Los que ya peinamos canas y tenemos los hijos ya creciditos, en edad de salir con sus amigos sin hora de llegada, nos seguimos sonriendo cuando recordamos aquellas Nocheviejas con las que nos iniciamos al ritual de dar la bienvenida al nuevo año de manera fiestera. Hoy en día, aunque no descartemos alguna reunión con conocidos, más pacífica que antaño, tampoco alcanzamos los extremos de tiempos pasados.
Mi primera fiesta de fin de año fue a los catorce años,
junto a mi mejor amigo con el que creo que acordamos decir, cada uno a sus
padres, que estaríamos en casa del otro pasando la noche. Un piso de unos
conocidos de él en la otra punta de Granada, todos mayores que nosotros, pocos
adornos, música estridente guatequera, caras que nos miraban extrañadas y la
imagen inesperada de una prima mía liada con el novio en un sofá de una de las
habitaciones, son los tenues recuerdos de aquello, quedando para la posteridad
la estampa de ambos regresando a casa, a las nueve de la mañana por el Paseo
del Violón, con el sol pegándonos de cara y la afirmación de que “aquello se
había ido un poco de las manos”. Siempre, claro está, tras los churros con
chocolate de Cafetería Bib-Rambla imprescindibles en todo fin de cotillón que
se precie.
Luego vinieron, con el paso del tiempo, infinidad de
anécdotas por los sitios o por las compañías que frecuentábamos. Desde
secaderos de tabaco en mitad de la Vega, hasta macrofiestas de las que se
organizaban en la antigua Sala Neptuno o similares, pasando por pubs de eventos
más recogidos o bares de tres plantas alquilados por nosotros como fiesta
privada. Eran los tiempos de adolescencia, instituto, años universitarios y
postgraduado. Con concursos como aquel en el “Pub La Radio”, de la pierna más
peluda, en donde me arrebató la victoria, en el último casting, un tipo con una
de ellas escayolada de arriba abajo, pero la que quedaba sana era una auténtica
alfombra. Con locuras como llevarnos veinticinco copas de champán al final de
la noche, algunas de las cuales siguen hoy en uso, o el regreso a la ciudad con
el coche escarchado, abarrotado de gente, en primera, por carriles embarrados y
todas las ventanas abiertas. Memorables los trenecitos de baile, enganchados
cada cual a la cintura del de delante, que recorrían la fiesta sumando
ocupantes descontrolados que acababan descarrilando en cualquier curva cerrada.
Y no menos recordadas las cajas con bocaditos de nata que solían pasar, sobre
las cuatro o cinco de la madrugada, para paliar algo los efectos del alcohol,
las cuales, obviamente, volaban con todos pegados a ellas metiendo las manos
una y otra vez hasta terminar de nata hasta las cejas.
Ya con más años, y con novias que pusieran cordura,
probamos las despedidas del año en la Plaza del Carmen del Ayuntamiento, con televisión
local y regional, incluso Telecinco estuvo una vez, entrevistas y fotografías
en periódicos locales, algarabía popular y guerras de champán sin miramiento
alguno, que nos obligaba a llevar cualquier impermeable al que no tuviéramos
mucho aprecio. Unas veces no sonaban las campanadas por fallo del reloj municipal,
otras se olvidaban las uvas y había que pelear por los packs que regala el
Ayuntamiento, siempre la eterna lucha por entrar en la plaza que esa noche, y a
esa hora, se ponía como la entrada de un gran almacén en rebajas. En cualquier
caso, la verbena posterior apenas la catábamos pues ya dirigíamos nuestros
pasos al lugar acordado con familiares y amigos para el festejo fuerte.
Con la llegada de los hijos aparece el freno lógico a estas
celebraciones, las cabezas se acaban de asentar, el espíritu juerguista madura
y piensa más en todos los detalles que rodean a la familia. Ahí fue donde descubrimos la
opción de una casa rural compartida y, con otras cuatro familias más,
inventamos, durante tres ocasiones seguidas, reunirnos en una magnífica casa de
pueblo de varias plantas, en la plaza del mismo, compartir las 24 horas con
tiempo para conversaciones, bailes, excursiones por el campo, organizar dos
noches seguidas la ceremonia de las uvas con su posterior cotillón y anterior
cena, los niños y jóvenes tuvieron la oportunidad de realizar su fiesta propia
en una habitación acondicionada para ellos, en fin, una grata experiencia a
otro nivel que en la juventud, pero aún más satisfactoria. Memorables eran mis
campanadas, con cuartos incluidos, con cucharón contra una olla, subido en una
silla, la segunda noche, ya día 1, que obviamente no las había por la
televisión. Buenos recuerdos.
Pasan más años, crecen los hijos independizándose,
fiesteramente hablando, y el cuerpo te pide aprovechar otras oportunidades,
otras formas de disfrutar Nochevieja en su justa medida para poder atacar el
día 1 con otras experiencias. En definitiva, trasnochar menos, acortando estas
despedidas de año, para madrugar y poder gozar, sin aglomeraciones, de sitios
tan espectaculares como nuestra Sierra Nevada, la Alhambra o pasear por
cualquier paseo marítimo con la playa invitando a desnudarse los pies y
relajarse pisando la arena.
Aquellas Nocheviejas siempre son motivo de sonrisas
compartidas, de emociones en grupo, de locuras hoy impensables o de bailes y besos,
robados o no, que alteran los sentidos. Aquellas Nocheviejas fueron únicas,
pasaron, pero tuvimos la suerte de vivirlas juntos. Brindemos por aquellas
Nocheviejas y por las muchas Nocheviejas que vendrán con sus propios momentos,
con sus imágenes únicas para la memoria.
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