tarea. Con ese pacto, y tras lanzarles un guiño cómplice, se fue el
buen señor comiéndose la conflictiva manzana acompañado de su esposa que lucía
una sonrisa triunfadora. Tres días estuvo el señor tumbado en cama afectado de
fiebres que no sanaban ni con los cuidados de un médico amigo que, a modo de
príncipe encantador, se había ofrecido para “despertarlo”. De buena se libró
Blanca Nieves.
Famoso fue también el día que, de nuevo
yendo en bicicleta en visita a la abuela, vio, en un banco sentada, a su vecina
Celinda, apodada Cenicienta por el color de su pelo, entre rubio albino y
canoso. Ésta, entre bromas, rechazaba un intercambio de zapatillas con Julio,
un amigo común que le gustaba ser conocido como Prince, por su cantante
favorito. Cuando se detuvo a charlar con ellos, reían divertidos por la
posición de rodillas que el chico adoptaba, con una de sus zapatillas en la
mano queriendo probársela a mi amiga. De pronto, un grupo de pequeños
gorriones, juguetearon sobre nosotros mientras trinaban algún plan. Para
sorpresa de todos los allí reunidos, se organizaron sin darnos tiempo sólo a
verlos descender en círculos, pinzando cada uno una parte de los cordones
sueltos del zapato de nuestro príncipe y alzándolo por encima de nuestras
cabezas hasta llevarlo, en volandas, y dejarlo caer en el interior de un
contenedor de basura lleno de restos de calabaza. Con el golpe dentro del
recipiente, salieron 5 ó 6 pequeños ratoncillos en desbandada yendo a detenerse
próximos a su “principesco” amigo que no dudó en salir huyendo, sin mirar
atrás, fruto del pánico que les tenía a estos animalillos. Todavía recordaban
Cenicienta y ella la escena como de las más cómicas que les había tocado vivir
en su corta vida.
Todos esos recuerdos, y alguno más,
pasaban por la cabeza de nuestra protagonista cuando, al acercarse a la casa de
“los tres cerditos”, como llamaba cariñosamente a tres robustos trillizos
menores que ella cuidaba en juegos por el barrio, vio a Iván, un chico mayor al
que le gustaba que le llamaran “Lobo”, amenazando y asustando a los pequeños si
no obedecían todo lo que a él se le antojara. Golpeaba la puerta de la vivienda,
sabiendo que en esos momentos estaban solos, empeñado en tirarla. Caperucita,
al percatarse de la situación, no dudó y frenó en seguida junto al abusón
intentando interceder en la desigual disputa. De inmediato se llevó un empujón
que terminó con todo el contenido de la cesta desparramado por el suelo
mientras su “valiente” agresor se mofaba de ella. “A ver qué le cuentas a tu
abuela” clamaba para enfadarla aún más. “Voy a decírselo ahora mismo para que
no se haga ilusiones esta semana” acabó amenazando mientras la dejaba allí
viendo cómo intentar recomponer las viandas. “Y ya volveré a por vosotros” dijo
con una última patada a la puerta mientras se marchaba. “Gracias”, acertaban a
decir los tres hermanos, sin abrir apenas el postigo, convencidos de que los
había salvado de una buena por parte de ese mequetrefe del que estaban seguros
que no hubiera parado hasta hacerles más daño. “Algún día, alguien le dará su
merecido”, confesaban esperanzados y temblorosos.
Con una escueta sonrisa se despidió de
ellos, preocupada por la pérdida de sus regalos y de lo que “Lobo” pudiera
decirle y/o hacerle a su abuela. Comprobó que una de las ruedas de su bicicleta
estaba mal y decidió seguir andando el trayecto que le quedaba. Pensó en un
atajo, que le podría hacer ganar un tiempo sobre su enemigo, y no dudó en
desviar su trayecto convencida de llegar antes que él. “¡Socorro!” oyó gritar
al poco. Provenía de una casa, de cuyas ventanas comenzaba a salir una espesa y
negra nube de humo, que no tardó en verse acompañada de lenguas de fuego. No se
veía a la autora de los gritos pero era obvio que alguien estaba atrapado
dentro. Dudó entre seguir su camino y acudir en su auxilio. Su noble corazón la
arrastró hacia el incendio donde, a fuerza de patadas, hizo saltar la cerradura
de la puerta mientras los gritos de pánico en el interior aumentaban. Sin saber
ni cómo, sacó fuerzas para, protegiéndose la boca con la caperuza que llevaba,
comenzar a recorrer la casa a la vez que gritaba para localizar a quien fuera
que estuviera allí. En un dormitorio, postrada en la cama, una anciana la
miraba como su última esperanza a la vez que tosía por el humo reinante.
Arrugada, enjuta, impedida de piernas, al parecer no podía salir de allí por
sus propios medios así que Caperucita se aferró a ella, y ella a Caperucita,
con la idea de recorrer al revés el camino hecho desde su entrada en aquella
casa, aunque sentía que las fuerzas le comenzaban a fallar. Tosía, y con ella
aún más la anciana. Aguantó hasta pasar el dintel de la puerta donde se vio
cayendo, con el conocimiento perdido, mientras pedía perdón a la señora por no haber
podido hacer nada más por ella.
Abrió los ojos y pudo ver el cielo azul,
sentir la brisa que mecía las ramas de los árboles, oír el canto de los pájaros
y un apretón en su mano que la hizo recordar hasta dónde había llegado.
“Tranquila, ya pasó todo” le dijo dulcemente uno de los bomberos encargados de
sofocar el incendio. “Has sido una héroe” le hablaba mientras la incorporó y
pudo ver a su alrededor a su madre, su abuela, a Blanca Nieves y Cenicienta,
los tres cerditos y mucha más gente que sonreían, se abrazaban, lloraban, en
definitiva, se emocionaban por verla de nuevo recuperada. “Hay alguien que
tiene algo que decirte” comentó su madre a la vez que el grupo se abría entre
sorprendidos y expectantes por ver cómo terminaba aquello. Ante ella,
avergonzado, cariacontecido, pero sobre todo agradecido, estaba la figura de
Lobo, o Iván como sería conocido a partir de ese día. “Era mi casa…..mi
abuela…la salvaste y me diste una lección que jamás podré olvidar. No tendré
vida para agradecértelo” confesaba ante la satisfacción general que no daba
crédito a la humildad que hoy derrochaba.
Desde ese día, Iván y Caperucita se
hicieron inseparables, y todo el mundo pudo comprobar que, efectivamente, del
anterior Lobo no quedaba nada sin que hubiera hecho falta la aparición de un
cazador que lo ahogase.
Colorín colorado, este cuento moderno se
ha acabado.
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