Camino despacio, observando cada detalle, hay un gran silencio y los tonos que me rodean son cálidos y suaves, lo extraño es que no hay nada, solo cielo y suelo, no obstante, es un lugar que transmite paz; Continuo caminando, y sigo sin ver a quien preguntar dónde me encuentro, no entiendo como he llegado hasta aquí.
Por más
que intento escuchar algún ruido, a alguien charlando…¡Nada, no oigo nada,
silencio absoluto! ¡No, espera, veo una pequeña luz en el horizonte!
Aligero
el paso, a pesar de ser un hermoso paraje, me pone nerviosa no haber encontrado
a nadie en el camino. Deseo llegar a la luz, seguro allí encontraré a alguien,
sigo caminando con paso ligero, el resplandor es cada vez más intenso, siento
que me envuelve, se va mitigando la claridad y presiento que ya llego a mi
destino…
Comienzo
a recordar una conversación con mi hija (cuando tenía 8 años), ella quiere
saber si cuando fallezcamos (porque yo la tengo que esperar para irnos
juntas…¡Hay mi niña!), veremos a los abuelitos y a los titos, yo le contesto
que sí, que haremos galletas con la tita, y la abuela guisará para todos,
porque las dos son grandes cocineras. No es la primera vez que hablamos de este
tema, desde que murió mi hermana (se adoraban), la muerte le causa temor y se aferra
a mí, obligándome a prometerle que siempre estaré con ella.
Al
prestar atención al nuevo lugar que he llegado me sorprende lo que veo, es un
cementerio, donde veo a una bonita mujer acompañada con un hombre bastante
alto, y están poniendo un ramo de hermosas rosas rojas en una lápida. Me
aproximo con prudencia, no deseo molestarles, y cuando estoy cerca de ellos, la
sangre se me hiela al reconocerlos…¡Son mis hijos! Y las rosas me las están
poniendo a mí…
Las
lágrimas resbalan por mis mejillas, lo hacen con suavidad, no estoy triste, ya
he comprendido donde me encuentro, me complace ver que mi hija es mayor y está
muy unida a su hermano, por lo tanto, he estado junto a ellos hasta una edad en
la que les será más fácil aceptar mi partida.
Ahora me
llega un aroma conocido, y tras despedirme de mis hijos con un beso en la mejilla
(creo que no lo sienten, bueno, tal vez sí), busco el lugar de donde viene ese
rico olor a galletas, sé muy bien a quien voy a encontrar haciéndolas y me
invade una paz absoluta.
Mientras me alejo escucho las palabras de mis
hijos, deseando que falte mucho tiempo para volvernos a ver.
—¿Niño,
te puedes creer que me ha venido un rico olor a galletas? —dice mi pequeña a su
hermano.
—¡Tienes razón!, te iba a decir los mismo —le contesta mi hijo con cariño.
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