Había sido muy duro acostar al pequeño Mario con la promesa de que esa noche de cinco de Enero los Reyes Magos no faltarían a su cita, en el salón de su casa, para traerle toda la interminable lista de regalos que tan concienzudamente había elaborado a pesar de sus escasos cinco años. Tomás, el padre, salió a la calle decidido a lo que fuera con tal de conseguir un juguete que paliara la desilusión del pequeño mañana al amanecer. Su mujer, Rosa, lo despidió sin mucha esperanza: “No te preocupes tanto por eso. Volverán tiempos mejores”, intentaba animarle.
Abandonó la humilde morada camino del centro de la ciudad donde el bullicio de gente y de coches no cesaba de un lado para otro, todos cargados de presentes ninguno con destino al hogar de Tomás. Por su aspecto pobre no faltó quién le empujara exigiendo prioridad en la calle antes que él, a lo que no era capaz de responder ni con una leve queja. Intentó apelar al corazón de la gente, incluso se le pasó por la cabeza mendigar, pero al parecer nadie estaba por darse cuenta que al lado de los que disfrutaban había otros que sufrían.
Callejeando de madrugada, sin éxito alguno en su búsqueda, topó con una marioneta arrojada al suelo por su anterior dueño y olvidada en mitad de la acera, donde había sido pisada y pateada por varios viandantes. La recogió con mimo y comprobó que se trataba de un muñeco vestido como de príncipe al que le faltaban hilos, una de sus piernas estaba casi arrancada y parte del relleno de su interior se había salido por ahí. Estaba empapado de agua y barro y necesitaba urgentemente un lavado, pero Tomás pensó que todo tenía solución con un poco de paciencia y maña, virtudes éstas de las que él estaba sobrado. Sin querer dar más vueltas regresó a casa donde todos estaban ya acostados. Lavó, secó, cosió y reparó los hilos del juguete con todo el esmero que sus hábiles manos de zapatero le permitieron. Terminado el trabajo se quedó contemplando a aquel diminuto personaje que, no siendo una obra maestra, no dejaba de tener su encanto. “Serás un buen juguete para Mario” comentó en un susurro. “No te preocupes, Tomás” respondió la marioneta en un tono alegre que al principio le asustó y le hizo saltar de la silla donde estaba sentado, aunque luego lo calmó. “No te asustes de mí. Estaba perdido, desechado, abandonado a mi suerte y tú me has devuelto a la vida, a mi mundo, a la ilusión por los niños con tu propia ilusión. Sé mi misión a partir de ahora. Duerme tranquilo y nunca dejes de soñar despierto pues a veces, sólo a veces, los sueños se convierten en realidad”, dicho lo cual la marioneta volvió a ser aquello que siempre fue, una marioneta de trapo con la única vida que la que le quiera dar todo aquel que con ella juegue, o al menos era lo que a Tomás le pareció.
De nuevo recogió el muñeco entre sus manos y buscó colocarlo en una postura que impresionase a Mario cuando la viera por la mañana en una silla del comedor. Ya en la cama, tardó en dormirse dándole vueltas al soplo de vida que había visto en la marioneta. Aún dudaba de que lo que vio y oyó hubiese sido realidad y no fruto de su mente fantasiosa, de sus ganas de agradar al niño en sus deseos. Era tarde y Tomás, cansado, se dejó abrazar por el sueño y se durmió.
– Papá, mamá, papá, mamá- gritaba el pequeño Mario medio desesperado alertando a sus padres aún en la cama cuando el sol despuntó el día. Asustados por lo que pasara, Rosa y Tomás, saltaron raudos en dirección al niño quedando petrificados dos o tres metros antes de llegar a él. El pequeñín se encontraba inmerso en medio de un montón de regalos más propios de un príncipe que de una familia humilde como ellos. Un triciclo, un balón, un coche de carreras, un juego de construcción y alguna sorpresa más rodeaban a Mario. Tomás se adelantó a su mujer buscando la marioneta que tanto trabajo le había dado unas horas antes pero no halló ni rastro de ella.
Buscó y buscó infructuosamente. Halló un frasco de perfume para su mujer y unos guantes nuevos para él en el medio de los cuales, como protegido por ellos, descubrió un sobre en donde alguien había escrito su nombre. Se apartó bajo la atenta mirada de su esposa, lo abrió y extrajo una pequeña fotografía en la que se apreciaba la imagen sonriente de la marioneta objeto de su búsqueda sobre la que había escrita la frase “Nunca dejes de soñar” que, en contacto con el aire, se fue difuminando hasta quedar en papel blanco.
Por una corazonada suya, salió raudo hacia la entrada de su casa y abrió la puerta con tiempo suficiente para poder apreciar, a unos cien metros, la figura humana de su príncipe de juguete tirando de un camello sobre el que montaba el Rey Baltasar. Pararon por un momento para volver sus cabezas y despedirse levantando sus manos a lo que Tomás respondió de igual forma. Al llegar a su vera su esposa la imagen anterior también había desaparecido.
-¿Estás bien?- preguntó ella oteando el horizonte. -No sé cómo lo has hecho, pero gracias- le comentó orgullosa abrazándose a él.
-Nunca he estado mejor, Rosa, nunca- repitió Tomás de regreso junto a su hijo.
Gracias por este hermoso cuento en un día como hoy.